Como comunidad, como subcultura y como industria, somos un colectivo que se desespera por sentirse validado. Año tras año, polémica tras polémica, nuestra apreciación más o menos sana por lo que cuatro líneas de código puedan hacer se ve enfrentada a la realidad de que no todo el mundo aprecia los videojuegos. Este toma y daca entre Nosotros y Ellos pudo haber adquirido matices peligrosos hace 25 años, cuando había legislación que realizar; pero ha pasado mucho tiempo, y lo que originalmente fuese una batalla campal por la legitimidad del medio ha degenerado en una dialéctica hegeliana de efectos soporíferos.
En esta batalla retórica, a la que tanto unos como otros contribuimos de forma puntual, recurrimos a tácticas de cualquier tipo para ganar posiciones. Muchas veces nos gusta apoyarnos en nuestras hermanas mayores y nos alimentamos, como buitres, de los argumentarios y esquemas elaborados en otras áreas de entretenimiento. Yago de Hita hablaba hace poco del poder legitimador que el espectáculo audiovisual ofrecido por ferias como el E3 conferían a la imagen de la industria. Del mismo modo, el uso de esquemas teóricos provenientes de áreas del cine, el cómic y la música han permitido aupar figuras selectas del medio a la condición de Profetas o Niños Elegidos, que nos guían hacia ese mundo digital al que tanto soñamos (y seguimos soñando) con escapar. Y, aunque como toda secta improvisada, su duración depende de la relevancia de sus líderes, ninguna ha ejercido un impacto tan notorio como la de Hideo Kojima.
Al igual que otros diseñadores-prodigio como Shigeru Miyamoto, Yu Suzuki, Peter Molyneux, Ken Levine y David Cage, Hideo Kojima mantiene un aura de genialidad que casa en buena medida con los planteamientos de la Teoría del Autor. Como ya definiera Andrew Sarris en su artículo Notes on Auteur Theory, esta teoría mantiene los siguientes postulados:
- El Autor debe poseer un nivel de competencia mínimo para ser considerado como tal.
- Un Autor debe mantener ciertas continuidades temáticas en torno a sus obras que inviten a compararlas y dibujar un cuadro general.
- La obra del Autor debe contener algún tipo de tensión antagónica entre la personalidad de éste y la naturaleza del material con el que está trabajando.
En el contexto que nos ocupa, la primera norma de la Teoría del Autor puede evadirse si aplicamos la cláusula de la Teoría del Autor Vulgar, acuñada por Andrew Tracy hace diez años. Ésta sugiere que es posible considerar el trabajo de autores incompetentes o, en el mejor de los casos, dedicados a obras de “baja estofa” (como el terror, la fantasía o la ciencia ficción) o a formatos “menores” como el cómic y (ejem) el videojuego. La segunda, en cambio, es fundamental, y la repetición de temáticas y ritmos narrativos es algo en lo que Kojima ha insistido de forma visible. La tercera norma, sin embargo, nunca ha tenido más relevancia que en los últimos cinco años, con Kojima ascendiendo al papel de víctima y mártir de la misma empresa que le dio alas en primer lugar. No hace falta que os diga que los análisis de Death Stranding van a hacer alusión al desencuentro entre Hideo y su empresa nodriza, porque la campaña promocional ya se ha encargado de hacerlo.
Las acciones de Kojima me recuerdan, más que ningún otro, a Stan Lee y a su labor publicitaria con Marvel Cómics en particular y con el género de superhéroes en general. Al igual que sucedía con “The Man”, Hideo Kojima exhibe una personalidad excéntrica que lo encumbra sobre las masas anónimas de programadores que pululan los estudios de videojuegos. En su caso, su rasgo más característico es su fijación con el cine y su deseo de aunar aquél con los videojuegos. Al igual que otras figuras prominentes, su figura está envuelta en polémicas y airadas discusiones, y como consecuencia su obra se ve sometida a un escrutinio especial que la hace más relevante y significativa para el aficionado medio. Las consecuencias de este escrutinio son de doble filo: por una parte, cultivan una masa crítica que se mantiene dispuesta a analizar el potencial artístico de sus videojuegos. Por otra, provoca el surgimiento de prácticas venenosas que enfatizan el carácter excepcional del autor y lo someten a unas expectativas que alcanzan a ser ridículas. No fue hace mucho que Leigh Alexander otorgó a Kojima el papel de “salvador” de la industria japonesa y su lugar en el mundo.
Otorgar semejantes cualidades a cualquier creador es peligroso de por sí, pero se hace especialmente duro cuando este cultiva una imagen que invita a ese tipo de deificaciones. Dalí decía que, hablasen bien o mal, lo importante es que la gente hable de uno; y Kojima se asegura de que esto sea así. Además de una presencia digital ineludible, también contaba hasta hace poco con dos podcasts de amplia difusión. Más importante todavía, existe una legión de comentaristas, seguidores y fanáticos que sienten la necesidad de comentar cualquier opinión que el veterano tokiota se atreve a expresar. Aunque el brazo comercial centrado en torno a Kojima no alcanza el nivel de penetración y para-socialización de celebridades como Taylor Swift o las Kardashian, es suficiente como para que el público haya dejado de pensar en Kojima como un individuo y más como una imagen a la que podemos proyectar todo tipo de ansiedades y deseos.
Toda esta fanfarria puede parecer un ejemplo más del endiosamiento grandilocuente que se aplica a muchos diseñadores estrella, especialmente los japoneses. Pero el caso de Kojima merece especial atención por la conexión implícita entre el Kojima-Autor que se ha cultivado con los años y el Autor de Truffaut. No sólo se debe a que Kojima trata deliberadamente de que se hable de él en estos términos; también obedece a una estrategia deliberada para legitimar la viabilidad artística del medio a través de un reaprovechamiento de las tácticas empleadas por cinéfilos décadas atrás. En un breve y olvidado discurso ofrecido al recibir el Lifetime Achivement Award de la Game Developer’s Conference, Kojima confesó que su misión era conseguir que “los videojuegos alcanzasen el mismo reconocimiento que el cine y la música.” Bajo el contexto de esta frase, podemos entender algunas de sus declaraciones más chocantes, como la idea de que Death Stranding “no será divertido” hasta llegar a la mitad del contenido. También explica algunas de sus jugadas más atrevidas y menos logradas, como el supuesto tabú que se pretendía romper con Metal Gear Solid V, o la promesa de crear un Silent Hill que hubiese hecho a los jugadores “cagarse encima.”
Con una inquietud contagiosa, Kojima lleva intentando, desde hace bastante, elevar el videojuego a base de palos de ciego, y valiéndose del cine hasta un punto caricaturesco. Mi opinión hacia él es variada y cambia según tornen los vientos: a veces me divierte, otras me resulta inspirador, y últimamente siento que su fama está demasiado hinchada. Pero confieso que me resultaría difícil imaginarme este mundillo sin su presencia y sus contribuciones. Death Stranding podrá ser una obra maestra y cambiar la faz de los videojuegos, o quedar olvidada en apenas un año, pero lo que no se puede negar es que la gente ya está preparándose mentalmente para reaccionar a él. Y lo que tengan que decir u opinar dependerá de su capacidad para seguir impresionando o, cuanto menos, seguir llamando la atención.