«Ven, siéntate a mi lado, camarada. Veamos cómo mueren las estrellas.»
——Chert.
Hay una raza alienígena en Outer Wilds que se cruzó medio universo por el simple hecho de que se sentía observada. Los Nomai, nativos de algún lugar muy lejano en el tiempo y el espacio, llegaron al sistema solar en el que transcurre este juego persiguiendo un hormigueo, la sensación de que en medio de la negrura absoluta del cosmos había un inmenso ojo que les decía con la mirada que fueran a buscarlo. No conocían su posición exacta, ni siquiera si era algo que existía más allá de la mera intuición o de la leyenda autoconstruida, pero el ímpetu de ir al centro de la realidad para observarla desde dentro era simplemente irresistible. Dejaron atrás su hogar, sus vidas y sus mundos en un viaje intergeneracional que les llevó del entusiasmo a la temeridad, y de la temeridad a la locura, hasta el punto de decidirse a fusilar un sol si con ello podían acceder a ese destino que siempre les eludió mientras se desmigaban en un reguero de diarios, sueños y cadáveres. Y aunque ni uno solo de los Nomai llegó jamás a su meta, su legado, que puede desandarse en todo tipo de ruinas y recuerdos, es el haber sido testigos de la juventud de las estrellas.
Tu viaje en Outer Wilds empieza de manera similar, pero a la inversa. Arranca cuando despiertas con los ojos clavados en algo que ocurre al otro lado del cielo, en la órbita de un planeta o una luna, demasiado lejos y demasiado pronto como para entenderlo. Hay una mezcla de confusión e ignorancia velada por una curiosidad muy semejante a la que impulsó y consumió a los Nomai, un querer cruzar el espacio exterior para mirar las cosas de cerca. Luego, mientras te haces con los controles y te dan un curso acelerado de movimiento en gravedad cero y reparaciones de nave espacial para todas esas veces que vas a estrellarla durante tu aventura, el objeto de aquella primera visión se diluye poco a poco, pero el poso de su insinuación no se borra: lo lejano, lo cósmico, lo inconcebible permanece como un runrun combustible.
En el lugar en el que todo comienza, una pequeña aldea de un planeta llamado Lumbre, compuesta de unas pocas casas en torno a un río y rematada en un observatorio y una torre de lanzamiento, todos parecen compartir esa ensoñación. Los lumbreanos, fundadores y responsables del programa de exploración espacial Outer Wilds, pasan sus días y sus noches con los cuatro ojos puestos en el firmamento, como si su curiosidad y ansia de ver y conocer fuese algo que llevan en los genes; como si con solo dos ojos no fuese suficiente. Desde que realizaran su viaje inaugural y su primer alunizaje, los miembros de Outer Wilds fueron sumando rincones y regiones de su sistema solar hasta tener un mapa general de la coreografía de órbitas e interacciones de todos los cuerpos celestes que lo componen. A día de hoy, con las cartas en la mano, se dedican a ir llenando huecos, a explorar y recopilar eventos y curiosidades. Desperdigados por todo su infinito cercano, los cosmonautas de Outer Wilds pasan sus días siendo testigos de todo tipo de acontecimientos universales. Observando.
A ellos te sumas una vez te dan los códigos de lanzamiento de una nave flamantemente destartalada. Subes la torre de lanzamiento en ascensor, te encaramas al vehículo y, sentado en la silla de mando, enciendes lo propulsores. Sin más dirección que la posibilidad de repetir el viaje original que llevo a los Outer Wilds a su luna más cercana —al fin y al cabo, es tu primer viaje y tampoco conviene pecar de demasiada ambición—, en apenas unos segundos atraviesas la atmósfera y te ves delante de la esfera de roca gris que gira alrededor de Lumbre.
Allá te recibe un viejo lumbreano que emplea su retiro en silbar y mecerse en el patio trasero de su casa. Entre aburrido y olvidado, cuando hablas con él te ruega entre dientes que no te vayas, que le des un poco más de conversación, que le hables de cualquier cosa. No es difícil imaginar por qué se quedó allá arriba, solo y sin nada que hacer más que mirar al horizonte, cuando ves ese pequeño punto azul pálido de Lumbre y te lo imaginas como fondo de su rutina. Pero también es fácil entender que esté tan desesperado por hablar con alguien, intuir que las grandes postales cósmicas de Outer Wilds tienen dos caras: son un premio increíble a la osadía de aventurarse hacia lo desconocido, pero también una trampa para los románticos. Porque algunas visiones agitan tanto el alma que hacen imposible dejar de mirarlas.
Hasta este encuentro, Outer Wilds va un poco en piloto automático. La escala de su propuesta y las posibilidades de todo un sistema solar explorable son suficientes para poner en marcha la parte más superficial de sus dinámicas, que reposa a medias en aquella curiosidad por saber qué es aquella explosión que ves nada más llegar y el puro feel de pilotar una nave por el vacío cósmico. Todo cambia de eje, no obstante, cuando uno de los primeros acontecimientos importantes a los que asistes es tu propia muerte, cuando aquel sol que sobrevivió a los intentos de los Nomai de sacrificarlo para cosechar su energía sucumbe a la edad y se muere de viejo. A los veintidós minutos de juego, el orbe de fuego se comprime y estalla en una explosión sideral que se lo lleva todo por delante: allá va la luna y su viejito, Lumbre y sus lumbreanos, el espacio exterior y todos sus náufragos. Tu gran momento no dura ni media hora, tu viaje termina sin que te des cuenta y tu gran colección cósmica se reduce a un satélite local.
O, a menos, así debería ser, pero tras la explosión, vuelves a despertar. Ves pasar toda tu breve vida de juego por delante, imagen a imagen, hasta que regresas al inicio, reabres los ojos y te vuelven a recibir la explosión lejana, la noche y la Lumbre que hace unos instantes se había volatilizado. Todo parece inalterado y ajeno a ese destino horrible y que, desde este lado de la existencia, el que no se mide en tiempos astrales sino en vidas cortas y aceleradas por la necesidad de sentirse aprovechadas, se siente tan prematuro. Sin embargo, la onda expansiva del estallido solar toca algo invisible y más profundo: resignifica todo Outer Wilds, proyectando sus excursiones espaciales contra la sombra constante de que hagas lo que hagas, cuando pasen veintidós minutos vas a volver a desaparecer. La muerte es siempre el final del camino.
A partir de este punto, la aventura de Outer Wilds discurre en ramas. Coleccionar paisajes y atestiguar la danza de los planetas, que muchas veces se rozan hasta que parece que van a chocarse y otras son apenas bolitas coloreadas colgando entre el resto de cuerpos celestes, sigue siendo lo que alimenta la caldera de la nave, pero a base de morir y desmorir emergen reflexiones en torno a esa misma muerte, al paso del tiempo, a lo que significa aprovechar la vida propia, al ciclo de una existencia que ni empieza ni termina, simplemente se sucede, etapa tras etapa, con las cenizas de lo que se va abonando lo que llega para ocupar su lugar. Y también, inevitablemente, la imposibilidad de morir del todo enciende una búsqueda casuística y una posible salida del eterno retorno.
Como cuando intentas comentar el asunto con los otros lumbreanos te responden entre chistosos y preocupados que si estás mal de la cabeza y si eso va a afectarte en tu primer despegue —para ellos siempre será tu primer día, aunque hayas peinado hasta la última estrella del universo—, la opción alternativa es ir a buscar a tus compañeros astronautas. Por suerte, son fáciles de encontrar, porque a pesar de estar diseminados por todas partes, todos ellos coexisten en una canción, a la que cada miembro aporta un instrumento: Chert y su tambor, Riebeck y su banjo, Gabro y su flauta, Feldespato y su armónica. No pueden oírse entre sí, pero la tonadilla que tocan al unísono es un lugar común en el que se reúnen desde sus soledades particulares, y para sumarte basta con sacar tu señaloscopio reglamentario, apuntarlo en la dirección de alguno de ellos y envolverte en su música.
Algunos son más conscientes que otros de que están atrapados en un bucle temporal. Riebeck está demasiado ocupado en mantener a raya su miedo al espacio y Feldespato en sobrevivir a un accidente que la borró de la geografía músical de Outer Wilds, lo que hizo que la dieran por muerta. Gabro, por su parte, es plenamente consciente, pero en aceptación resignada espera cada una de sus muertes tirado en una hamaca plácidamente, sin soltar la flauta y sin el menor atisbo de preocupación. Con Chert, la cosa es un poco más complicada, porque hay algo de determinismo irónico en que el mayor experto en supernovas del programa Outer Wilds, dedicado a mapear los estallidos de soles lejanos que se suceden de tanto en tanto en el grano de la imagen del juego, acabe su vida vaporizado por su caso de estudio más cercano. Así, de la feliz ignorancia pasa a la negación temerosa cuando, hacia los quince minutos de viaje, las señales del fin se le hacen evidentes, para luego, justo antes de la detonación, reconciliarse con su destino e invitarte a sentarte a su lado para ver qué ocurre cuando todo deja de ocurrir de golpe. Cuando el universo observado se queda sin nadie que lo observe.
Esta noción que se trenza cuando compartes la hoguera de Chert y te fundes un malvavisco con vistas al fin del mundo está grabada a fuego en la esencia de Outer Wilds. Está en la presencia que tienes en su universo, en el que te incrustas con el único cometido de recorrer su cosmología espaciotemporal para observar y atestiguar lo observado. Está en el tejido que ata todos sus rincones visitables, en la manera en que aprendes las lógicas y reglas que ordenan la obra para penetrar progresivamente en las capas más profundas de su topología. Está en lo temático, en cómo se construye una ecología del enfrentamiento con lo inevitable, con ese espectro que va desde el terror absoluto a la resignación plena. Y está discursivamente en la urdimbre retórica que envuelve todo Outer Wilds, desde ese punto inicial en que el Ojo del universo se clavaba en los Nomai hasta el epílogo en el que gracias al conocimiento legado a pergaminos y paredes consigues terminar por ellos el viaje al centro de todo lo observable.
Juntas, todas estas capas se van superponiendo y revelando el tamaño conceptual inmenso de la obra de Mobius Digital. Jugar a Outer Wilds lleva la mente a los viajes espaciales de No Man’s Sky, a la poética de la muerte aceptada como parte de una existencia compartida y continuada en Orchids to Dusk, a la retórica de la repetición de Majora’s Mask, a la territorialidad fragmentada e interpretable de Breath of the Wild, con el que comparte también la localización del clímax en el centro simbólico y material de su mundo. En Outer Wilds no hay un camino fijo, solo cartas solares y redes de información que sirven más de brújula que de mapa, y una vez consigues hacerte con la imagen global de su contexto, terminar una partida completa no lleva más de unos quince minutos. Pero aquí romper el ciclo es una decisión llena de consecuencias, para ti y para tus congéneres, así que es imposible tomarla a la ligera. Porque, de hacerlo, no eres solo tú quien escaparía al bucle y se fundiría con el sol en un último aliento: si te vas te llevas a todo el mundo contigo. Lo último que verías sería como desaparecen.
Y a ello vas cuando te reúnes con ellos en la conclusión del juego, al final de los sitios y las horas, en un velorio al sol hecho de pinos, brasa y canción. La aceptación trae consigo la reunión, la consolidación de ese lugar común hecho de hogueras satelitales y voces instrumentales que, a modo de despedida, se precipitan en un espacio hecho de todos los espacios, donde colisionan todos los tiempos, y desde el que la totalidad del universo observable cabe en cuatro pupilas. La manera en que Alex Beachum y Loan Verneau, desarrolladores principales de Outer Wilds, representan ese trance final, ese punto de paso entre la consumación de lo que existe y lo que va a empezar a existir, es algo en lo que prefiero no entrar en detalles, tanto porque no sé si podría transcribir mi posicionamiento emocional como por lo invasivo que sería expresarme en esos términos. Outer Wilds hay que morirlo para contarlo.
Basta decir que en ese colofón en el que el universo observado del juego se comprime en un único punto, en el que toda la incertidumbre cuántica que atraviesa transversalmente el tronco discursivo de la obra, se precipita y conjuga en una única y absoluta realidad, hay una intuición de que el final es un puenteo para un nuevo inicio. Lo que sea que venga después, cuando ya no existes en Outer Wilds, ocurre porque estás ahí para observarlo, para entregarle unos ojos que lo consolidan, lo atestiguan, le dan una forma y luego desaparecen para que viva su propia incertidumbre, crezca, se expanda, albergue nuevos eventos y postales, hasta que le llegue su propia e ineludible muerte. Con la serenidad de que el ciclo se perpetuará mientras haya nuevos ojos que lo observen crecer, expandirse y estallar entre luces y colores.
Una explosión tras otra, eternizadas, pero enmarcando la aceptación y la celebración calmada de la existencia finita. Finales que son comienzos, porque todo sigue, gracias a uno, a pesar de uno, en conjunción con uno. Así que último viaje es verse a uno mismo terminar, incrustarse en el universo de lo observado y prolongarse hasta encontrar el último punto del infinito. Y allí sacar un banjo, una armónica, una flauta, un tambor o simplemente mecerse y silbar. Despedirse entre los pinos, la música y la buena lumbre. Fundirse un último malvavisco. Observar como todos se van. Ser observado y haber existido. Marcharse acompañado.