Fumando en el trabajo, hablando de la vida, de las cosas cotidianas, alguien da una mala noticia. Una noticia que no está basada más que en algo que se ha oído en los pasillos, un rumor al que se le da más importancia que la propia verdad, por muy negativo que sea este rumor. Nadie se para a pensar en la veracidad del asunto, no hay hueco ya para pensar en positivo, ni ganas para investigar si el rumor es cierto o no. Se asume como cierto, aunque eso deje a todo el mundo estresado o triste. Pensar en grande no a todo el mundo le sienta bien.
En la carretera, dos coches se rozan levemente en una rotonda. El conductor de un coche le dice al del otro mediante un lenguaje inventado de gestos, que si está ciego, que tenía que haber puesto el intermitente. Poco después ambos coches se paran en un semáforo cercano. El conductor del coche que ha recibido el roce se baja del vehículo y se dirige al otro coche. El otro conductor le ve por el retrovisor y se imagina que será un encontronazo agresivo y se acuerda de cómo le había perdido el respeto hace apenas unos minutos por algo que realmente no es importante y teme por su integridad física. El otro conductor lejos de ser brusco o agresivo le informa del roce, y se disculpa por lo ocurrido anteriormente. La capa de ira desaparece mientras se abre la puerta.
No se puede controlar todo, pero eso poco le importa a esa chica que tiene en su cerebro todo un mapa de acción sobre un hecho que aún no ha ocurrido. Ella está convencida que lo que está pensando va a ocurrir y no puede dejar de pensar en la forma de zafarse de ese problema. No se da cuenta de que todo el tiempo que falta hasta que ocurra sigue siendo tiempo. Pero está fuera de la realidad, no hace caso a las probabilidades ni a los datos, y si mucho más a sus emociones incontrolables que no la dejan escapar de un único pensamiento que se repite, y que le consume como un cigarrillo. Al final su problema se desvaneció, y ella perdió mucho tiempo.
Una pareja está viendo la televisión tranquilamente en casa, conversando sobre la vida cotidiana, hasta que ese camino les lleva a una pequeña diferencia de opiniones. Uno de los dos, de forma involuntaria ofende al otro. Esto le produce en su interior un incendio de emociones que finalizan en palabras mal sonantes y fuera de todo contexto que ni aluden al tema principal, afiladas y envenenadas para hacer más daño al oponente. Ya no importa lo que debía importar, ahora la supervivencia se apodera de la escena, como un tigre que protege con uñas y dientes una lata de coca-cola usada. Fuera de lugar sólo importa vencer al contrario, como el delantero que patea furioso un balón contra la red de la portería tras pitar el arbitro fuera de juego. La ira se ha hecho notar en un momento tan precioso, y ha ganado, por encima del amor y del respeto.
Un político famoso se presenta ante todo su público. Realiza un discurso excelente, estudiado, bien pronunciado y siguiendo todas las indicaciones de su asesor de imagen. No era fácil contener las emociones y lo ha hecho. Todo un éxito rotundo en el antiguo arte de la oratoria. Pero claro, pedir perdón y reconocer los errores de forma sincera y desinteresada no se contempla como posibilidad en una exposición de estas características. “No puedo creer que estén convencidos de lo que he dicho, no se ni cómo lo voy a hacer, y no tengo ni idea” se decía a si mismo, intentando que no se le notara ni un ápice. La publicidad persuade, no engaña. Como aquél que toca la guitarra, la parte humana de este señor quedó encallecida con el tiempo, y apenas recuerda cuando se sentía mal por mentir públicamente, pero la herida no cierra del todo.
El metro aloja todo tipo de personas, todas las que tengan interés en transportarse de un lugar a otro y hayan estudiado que la ruta en metro es la óptima para sus propósitos. Se empieza a escuchar a alguien hablar. Pide limosna y afirma que no es para droga, y a cambio, toca un instrumento. Una vez termina la actuación se pasa por todos los asientos del vagón de metro ofreciendo una especie de tela en la que algunas personas dejan algo de dinero, mientras algunos le ignoran completamente. Un chico lleva los cascos muy altos y no ha oído nada. Estaba escuchando una canción que le gustaba mucho y este señor hablaba demasiado alto e interfería en su escucha. Al subir el volumen todo volvió a la normalidad.
Esperar la cola para comprar “lo fresco” en el hipermercado debe ser muy aburrido. Tanto como para hacer que un padre con una niña en brazos espere un ratito más si está en la mano de una señora mayor que acaba de mentir al decirle al tendero el número de turno que tenía en la mano, aprovechándose de su buena fe. Lo que no sabía ni quería saber es que el padre se había dado cuenta y buscaba la mirada de la señora como el que busca una aguja en un pajar, sin encontrarla. “Se ve que las señoras mayores que se cuelan en la cola del hipermercado tienen derecho a que sus maridos aparquen en las plazas para familias y minusválidos”, decía su mujer cabreada.
En el colegio hay muchos chicos y chicas que obligados van a aprender lo que los profesores les enseñan. Son pequeños, pero ya apuntan maneras. En sus casas les enseñan a discriminar lo diferente, ya desde pequeños, todo debe ser uniforme. Por eso está justificado que un chaval que se interese por algo diferente quede separado, y tenga que desarrollar fobias escolares para defenderse. Está todo pensado. Siempre hay una primera vez para perder el respeto a alguien, quitarle el bocadillo, o hacer que se arrastre. El entrenamiento para la vida lo llaman. ¿Os acordáis aún del empollón de la clase?, pues ahora no tiene un duro y el más popular ahora es drogadicto. La foto completa es un cuadro complicado de ver para algunos y muy bello para otros, pasados los años. En realidad nos han diseñado diferentes, y todos tenemos mucho miedo. Somos niños grandes. Qué difícil ha sido siempre entender al de al lado.
Lo peor es que la publicidad, en todas sus facetas que son muchas y está en todas partes, nos dice que todo va bien, que si no sale en el telediario no pasa nada. Los hábitos del lado oscuro son sólo eso, estilos de nuestra vida rutinaria de los que no nos damos cuenta pero que son como una inyección de plástico en nuestro cerebro, como una enfermedad que nos va consumiendo de ira. Lo vemos todos los días mientras vamos por la calle pensando en mil cosas, tan absortos que no somos capaces de recordar nada o casi nada de lo que vemos. Por eso nos parece tan creíble eso de que todo es igual, pero ni nos acordamos de lo que hemos desayunado, o de que color eran las toallas del baño esta mañana.
En este estado vamos asumiendo negatividad a todas horas, en el metro, en la tele, en el hipermercado, en el trabajo, en las conversaciones de otras personas, pero cuando llegamos a casa después del trabajo ni nos acordamos, le pegamos cuatro gritos a la persona con la que compartimos nuestra vida y ya está, lo más normal del mundo. En vez de dedicar tiempo a analizar esto, preferimos cultivar nuestros músculos en el gimnasio, hacer dieta, mirar algo en internet… son cosas que nos parecen más normales. Es complicado realmente fijarnos en nuestro alrededor y darnos cuenta de lo que hay ahí, nos es muy hostil olvidarnos de nosotros mismos.
La mayoría de las personas que conozco no son conscientes de cuánto les afecta su entorno. Yo creo que con pequeños gestos en la vida diaria nos sorprenderíamos de los cambios positivos que podemos causar a nuestro alrededor, de la misma manera que nos contaminan. Pero quizá tú no lo necesitas, ya sabes, los libros de auto-ayuda no son lo tuyo, tú te buscas la vida y está bien que seas así. En realidad siempre hay un momento en el que podemos decidir entre mal y el bien y muchos ya nos arrepentimos de no habernos dado cuenta antes. Yo creo que hay que fijarse bien en esos momentos, igual que cuando cuando eres consciente de que has bebido demasiado. No todo está perdido hasta que está perdido de verdad y se puede demostrar.