And the Winner Is…

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Damien Chazelle es un tipo de nacido en Rhode Island hace treinta años que hasta hace bien poco sólo era conocido por un puñado de cinéfilos gracias a una simpática película de 2009 llamada Guy and Madeline on a Park Bench. Hablamos de un musical rodado en blanco y negro que narra la relación amorosa de Guy y Madeline a ritmo de Jazz. Uno de tantos debuts interesantes que recorrió los festivales independientes de medio mundo sin demasiada suerte en premios. Una suerte que cambió en 2014, cuando otra película con fuerte componente musical (aunque enfocado de manera muy distinta) llamada Whiplash consiguió el premio de Mejor Película y el Premio del Público en el festival de Sundance. A partir de ahí la cinta comenzó una carrera llena de premios que desembocó en tres Óscar repartidos entre Actor de Reparto, Montaje y Sonido. Afortunadamente para Damien Chazelle –en lo que a premios se refiere- decidió encaminar sus pasos hacia el mundo del cine, ya que si se hubiera dedicado a los videojuegos, las cosas serían muy distintas.

Un premio siempre es injusto por definición, de ahí lo del “fallo del jurado”, y más cuando hablamos de premios otorgados a una disciplina artística. No hablamos de algo que se pueda medir, sino de diferentes elementos que conforman un todo que ha de valorar un jurado basándose en sus propios criterios artísticos y emocionales. Lógicamente esto es sobre el papel, puesto que multitud de premios tienen su reflejo en la propia industria a la que pertenecen, así que resultaría ingenuo pensar y mucho menos admitir que cualquier premio no tiene un componente de interés industrial. Cojamos pues como referencia Los Óscar, el paradigma del premio de repercusión internacional con eco industrial.

Nadie duda de que Los Óscar se encuentran sometidos a diferentes presiones industriales. Raro es que el premio a Mejor Película no haya tenido un recorrido de éxito comercial durante ese año. A pesar de ello, a pesar de que todos los aficionados al cine sabemos y admitimos este componente alejado de cualquier consideración artística o crítica, Los Óscar siguen manteniendo un razonable prestigio dentro del  sector. Esto se debe en gran parte a que la Academia es lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que para seguir siendo una fuente de influencia, han de equilibrar sus intereses sin negar las tendencias que se mueven a su alrededor. Un ejemplo evidente de este alejamiento del inmovilismo sucedió a raíz del éxito de Toy Story. Seguramente muchos esperaban que fuera un éxito, pero pocos podían imaginar que una película realizada enteramente de manera digital y dirigida a un público infantil reventase las taquillas de medio mundo. La academia se encontró con el problema de que no sabía dónde situarla. Podían premiar diferentes elementos tales como la banda sonora, o canción original, pero no encontraban sitio para la propia película. Colocarla junto a las demás les parecía demasiado arriesgado y el premio que más se acercaba a lo que la película ofrecía era el de Cortometraje Animado… pero no era un cortometraje. Ese año decidieron salvar el escollo otorgando un Óscar especial a John Lasseter  con motivo de ser la primera película de larga duración creada completamente por ordenador. Algo parecido había sucedido muchos años antes, en 1938, cuando la academia otorgó un premio especial a Walt Disney por Blancanieves y los Siete Enanitos. Dudo mucho que la Academia premiara Toy Story por sus indudables valores fílmicos, sino que a tenor de su extraordinaria recaudación se vio obligada a reconocer que algo estaba pasando ahí y no quería quedarse en fuera de juego. De hecho tuvieron que pasar seis años hasta que se incluyó el Óscar a la Mejor Película de Animación, tiempo más que suficiente como para no errar el tiro y confirmar que las películas de animación por ordenador eran una gallina de huevos de oro que además contenían los suficientes alicientes formales como para incluirlas sin que se les viera demasiado el plumero.

La industria del videojuego y su herencia bastarda se mueven al ritmo de martillazos sin ningún tipo de cadencia. Siempre ha existido una sensación de inferioridad con respecto a otras disciplinas y eso ha llevado a que su expansión industrial, más allá de la simplemente comercial, se haya encontrado con un encorsetamiento del que aún no hemos logrado escapar. El videojuego ahora es visible, lo tenemos en todos sitios. Las marquesinas de mi ciudad se encuentran ahora llenas de carteles de Star Wars: Battlefront, al cual podemos ver en los cortes de publicidad de cualquier programa de televisión. Los diferentes noticiarios se hacen eco de diferentes lanzamientos o eventos y en todos se presume de que la facturación que alcanza el videojuego se encuentra muy por encima de las del cine o la música. Hemos pasado del oscurantismo a la luz en los medios. El uso del videojuego se ha normalizado y resulta difícil encontrar una casa en la que vivía alguien menor de cincuenta años que no cuente con algún tipo de consola o PC/Mac con juegos instalados. A pesar de ello, a pesar del circo constante que se mueve alrededor del videojuego, los diferentes festivales siguen tratando al medio como hace diez años, lo cual imposibilita avanzar en nuevas direcciones, y lo que es peor, ahogan la propia industria impidiéndola crecer.

Hace unos años tuve la oportunidad de charlar con alguien metido en el universo de la radiofórmula española. Ante mi insistencia de que no entendía las razones por las que la radiofórmula había caído tan extremadamente bajo y que en mi época –coletilla que cada día se encuentra más a menudo en mi vocabulario- podías escuchar en el mismo día a El Último de la Fila, Marta Sánchez o Guns ‘N Roses sin cambiar de emisora, me dijo que todo se debía al control de pérdidas. La radiofórmula es el escenario perfecto para inculcar a los oyentes lo que deben escuchar, no tanto el artista, sino el tipo de música. Ir adecuando sus gustos permite que la inversión en un nuevo artista no sea a ciegas, puesto que es más sencillo crear algo a medida de los gustos que se han ido implantando a través de la radiofórmula durante los últimos años, que jugártela con alguien que no sabías cómo iba a resultar. Quizás por eso yo soy incapaz de distinguir a Antonio Orozco de David DeMaría, Manuel Carrasco o Pablo Alborán. Riesgo Controlado.

Lamentablemente crear un videojuego AAA es bastante más caro que crear un cantante de pop medio, así que el riesgo controlado hay que afinarlo al máximo. Esto incluye campañas de publicidad, mimar a los medios especializados con más cantidad de usuarios y por supuesto los premios.  Estamos en un momento en el que el sector independiente mueve cantidades de dinero suficiente como para que Steam, una plataforma que factura lo suficiente como para alojarla en un edificio de oro, invierta insultantes cantidades de dinero en mejorar su eficiencia en cuanto a la gestión de este sector. Un momento en el que cada vez más webs han dejado atrás las sección “Indie” para incluir este tipo de desarrollos dentro de su contenido habitual. Un momento en el que nombres como Jonathan Blow, Edmund McMillen o Kellee Santiago compiten en popularidad con los Carmack y Kojimas de siempre. Un momento en el que el lanzamiento de un Hotline Miami 2 crea una expectación y una cantidad de noticias que para sí quisieran muchos lanzamientos AAA. Bien, pues en ESTE momento, estos son los títulos premiados durante el E3 y la Gamescom de 2015.

Hablamos de las dos ferias más importantes del sector, pero también es cierto que no hablamos de dos ferias centradas en los premios, sino orientadas a la presentación de novedades. Hay que tener en cuenta por tanto que no están premiando por tanto los mejores juegos del año sino los mejores juegos vistos en la feria. Dicho esto no deja de sorprender que se premien juegos que ni siquiera han podido ser jugados o que no pasan de ser una beta desarrollada. Tampoco está de más recordar que se trata de las dos ferias con más repercusión dentro de los medios no especializados, por lo que es bastante importante la imagen que se quiere proyectar.Vayámonos a dos eventos que sí premian lo mejor del año, como son los DICE, otorgados por la Academia de las Artes y las Ciencias Interactivas, y los británicos Golden Joystick Award, quienes llevan nada menos que desde 1980 entregando premios de manera anual. Tengan en cuenta que los DICE se otorgan en febrero, así que vamos a comparar ambas listas del 2014.

Antes de valorar los premios hagamos un poco de memoria. En el 2014 tuvimos, entre muchos otros, títulos como Shovel Knight, Alien Isolation, Divinity Original Sin, Wolfenstein The New Order, Valiant Hearts, This War of Mine, Actual Sunlight, OlliOlli, Nidhogg o Transistor. Insisto en algo que decía antes, los premios se fallan, pero parece evidente que existe un problema cuando el listado de premios otorgado por un grupo de expertos no difiere demasiado del que podría realizar cualquier usuario medio.

¿Estoy entonces indicando que los premios han de diferenciarse de los gustos más mainstream? No, lo que trato de decir es que quizás los premios deberían servir tanto para valorar las diferentes propuestas como para refrendar propuestas emergentes. Dejar de premiar un juego porque ha vendido mucho es tan ridículo como exigir la necesidad de bucear en el abismo de LO INDIE para encontrar esa rareza que pondrá todo patas arriba. La clave es empezar por la mesura y luego ya veremos. Puedo entender que Dark Souls II o Dragon Age: Inquisition sean juegos del año, pero se me escapa que Assassin’s Creed IV: Black Flag se lleve el premio a mejor diseño visual. ¿Tiene un mejor diseño visual este Assassin’s Creed que This War of Mine, Valiant Hearts o incluso Alien: Isolation? Lo dudo, pero es que además el concepto en sí se me escapa. ¿Qué es el diseño visual?, ¿hablamos de la parte artística?, ¿de la dificultad técnica de ejecución?, ¿de ambas? Es perfectamente lógico que existan premios técnicos dentro del videojuego, pero ya empezamos a ser mayorcitos para dar un salto y reformular las categorías en torno a una visión más amplia del asunto.

El problema final es que incluso en ferias y eventos más pequeños, que por su propia condición podrían jugársela más y abrir nuevas vías, nos encontramos con los mismos resultados. Da igual si se trata de algo tan lúdico como la Madrid Games Week o algo con un enfoque más serio como el Fun & Serious Festival. Los títulos se repiten una y otra vez. Tampoco sé de dónde viene el problema. Ignoro si se trata de presiones por parte de los diferentes publishers, de la ausencia de un jurado equilibrado o simplemente de desconocimiento hacia otros sectores que no sean los AAA con millones de ventas, pero parece imposible salir de ese círculo. Quizás simplemente es que el riesgo controlado arrasa con todo.

Podemos discutir por las fechas pero más o menos todos estaremos de acuerdo en que esta industria se acerca a la cuarentena, y estaría bien que dejara de actuar como un adolescente porque no hay cosa más triste que ver a un tipo con sudadera y entradas en la cabeza diciendo “qué pasa chavales”. Los premios han de ocupar la posición que les pertenece y comenzar a ser referencia en la diversidad actual que vive el videojuego. Mientras la industria presume de músculo financiero se nos están abriendo las costuras. En su momento fue la violencia inherente a la fórmula, cosa que la propia industria se ha encargado de corregir (en parte) gracias únicamente a que esa violencia mueve ahora más dinero que nunca. Actualmente nos enfrentamos a temas más importantes, y temas como el machismo predominante o casos como el Gamergate, saltan de las páginas de sitios especializados para tener en cabida dentro de las páginas de sociedad de cualquier medio moderno. El dinero nos ha expuesto y es hora de que la propia industria tome conciencia de sí misma más allá del cheque, habilitando los caminos necesarios para que cada acto sirva como confirmación de que aquí hay algo más que números. De otro modo estaremos vendidos cuando los números ya no sean tan positivos, o si no, que se lo pregunten a Benítez.

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