Columna: Dime cómo juegas y te diré cómo te encuentras

Columna: Dime cómo juegas y te diré cómo te encuentras 4

Hace más de una década, en la sexta generación de consolas, un colega me llamó para que fuera a su casa con mi PlayStation 2 y alguno de los nuevos juegos que había adquirido. Él tenía Xbox, y en su casa se había juntado con algunos amigos suyos, que a unos conocía y a otros no, para montar una sesión de juego por partida doble. Sin pensarlo, aparte de otros juegos, cogí Dog’s Life, un juego que salió en 2003 para la segunda consola de Sony. Con un argumento ultraclásico (rescatar a una perra de la que Jake, el Foxhound americano protagonista, se ha enamorado), el juego despliega un buen diseño de juego, con distintas reglas y mecánicas, es variado en escenarios y permite alternar entre 15 razas de perro distintas. Contaba además con momentos muy divertidos, como los concursos de orinar, en los que competíamos contra otros canes. El caso es que, en un momento dado, uno de esos amigos de mi colega que yo no conocía, soltó un comentario mientras les enseñaba Dog’s Life: «Bueno, vamos a jugar a un juego de verdad o qué», y se rio ufano. Yo me quedé callado, sin saber o sin querer qué decir, porque el comentario despertó en mí una mezcla de lástima y asco. El palabro todavía no había invadido todos los espacios mercadotécnicos ni se habían desarrollado todas esas identidades distintas en torno a él, pero en retrospectiva me doy cuenta de que ese pavo era todo un gamer.

Supongo que Journey of the Broken Circle, desarrollado por el estudio danés Lovable Hat Cult y publicado hace justo un año, tampoco será un juego de verdad para ese tipo de gente tan ensimismada con su noción de la puridad videolúdica. Siempre se dice, y es cierto, que los videojuegos han madurado desde sus inicios, pero han madurado tanto como les queda por madurar. Especialmente, en el tratamiento de la información queda aún todo un camino por recorrer, sobre todo si la dependencia respecto al marketing se convierte en el único modo de conocer la existencia de un determinado título. Porque si los videojuegos fueran juzgados igual que otros medios, un título como Journey of the Broken Circle no habría pasado tan desapercibido como lo ha hecho para la prensa especializada, incluso la especializada en lo indie (a pesar de que se llevó premios en Indie Showdown Contest, IndieCade, Game Connection Europe o los premios daneses Spilprisen).

El juego de Lovable Hat Cult posee esa aparente simpleza en el diseño que tanto agradezco hoy en día: un plataformas en el que apenas hay que utilizar dos botones y el control de movimiento, corto (tanto que se completa sin problemas en una mañana o una tarde) y con una historia digna de ser contada y jugada. Y está ejecutado con belleza, con precisión técnica y con un muy buen hacer en el arte de colocar palabras seguidas unas de otras.

La historia de Journey of the Broken Circle sabe a cuento europeo, más en concreto a cuento danés, en la más pura tradición de Hans Christian Andersen y toda su didáctica y pedagógica obra. De hecho, el juego es una visión ampliada y videolúdica de su ya universal relato El patito feo. Con la diferencia de que aquí el patito es un circulito, un circulito al que le falta una porción para estar completo. Así, pese a que exhibe la forma del mismísimo Pac-Man, no se siente satisfecho ni a gusto con su existencia, y decide emprender un viaje en busca de esa porción de sí mismo que le haga alcanzar la completitud. Todo ello en una estética 2D plana (en este sentido es reminiscente de Pikuniku.) que sabe combinar con mucho acierto la paleta de colores: donde los temas serios o profundos suelen ir acompañados de colores apagados y oscuros, el juego, salvo ciertos momentos, hace gala de un cromatismo vivo que se conjuga con calmados tonos pastel.

Si el argumento o la estética no te parecen lo suficientemente atractivos, su cuidada, inteligente y emotiva narrativa tal vez lo haga, no solo a través de las mecánicas, sino también de los escenarios, los personajes y los diálogos. En cada nuevo escenario, nos encontraremos con un personaje que hace las veces de la porción que le falta a nuestro Circulito Feo, personaje-porción que le otorgará al protagonista una nueva habilidad, aparte del salto, con la que superar distintos obstáculos: desde escalar, pegarse a las paredes, flotar en el aire o… la tan ansiada perfección. Pero con cada nuevo personaje-porción que se encuentra el circulito, desarrolla una relación, a veces de dependencia, otras de pura empatía, y tendrá que enfrentarse a las decisiones que toma esa otra parte de la relación.

Mediante este diseño la ampliación de las mecánicas se convierte también en la manera de hacer avanzar la trama y que nuestro protagonista descubra que las relaciones personales, sean de amor o de amistad, son complejas, que no siempre las cosas salen como nos gustaría, que debemos respetar las decisiones de la otra parte aunque vayamos a echarla de menos, que no todo tiene por qué ser perfecto y que cuando alguien se va no siempre es el fin, sino que puede ser el principio si sabemos manejar la situación con soltura emocional, por mucho que nos duela.

La seriedad del tema único de Journey of the Broken Circle es tan obvia como escapista. Hay momentos de mucho dramatismo, pero concentrados y bien separados del resto (no es baladí, nuestro Circulito Feo llega a colocarse frente al abismo con la intención de saltar), que adoptan el tono general de fábula, con personajes que nos hacen sonreír sin oposición posible, como el árbol de globos que da lecciones de existencialismo o un dios que no representa más que una burla a los gurús de la autoayuda, el crecimiento personal y el coaching. Así, en su particular monomito, nuestro circulito experimentará la depresión y saldrá de ella, descubrirá la ayuda mutua y se dará cuenta de que nunca debemos hacer algo que en realidad no queremos hacer. Todo a través de escenarios variados, a veces en consonancia estético-emocional, en la que el escenario y la interacción con él reflejan el estado de ánimo del protagonista, y las más en disonancia, donde el calor cromático de los escenarios presencia procesos de gran carga reflexiva.   Como su nombre indica, el título es un viaje, pero un viaje que invita a la relajación, con la ayuda de una dificultad sencilla (no más que la de Gris), y sobre todo a la introspección. Ya deberíamos saber que considerar la valía o no de un videojuego en base a lo difícil que resulta el progreso es una memez; por ese razonamiento ningún videojuego valdría la pena salvo los souls y sucedáneos.

Por otro lado, me veo obligado a hacer hincapié en lo pulido que está el juego en todos los aspectos, en el mimo artesano que le han puesto al desarrollo desde Lovable Hat Cult, porque es más que sobresaliente en animaciones, en la beldad de los escenarios y lo entrañable de las situaciones, en la genial simpleza del diseño de niveles, en la limpieza de errores de programación y la precisión con la que se ejecutan las mecánicas y la variedad de las mismas, en lo ingenioso de utilizar las leyes de la física y el realismo con el que se consigue transgredirlas, en la música original compuesta para la ocasión o en lo divertida y simpática que resulta la experiencia. En definitiva, es una de esas tantas pequeñas joyas que pasan desapercibidas con injusticia por no transgredir, consciente o inconscientemente, alguno de esos límites o categorías artificiales que tan intelectualoides se antojan, como, digamos, la narrativa emergente o la disonancia ludonarrativa.

Ya escucho a las plañideras gamer: «Es un juego para niños». Sí, la clasificación indica que se puede jugar a partir de los 3 años, y no se me ocurre una forma mejor de presentar a los más pequeños temas tan universales como la búsqueda de la felicidad, el miedo a estar solo, la tristeza… u otros más específicos como la necesidad de establecer relaciones sanas o la propia conciencia sobre la valoración de los demás y cómo nos ayudan en nuestra vida.

Y para los grandes también. Por ejemplo, para mí. En una sucesión de ciclos estacionales que se me ha revelado como un annus horribilis ad nauseam par excellence, con problemas económicos, profesionales, de salud, familiares y personales, di con el juego de casualidad. Llegué a él ojeando las ofertas de la Nintendo eShop, y decidí comprarlo al ver que estaba a 0,99 (se me quedó en 0,36 por puntos que tenía acumulados). Dos coincidencias. Otra es más personal, porque el juego, con todo lo que trata sobre las relaciones con los demás, me ha llegado en un momento en el que yo mismo no he sabido manejar bien mi relación con uno de mis mejores amigos. Uno que conozco desde la guardería, que fue compañero de clase los ocho años que duraba la antigua EGB, que nuestras primeras compañeras sentimentales eran vecinas de toda la vida una de la otra… y así podría seguir quinientas palabras más. La cagué. Fui un completo gilipollas. Y en un ataque de ansiedad provocado por mi año gafe, tuve una salida de tono fea, que era una recriminación. Y encima por WhatsApp. Ahora no me habla, y no le culpo, lo comprendo perfectamente, porque él también arrastra problemas. Solo espero que se solucione, sea como sea, porque es una persona sin la que, por supuesto, puedo vivir, pero no me gustaría, sobre todo por un accidente sanable. Yo ya he hecho todo lo que está en mi mano: le he pedido perdón y le he transmitido mi disponibilidad para hacerlo de nuevo, en persona, tantas veces como sea necesario.

Y toda esta serie de coincidencias me hizo recordar uno de los mejores capítulos de Expediente X, «El reposo final de Clyde Bruckman», en el que Mulder le dice a Scully: «Si las coincidencias son solo coincidencias, ¿por qué parecen tan elaboradas?», lo que me separó por unos instantes de mi habitual apego a la razón y dejó que me invadiera un romanticismo espontáneo. A veces viene bien, porque una racionalidad desbocada, un análisis pormenorizado y exhaustivo de todo lo que te ocurre en el plano personal, a veces se convierte en el mejor pastor hacia las pesadillas; pesadillas en las que verte a ti mismo o a los demás como un patito feo y no como un cisne.

Journey of the Broken Circle es un juego que no trascenderá en la historia del medio, en el sentido de que no se recoja en alguno de los libros del tipo «100 juegos que jugar antes de morir» o «100 juegos que cambiaron el mundo para siempre». Pero me da igual. Ha trascendido en mi historia y lo habrá hecho en la de muchas otras personas. Y eso no hay ventas ni GOTY ni Game Awards ni lectura objetiva posible que lo pueda discutir. Porque es mío, y porque es tuyo. Es otra de las bondades de cualquier manifestación cultural, de cualquier forma de ficción, que en ocasiones llega en el momento menos esperable y de la forma más inopinada para darte una alegría, para entusiasmarte, para descubrir una parte de ti que no conocías y mejorarla o para transformar tu mirada al mundo tras interiorizar alguna de sus reflexiones. Tal vez te diga: «eh, ¿qué tal? ¿Necesitas ayuda?»; o a lo mejor te concede una honesta voluntad para que tú se lo digas a alguien. Porque sea cual sea nuestra forma geométrica, siempre podemos encontrarnos con otra distinta y sentirnos plenos aun sin saberlo.

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