Un complejo de inferioridad respecto a otros medios o géneros culturales pervive en los videojuegos. Podría llegar a entenderse que desde fuera de la cultura surgida en torno a ellos sucediese así. No en vano, el término por el que se define, videojuego, está compuesto por la palabra juego, que en la mentalidad humana de todas las épocas hace pensar sin remedio en diversión, en broma. Algo que se resume en la consabida máxima popular: solo es un juego. Y todo pese a que hace casi un siglo Johan Huizinga analizó y detalló cómo lo lúdico habita también en lo que solemos considerar serio o, según quién, aburrido: en el derecho, la guerra, el conocimiento, el arte, la filosofía… Sin embargo, no deja de ser cierto que con los videojuegos uno siempre espera divertirse, lo que no sucede, por ejemplo, con el cine, la literatura o la música. Puedes divertirte con muchas películas, novelas o músicos, pero no es generalizable a todo el género cultural; hay una lógica disonancia en decir «me divertí mucho viendo La zona gris de Tim Blake Nelson», «qué divertido fue leer Nada de Carmen Laforet» o «¡qué diversión El anillo del Nibelungo de Wagner!».
Disonancia. Ahí quería llegar. Desde que Clint Hocking acuñó el término disonancia ludonarrativa hasta hoy se ha producido una peculiar manía. El palabro concedía a los videojuegos cierto aura intelectual, pero como fuego amigo también les daba a los gamers la excusa perfecta para tachar de pretencioso todo lo que se sale de su concepción mercadotécnica de los videojuegos. Ese anhelo intelectual, además, era innecesario, porque ya existía desde la aparición de los Game Studies; se podría haber hablado de la (re)mediación tecnológica entre jugador y videojuego, de la narrativa emergente, la avataridad… pero se eligió a la disonancia ludonarrativa como piedra de toque del medio. En revistas, en blogs, en webs, en libros, en podcast… En todos los canales de comunicación de la cultura del videojuego el uso del término se propagó como un brote de COVID-19 en un sitio bien cerradito, con mucha gente y donde nadie lleva mascarilla.
Según quien lo recibiera, empero, se produjo una perceptible asimetría en su recepción. El periodismo (tradicional o independiente) y la blogosfera comenzaron a sentenciar que este o aquel título adolecían de disonancia ludonarrativa y que los videojuegos tenían que evolucionar si querían estar a la altura de, digamos, el cine. En los Game Studies, por el contrario, si bien el texto de Hocking no pasó desapercibido, no se dio el alarmismo que se produjo en la prensa o los videojugadores. Ni siquiera se ha convertido en un tema estrella. Por ejemplo, en los índices de algunas de las revistas académicas de mayor impacto, como Game Studies, Games and Culture o Journal of Computer Game Culture, no se encuentra ni un solo artículo que lleve en el título el término. Lo cuantitativo lo expondrá mejor. El 29 de marzo de 2021 introduje en Google la búsqueda «ludonarrative dissonance» (48.600 resultados) y «disonancia ludonarrativa» (10.300); sin embargo, al realizar las mismas búsquedas en Google Académico empequeñecían sobremanera: solo 633 para «ludonarrative dissonance» y 51 para «disonancia ludonarrativa». Esta brutal diferencia tampoco ha pasado desapercibida para los Game Studies.
No se trata de establecer una pueril jerarquía sobre quién sabe más de videojuegos, pero llama poderosamente la atención que mientras los que informan o divulgan sobre videojuegos pareciera que veían tambalearse los cimientos del medio, los que enseñan narrativa y diseño de videojuegos en universidades y escuelas públicas y privadas y los que han conformado un estudio sistemático, crítico, multi e interdisciplinar del videojuego lo recibieran como otra cosa más a tener en cuenta y ni siquiera de las más importantes.
Si recordamos el texto de Hocking, el diseñador señaló —con mucha agudeza crítica, por cierto— que en Bioshock existe un conflicto entre lo que nos cuentan las mecánicas (aceptar el poder que nos otorga Andrew Ryan con los plásmidos y, por lo tanto, el objetivismo de Ayn Rand) y lo que nos cuenta la historia (ayudar a Atlas para acabar con Ryan, lo que implica rechazar el egoísmo objetivista). Además, mientras que las mecánicas, el gameplay, según Hocking, te permiten rechazar el poder de los plásmidos no recolectando a las Little Sisters, la historia te impone ayudar a Atlas. El resultado fue que Hocking debió enarcar una ceja mientras jugaba o sufrir, en palabras de Frederic Seraphine (en un artículo con formato académico pero que no ha pasado una revisión por pares), una emersión provocada por el conflicto entre las estructuras de incentivos y directivas del juego, algo que le sacó de su hasta entonces inmersiva experiencia con la obra de 2K Boston dirigida por Ken Levine.
Hocking reconocía el complejo de inferioridad al que me refería antes cuando mencionaba en su texto la «debilidad del medio», al que, además, comparaba con el cine. Y muchas personas, quizás víctimas de una falacia de autoridad, lo tomaron como irrebatible; si lo decía Clint Hocking —que había trabajado como diseñador, guionista y director creativo en la saga Splinter Cell— no podía estar equivocado. Aunque solo lo dijera él y aunque esa sensación de emersión solo hubiera sido experimentada por él.
Y de ahí se pasó a la fiebre del oro de la disonancia ludonarrativa, a veces sin comprender del todo lo que explicaba Hocking. Una fiebre que parecía olvidar que los videojuegos no se componen solo de títulos con historia y acción —sean sandbox, FPS o aventuras en tercera persona—, pues son estos en los que se ha diagnosticado la disonancia ludonarrativa. En otras palabras, el concepto de Hocking no es universal, como me comentó Víctor Navarro Remesal, doctor en Game Studies y profesor de Narrativa de Videojuegos, al pedirle su opinión para este artículo: «Yo lo suelo incluir en mis clases de Narrativa, pero para que los alumnos sepan que existe y que durante un tiempo hubo cierto debate dentro de la industria y la crítica, pero poco más. No es una herramienta que me parezca muy útil ni necesaria. (…) En el contexto en el que él lo discutió, para señalar limitaciones de Bioshock, era útil, pero no es un concepto metodológico de análisis “universalizable”. Para comparar, no es como el concepto de armonía en solfeo/musicología». Pero el caso es que trató de hacerse universal, incluso a pesar de que los brotes de disonancia ludonarrativa se identificaban solo en un tipo muy concreto de videojuego. Ahora bien, ¿hasta qué punto la disonancia ludonarrativa es limitante para la expresividad de los videojuegos?
Una de las primeras víctimas de la disonancia ludonarrativa fue Uncharted, la saga de Naughty Dog. Era sencillo, en principio. Nathan Drake, según nos muestran las escenas cinemáticas que van conformando la historia junto con el desarrollo del gameplay, es un tipo simpático, siempre haciendo bromas, intentando sacarle a su interlocutor la sonrisa y con sentido de la justicia. Sin embargo, a lo largo de sus aventuras acaba matando a centenares de personas. Eso encendió la bombilla de mucha gente, que veía una disonancia ludonarrativa entre el tío guay que nos muestran las cinemáticas y el sociópata (la palabra fue esa) que nos muestran las mecánicas. No es que no exista cierto contraste entre lo que nos dice el mundo jugable y el mundo de la historia, pero desde un punto de vista de la ficción se exigía una pulcritud ética al personaje que no se exige, por ejemplo, en el cine o la literatura.
Pero quedémonos con el cine, porque es a donde miran todos los juegos a los que se ha señalado como disonantes ludonarrativos y es también a donde miraba Hocking. Alguien se podría haber inventado una película protagonizada por un profesor de Arqueología apuesto, serio, intelectual que, como actividad complementaria a su carrera académica, se enfrenta a los nazis y sus secuaces, a los que no duda en disparar, golpear o lanzar por los aires mientras intercala algunas bromas. Sin duda, ahí existe también un matiz, un contraste, una incoherencia. Y no es casualidad que ese personaje ya exista y se llame Indiana Jones, quizá el modelo que más se tuvo en cuenta al crear el personaje de Nathan Drake. Se podría argumentar que Indiana Jones lucha contra los nazis, futuros criminales contra la humanidad en la ficción de las películas, pero la verdad es que la calaña a la que se enfrenta Nathan Drake no son muy distintos, pues no dudan en matar o secuestrar a quien sea para conseguir sus fines. A Víctor Navarro Remesal le pregunté por esto en concreto: «Y lo de Drake, claro, el problema es querer hacerlo todo tan “cinemático” y esa obsesión con “realismo = hiperdetallismo” (en vez de “realismo = realismo psicológico”, que sería para mí lo normal). Los tratas como a enemigos de un juego clásico pero los “vistes” como algo hiperrealista… y hombre, choca». Es decir que lo que disuena no es que la historia nos muestre a un tipo molón y las mecánicas a un pistolero, sino que es estético: no es lo mismo chafar un hongo saltando encima de él o disparar contra un alienígena díptero que matar de un disparo a una representación de un hombre al que escuchamos hablar y al que podemos verle hasta los poros de la piel. El significado que expresan esos dos mundos en conjunto, no obstante, no debería verse alterado.
Por supuesto, los juegos de mundo abierto, los sandbox, también han sido presa del escrutinio. Sin ir más lejos cualquier GTA, donde el contraste entre las reflexiones interiores de los distintos personajes de la saga respecto al camino que deben tomar sus vidas se enfrenta a la libertad de acción que disfrutamos en el gameplay para robar coches o disparar a cualquier transeúnte. Aquí, sin embargo, la cosa tiene una solución más fácil de lo que pueda parecer, pues en todos los GTA si bien podemos convertirnos en un asesino de masas, el sistema de juego —las reglas en concreto— nos penalizan si lo hacemos: las estrellas de alarma se rellenarán y acudirán todas las fuerzas y cuerpos de seguridad para reducirnos y que se reinicie la partida, con un descenso, además, de nuestros dividendos. Eso sin olvidar que los GTA miran sin ningún disimulo al cine para su inspiración, desde El precio del poder de Brian de Palma hasta Uno de los nuestros de Martin Scorsese pasando por Los chicos del barrio de John Singleton. Y en todas esas películas, los gánsteres reflexionan sobre el rumbo de su vida mientras no dejan de hacer lo que siempre han hecho: robar, asesinar y extorsionar. De hecho, en esas historias es común el tópico de hacer un último trabajo para después abandonar la vida de hampón. En otros sandbox como Watch Dogs o Red Dead Redemption 2 sucede exactamente lo mismo. (Por cierto, que tampoco a Hocking ha parecido importarle mucho su término a la hora de dirigir Watch Dogs: Legion, donde también podemos robar coches y disparar a la gente).
Si volvemos al análisis de Hocking, también nos encontramos con algo muy parecido en el cine. Así sucede en Terminator 2: el juicio final de James Cameron. La historia nos cuenta que, en el futuro, las máquinas se rebelarán contra los humanos y se producirá una guerra sin cuartel. A las máquinas, que han descubierto cómo viajar en el tiempo, se les ocurre que para impedir que se forme un ejército humano nada mejor que acabar con su líder, John Connor, cuando este aún es joven en el pasado. Ya lo intentaron antes de que naciera, pero no salió bien. Así que vuelven a enviar a uno de sus androides, pero esta vez cuando el futuro líder de la resistencia humana es un adolescente. El problema para ellos es que los humanos han aprendido a utilizar androides en su beneficio y envían a un modelo antiguo para proteger a Connor. En cierto modo, los humanos están utilizando —si se me permite la, por otro lado, muy libre analogía— una mecánica de las máquinas para luchar contra ellas, del mismo modo que Jack, en Bioshock, utiliza los plásmidos y el poder de Andrew Ryan para acabar con él a petición de Atlas. También chocan dos ideologías: la tiranía tecnológica de las máquinas y el movimiento libertador de los humanos.
En todos estos casos comentados del cine también hay algo que hace clic, algo que disuena, pero lejos de pensar que el cine se debía reformular se ha entendido como un conflicto que potencia la expresividad de las obras. Y existen otros ejemplos. En La virgen de los sicarios de Barbet Schroeder, el personaje de Alexis (Anderson Ballesteros) es un joven asesino a sueldo que mata sin piedad a todo aquel que le señalan a cambio de dinero. Pero en un momento de la película es incapaz de disparar a un perro moribundo para que deje de sufrir. Lo mismo sucede en Perros de paja de Sam Peckinpah, donde David Sumner (Dustin Hoffman) es un astrofísico pacífico que rechaza la violencia, hasta que la violencia salvaje que se cierne sobre él y su mujer le provoca una transformación interior y termina por asesinar a varios hombres.
Sin duda, tanto en estos ejemplos del cine como en los de los videojuegos señalados como disonantes ludonarrativos existe un conflicto, pero lo que se produce en realidad es un choque de mundos. Es lo que piensa, de nuevo, Víctor Navarro Remesal: «Claro que en el videojuego puede haber choque de “mundos”, pero para eso me parece más útil entender cómo el jugador los “cose” o, por ejemplo, lo que hace Tomasz Majkowski en su artículo para L’Atalante, que es demostrar cómo el choque no es ludo versus ficción sino diferentes modelos ludoficcionales». ¿Por qué, entonces, le exigimos a los videojuegos lo que no se le exige a otros medios o géneros culturales?
Cuando Clint Hocking escribió su texto se olvidó de dos aspectos importantes que Víctor Navarro Remesal recoge en su obra Libertad dirigida. Una gramática del análisis y diseño de videojuegos. Primero, que en los videojuegos existe una flexibilidad entre las distintas estructuras que componen su diseño, como la de las mecánicas y la historia, y que esa flexibilidad puede conducir o no a conflictos. Y los conflictos, lejos de coartarla, pueden enriquecer la expresividad del videojuego; de hecho, la creatividad literaria se basa en la aparición de uno o más conflictos. Y segundo, que por mucho que él deseara que se le diera a elegir si ayudar a Atlas o no, la celebrada libertad que se ofrece en los videojuegos es siempre dirigida, pues está establecida con antelación por un sistema bien definido.
Chris Bateman dedicó recientemente una serie de tres textos en su blog a diseccionar la disonancia en los videojuegos en la que, entre otras cosas, atribuía a Hocking lo que él denomina falacia del guionista, por la que se tiende a pensar que «el poder de la historia de un videojuego reside en las elecciones que no están disponibles para el guionista en otros medios narrativos». De manera que la célebre disonancia ludonarrativa de Bioshock se podía haber solventado con algo tan simple (y tradicional desde un punto de vista del guion) como hacer que Jack reflexionara sobre el conflicto en el que se ve inmerso, sin necesidad de descender a debates cognitivos sobre las elecciones. Sin duda, hubiera contribuido a mayor expresividad de una obra que es ya de por sí excepcional.
El término acuñado por Hocking y su texto, por otro lado, no son en absoluto una cuestión baladí y han ayudado al establecimiento de pautas más definidas o filtros de control en la ficción interactiva. Sin ir más lejos, han puesto sobre aviso a toda la cultura del videojuego, aunque a veces, como hemos visto, de una forma desbocada. Pero es importante, sobre todo por si dentro de equis años a alguien se le ocurre la brillante de idea de, por ejemplo, armar a Mario con granadas o un lanzallamas para reventar a gombas o deflagrar a plantas carnívoras. Por supuesto, ha contribuido teóricamente al desarrollo imparable de un realismo social muy sui generis que ya existía en los videojuegos, donde «la narrativa realista y la representación realista son dos cosas diferentes», según apuntó Alexander R. Galloway.
Por último, merecen ser señalados dos aspectos que atañen directamente al texto de Hocking y su porqué. En primer lugar, el texto que escribió Hocking es el resultado de una transición generacional en la historia de los videojuegos. Hasta finales de los noventa, más o menos, no apareció la figura del diseñador, aunque antes muchos otros lo fueran de facto, como Shigeru Miyamoto o Amy Hennig, y otros tantos trabajaran en distintas labores del diseño de videojuegos, como el arte o el sonido. Y no fue hasta el nuevo milenio cuando en la industria se produjo una especialización en los distintos campos del diseño. A esa generación transicional pertenece Clint Hocking, que no estudió Diseño de Videojuegos, sino Bellas Artes, donde se incluían escritura o producción cinematográfica, entre otras disciplinas. No sería hasta un tiempo después cuando comenzaron a aparecer los grados o másteres en diseño o guion de videojuegos. Y de este conflicto histórico-generacional se explica también un conflicto epistemológico del texto de Hocking, ya que, sin saberlo, resucitaba un debate que ya se daba por superado en los Game Studies a principios del nuevo milenio: el de ludología versus narratología, es decir, si los videojuegos tendrían que centrarse más en su naturaleza lúdica o en su adopción de formas narrativas más tradicionales. Por ejemplo, uno de los últimos artículos llevaba por título «The Last Word on Ludology v Narratology in Game Studies», a nombre de Janet H. Murray, y fue presentado como un prefacio a una charla en la reunión de Digital Games Research Association (DiGRA) en Vancouver, Canadá, en 2005, dos años antes de que Hocking escribiera su texto. Queda la duda de si Hocking conocía el debate ludología versus narratología. Un debate que hoy en día sigue reapareciendo de vez en cuando, aunque no tanto en el sentido de equilibrar la razón hacia uno u otro bando, sino en si el debate en sí mismo tuvo sentido.
Mientras tanto, hay gente que sigue esperando el Ciudadano Kane (son los términos en los que se expresaba Clint Hocking en su celebérrimo texto) de los videojuegos, como si Orson Welles al crear su película hubiese buscado que fuera el Don Quijote de la Mancha del cine o Cervantes al escribir su obra hubiera querido escribir el equivalente en la literatura a las pinturas de Altamira. Pero los videojuegos no son una filial del cine, ni el cine de la literatura o la fotografía, ni la fotografía de la pintura… Imaginar una jerarquía vertical entre artes y medios narrativos/géneros culturales es una absoluta negligencia, porque implica que unos provienen de otros y se supeditan a sus reglas. La relación es enteramente horizontal o incluso caótica. Esto no implica que no haya influencias; de hecho, las sinergias se hacen inevitables. Como señala Víctor Navarro Remesal en su obra citada: «(…) ningún medio puede explicarse de forma tan reduccionista ni surge de manera tan limitada a partir de lo anterior. Ya hemos argumentado que el videojuego nace de la combinación de diferentes caminos: juegos tradicionales, formas audiovisuales y narrativas, por lo que obviar cualquiera de esos orígenes es empequeñecer su poder».
Probablemente ya existan títulos que sean a los videojuegos lo que Ciudadano Kane o Don Quijote de la Mancha son al cine o la literatura (para mí, por ejemplo, lo son Silent Hill 2 o Tetris), pero mientras no se comprenda que, valga la tautología, los videojuegos son videojuegos, esa pregunta, como la ola que regresa una y otra vez a la arena de la playa, seguirá presente, lo mismo que el complejo de inferioridad; y eso, estamos seguros, no lo necesitamos. Al fin y al cabo, y al rescate de las palabras de Steven Poole en Trigger Happy. Video Games and the Entertainment Revolution, al jugar a videojuegos somos un «esclavo feliz». Y cualquier intento de quebrar esa felicidad es lo que nos hace, en verdad, disonantes.