Supongo que tú también lo has escuchado. Está en boca de todos. Seguramente en la de tu youtuber o streamer favorito y en cada vez más textos de la crítica, pero también en twitter, grupos de discord, hilos de reddit y lugares todavía más profundos y oscuros. Tal vez tú mismo lo has pensado, incluso escrito, o pronunciado: “salen demasiados videojuegos”.
Es una idea que ha ido ganando fuerza de un tiempo a esta parte. Parece que una mayoría del público -me refiero obviamente a un público asiduo al videojuego- se ha sentido abrumado por el ritmo de lanzamientos reciente. Pero, ¿qué hay de cierto en esas palabras?, ¿de verdad se publican tantos juegos? Supongo que podríamos convenir en que depende de lo que consideremos “demasiados” y del tiempo que dediquemos a jugarlos: no es lo mismo jugar un rato cada noche después del trabajo que jugar un par de veces al mes, o mantenerse enganchado durante horas cada día. También depende de tu radio de interés: hay una diferencia considerable entre limitarse a jugar los first party de una consola o hacer seguimiento de todos los lanzamientos de una plataforma como steam, ya no digamos itch.io o el mercado móvil. Podríamos discutirlo y buscar un punto medio, pero en última instancia creo que no es una cuestión de tiempo o de enfoque, y que la mayoría podríamos convenir que, efectivamente, salen muchos, muchísimos juegos.
Por ello creo que, una vez asumido que “salen demasiados videojuegos”, la pregunta que hay que hacerse es otra: ¿acaso estamos obligados a jugarlos? Y la respuesta no tiene que ver con el ritmo de lanzamientos sino con nuestros hábitos de juego. De hecho, más allá de lo que ya suene a lugar común, ni siquiera creo que alguien pueda lamentar seriamente que se publiquen “demasiados” videojuegos, sería totalmente absurdo (incluso si reducimos “todos” a los lanzamientos más mediáticos, que es lo que solemos querer decir con esa expresión).
Y aun pese al absurdo, yo mismo entro en contradicción. Si mi opinión sobre el tema estuviera en una balanza, de un lado caería una comparación: traducir una afirmación como esa a otros mercados culturales deja clara su absurdidad. Claro que salen demasiados libros, demasiadas películas. Ahora mismo, por todo el mundo pero también en tu entorno más cercano, se están escribiendo y rodando libros y películas sin parar. Nadie te ha pedido que las veas todas, no tienes porqué hacerlo, mejor ni siquiera intentarlo. Pero del otro lado caen con todo su peso mis hábitos de juego y la balanza queda del todo desequilibrada.
Sí, claro que salen demasiados videojuegos. Y no, no creo que haya que entrar en una carrera por jugarlos todos. Yo mismo intento -no digo que lo consiga- mantenerme alejado de hype y el fomo y demás procesos de ansiedad colectiva, pero a veces acabo cayendo y tampoco creo que esté mal bajar los escudos de vez en cuando. Ahora bien: si “salen” tantos juegos quiere decir que “hay” demasiados pendientes. Y ahí si caigo completamente derrotado. Hay demasiados juegos que quiero probar, y me encanta ir de uno a otro, picoteando.
Es algo que ha estado entre mis costumbres desde muy pequeño. Con cinco o seis años tuve mi primera consola, una Game Boy Color verde heredada de mi tío. Tenía varios juegos, recuerdo sobre todo Pokemon Amarillo y Metal Gear: Ghost Babel, pero eran varios más. Recuerdo jugar a uno y otro durante horas, muchas horas. Pero nunca terminé ninguno. Me pasó algo similar cuando un primo me regaló su vieja Supernintendo. Donkey Kong Country fue un antes y un después en mi relación con el videojuego, es uno de mis juegos favoritos, y por entonces jugué y rejugué cientos de veces algunos de sus niveles. Nunca, jamás llegué al final. De hecho, he vuelto a él decenas de veces años después, suelo hacerlo con regularidad. Y nunca lo termino. No quiero hacerlo. No hablemos ya de cuando mis padres compraron una PS2 y yo tenía edad y criterio para elegir qué juegos me llamaban la atención. Por entonces no teníamos dinero para juegos pero sí otras vías de acceso (llámense videoclub o Swap Magic), y mi proceder era siempre el mismo: devorar con ansia las primeras horas de juego para abandonarlo después sin un resquicio de pena. Imaginaos cómo se traducen esos hábitos al estado actual de la industria, con los servicios de suscripción ya totalmente normalizados, las ofertas diarias, los juegos que se regalan o el mercado independiente. En mí, la idea de que salen demasiados videojuegos se ve multiplicada por todos los videojuegos que ya han salido y no he jugado. No puedo permitirme terminar los juegos cuando tengo que empezar tantos.
En algún momento me he sentido mal por ello, por no ser capaz de darle a un juego todo lo que me pide y saltar a otro enseguida, por no atarme a una trama y abandonarla a mitad de camino, por dejar un juego antes de ver todo lo que los desarrolladores habían preparado. Hay dos textos de Deborah López (“Modo de espera” y “Despedidas paralizadas”) que hablan sobre cómo lidiar con esa culpabilidad que suscribo palabra por palabra. Durante mucho tiempo he intentado luchar contra mis inquietudes y forzarme a seguir jugando. He arrastrado partidas durante meses, he retomado jefes finales, repetido escenas, revisado guías, todo para llegar a los créditos finales. Pero hace un tiempo entendí que esa culpa no va conmigo.
No sé si tiene que ver con comprender mejor el medio o con un buscar un argumento que justifique mi forma de relacionarme con los juegos, pero ya no intento seguir jugando algo cuando el cuerpo me ha dicho basta. Creo de verdad que tiene sentido. Al fin y al cabo, la narrativa, que para mí tiene un peso importante en la cuestión de terminar o no un juego, es solo una parte más de un videojuego y a menudo menos relevante de lo que pensamos. E incluso cuando es esencial, el videojuego siempre tiene otras cosas que ofrecer y disfrutar. Ahora suelo seguir una norma: jugar un videojuego hasta que sienta que ya no tiene nada más que ofrecerme. En ese más que ofrecer puede estar una buena historia pero también exprimir ciertas mecánicas o simplemente enseñarme nuevos paisajes. Si creo que no hay nada más que vaya a poder alimentar mi inquietud, o simplemente no me apetece o interesa ese algo más, el juego puede quedarse en ese punto. Y a veces abandono juegos que me están encantado solo porque hay otro que desvía mi atención. Eso no quiere decir que no termine los videojuegos o que no haya títulos que me tienen atrapado decenas y cientos de horas, pero nunca me impongo una relación mínima entre el juego y yo. Habrá quien diga que todo esto es un problema de atención y seguramente haya algo de razón en eso, pero no quiero luchar contra mi inquietud ni que jugar se convierta en una imposición.
Si os sucede algo similar, si creéis que salen demasiados juegos o tenéis un backlog infinito, yo os animo a picotear libremente. Creo que es sano ir de un juego a otro, probar lo que te apetezca, quedarte si es lo que quieres y salir pitando si no. Paradójicamente creo que es un hábito que ayuda a combatir la idea que he introducido en el primer párrafo: cuando no te casas con ningún juego es más fácil contenerse cuando hay que pagar por una lanzamiento, y ahorrarse el disgusto o el mal trago de seguir jugando para compensar el gasto.
A mí me encanta ser un jugador inquieto, ir saltando de un jueguito de itch.io a un lanzamiento de Game Pass, a un juego de móvil, revisitar un cartucho de Game Boy, dejarlos todos a medias si es necesario, volver y abandonarlos de nuevo, no llegar al desenlace. Porque los videojuegos no son novelas ni películas y el final no suele ser tan importante, aunque no pretendo engañar a nadie: las novelas y las películas también acostumbro a dejarlas a medias.