Les jugadores – como diría el expresidente de los catalanes – hacen cosas. Saltar, correr, disparar; explosión, carrera, combate. Demasiadas cosas. Los videojuegos nos obligan a hacerlas. Y son cada vez más cosas, más llamativas, durante más rato. Parece que es importante e incluso imprescindible que no puedas dejar de hacer cosas, que no haya tiempo para pensar, que no puedas aburrirte. Una diversión infinita.
Es algo que detesto y que a menudo me hace pensar que no me gustan los videojuegos. Al final y al cabo, si es pura diversión debería agradarme, ¿no? Cumplir misiones, subir de nivel, conseguir loot, recoger coleccionables. Y de nuevo: cumplir misiones, subir de nivel, conseguir loot, recoger coleccionables. Parece que hay que entrar en un ciclo de divertimento que no termine, que distraiga las neuronas, que nos haga sentir que, efectivamente, estamos jugando a un videojuego. Y sin embargo, lo detesto. He perdido la cuenta de cuantos juegos he cerrado para no volver a abrir en el momento en que me empujaban al vacío de un árbol de habilidades. Un árbol con sus ramas y ramificaciones, y ramificaciones de ramificaciones, y especialidades, mejoras, combos, niveles, puntos, porcentajes… ¿es necesario que piense en todas esas cosas?
Hace unos días comencé a jugar la remasterización de Mass Effect y no exagero si digo que únicamente he seguido jugando porque me permitía subir de nivel de forma automática a mi personaje y el resto del pelotón. Entiendo que habrá a quien le guste ese tipo de gestiones, pero a mí me resultan tremendamente molestas cuando se trata de un juego en el que la gestión no es el centro de su propuesta sino un añadido más. Porque los videojuegos siempre tienen que añadir más. Nunca es suficiente.
Otro caso reciente, y este sí terminé por abandonarlo, es el de Stray. Ya se ha dicho mucho sobre el juego y creo que todes les que seguimos su promoción quedamos advertidos con aquel infame tráiler que convertía un juego sobre ser un gato en un shooter… sobre ser un gato… que dispara. El resultado final me produjo exactamente la misma desazón que el paso de los primeros tráileres a los últimos: dejé de jugar en cuanto disparar pasó a convertirse en un verbo relevante. Me habría bastado con ser un gato: andar por ahí, saltar sobre los edificios, rascarme las uñas contra el sofá. No necesitaba nada más.
Pero supongo que se trata de estar entretenido, de hacer cosas. Todo el rato. Distracciones. No puedes simplemente andar: hay que hacer algo más. Siempre más. Y a mí, personalmente, me aburre. Ni siquiera he probado Cult of the Lamb precisamente por eso: no me apetece tener que enfrentarme a un roguelite mientras gestiono un culto infernal. No quiero sentirme en la obligación de manejar las cifras de mi secta y organizar mi campamento mientras me doy cabezazos contra la mesa por no ser capaz de derrotar a otro jefe. Me cansa incluso pensarlo. Siento que con una de esas cosas me habría bastado, no necesito más y más y más. Si esa es la diversión que los videojuegos pueden ofrecerme, no la quiero. Renuncio. Me cansan los videojuegos.
Es algo que llevo arrastrando un tiempo y que me ha costado comprender. Esa idea que viene de lejos e insiste en asociar la diversión con la acumulación de determinadas tareas es completamente arbitraria e injusta. Y no estoy diciendo que todos estos juegos no sean divertidos, o no puedan serlo. Pero la diversión, como cualquier estado de ánimo, tiene que ver con un estado fisiológico y mental que resulta personal e intransferible, y por tanto no puede universalizarse. Y a mí no me divierte, al menos no ahora (estas cosas también dependen del momento vital), que un videojuego trata de estimularme saturando mis sentidos de forma continua. Me satura. En cambio, siento que me divierten juegos más tranquilos, que optan por dejarme ser y estar en su mundo, que dejan que sea yo quien marque los ritmos y las acciones, que no tratan de tenerme en ocupado en todo momento.
Me ha ocurrido con Norco, una aventura conversacional que se limita a construir un mundo interesante, plantear una historia más o menos cerrada y dejar que les jugadores sean partícipes de ella a través de una exploración muy reducida y directa y unos diálogos cuyas variaciones, de nuevo, no son excesivamente amplias. Es un juego que no intenta ser más de lo que debería: un par de mecánicas, un diseño visual y sonoro atractivo, una trama bien construida. Y un texto bien escrito. Poco más. De hecho, incluso Norco incluye algunos elementos más gamey de la cuenta – véase la inclusión de los combates puntuales –, que no empañan la experiencia pero ejemplifican esta idea tan arraigada en el medio de que el videojuego debe ser, sobre todo, jugable. ¿Dónde quedaría, de lo contrario, la diversión?
Pues si diversión supone saturar los videojuegos de mecánicas de reto, de recompensa, de combate… me gustaría dejarla lejos, muy lejos. Una de mis autoras favoritas es Valerie Dusk, y en sus juegos no hay apenas mecánicas: andar a través de espacios pesadillescos, observar el entorno, reflexionar sobre ello. No siempre necesito que haya enemigos a batir, tiempos que superar o paredes que construir. A veces la diversión puede estar en cosas mucho más simples y relajadas: en pasear por el mundo abandonado de Desert Dreams, en convivir con el resto y cuidar el entorno en Mutazione o en revivir momentos de otra vida en Promesa. A veces no hace falta más.
Pero se trata de hacer más que pensar, de responder más que preguntar, de ejecutar, constantemente, sin tiempo para el descanso. Y ya os digo: si esa es la única diversión que me ofrece el videojuego yo me declaro profundamente en contra.
Siempre me quedará el aburrimiento.