Hace un par de años ya que Studio Oleomignus arrancó su camino hacia Algún lugar. Siguiendo el rastro de la ciudad mítica de Kayamgadh, la pareja de desarrolladores Dhruv Jani y Sushant Chakraborty (y colaboradores) ha ido dejando un reguero de pequeños espacios virtuales que siento como imaginaciones de un lugar que no tiene forma, rostro, o lugar exacto: que solo existe cuando se lo busca. La antología que los reúne, titulada Somewhere y con 3 juegos publicados (todos ellos gratuitos) y otro más en el horno, es una de esas que crea inseguridades en esa gente que va a las cajas de comentarios y reseñas para dejar definiciones exactas a la próxima persona que venga. «Más que un juego, esto es una obra de arte multimedia». «Más que juego, esto es una estética». «Más que juego, esto es una meditación, un poema corto». Lo que se entrevé de manera transversal a esta nebulosa de etiquetas e intentos de aterrizaje es, creo, el retrato más fiel a los títulos de Oleomignus, o acaso el único posible, ya que se va depositando de la misma manera que las señas de identidad del estudio: experimentarlos es encontrar puntos fijos y reconocibles en un conjunto que está en continuo cambio. Todos se juegan en primera persona, todos son una forma de maridaje entre textos ya existentes y sus espacializaciones virtuales, todos son lugares imaginados antes por el poeta Gujarati Mir Umar Hassan. Jugar, aquí, es caminar como él caminaba su mundo. Tomar prestados sus ojos.
Este es un préstamo que nos coloca a una doble distancia. La senda hacia Kayamgah pasa, a día de hoy, por diversos fragmentos muy concretos de la Historia traumática de la India colonial, hacia los que miramos como lo hacía Mir Umar Hassan para acercarnos a unas tradiciones, unas palabras, unas imágenes y unas idiosincrasias bajo un yugo invasor del que, aun así, nos separa su cualidad de ser una desgracia ajena. Paseamos por estos juegos guiados por preguntas que son, no obstante, radicalmente universales, esas que surgen de la vida en los márgenes del espacio y del tiempo y que llevan al planteamiento de la propia identidad, de qué es lo que queda cuando la vida de un territorio sucumbe a la transformación política de sus mapas, de cómo el progreso y la burocracia deciden qué genealogías sobreviven y qué nombres se olvidan. Una lluvia constante de preguntas que fermentan en una poética de la ausencia, en una estética llena de colores, objetos y sonidos repartidos por lugares en los que siempre estamos solas. O, quizá de manera más precisa, en compañía de los huecos que quedan cuando ya no queda nadie. Ni los que se llevaron ni los que se marcharon.
El primer pedazo de Somewhere es un museo. A Museum of Dubious Splendors es una recolección de historias cortas firmadas por Mir Umar Hassan que en su día fueron desordenadas y editadas sin su permiso antes de ser serializadas. Una colección de relatos del que aún hoy, pese a muchos intentos por restaurar su orden y estado original, «no puede decirse con ninguna certeza que el texto usado para esta adaptación sea el escrito por Umar Hassan». Y, también, una publicación que mira hacia el pasado mítico de su país, pero sobre la que también recae el hito de haber sido sujeto del primer juicio sobre derechos de autor en la India independiente. Sobre toda esta carga simbólica, histórica y cultural se acoplan los de Oleomignus a fin de convertirlo en un espacio de paseo, contemplación y juego hecho de pequeñas salas de exposición, que atravesamos de puerta en puerta, de corredor en corredor, de historia en historia. Un movimiento que es, precisamente, el que termina de darle forma, el que nos convierte en un intérprete definitivo que a base de elegir una u otra salida vamos cosiéndole el lomo al libro.A Museum of Dubious Splendors inaugura una estructura más o menos rígida que luego se fue replicando en juegos posteriores. Fragmentos de texto legado por Umar Hassan se intercalan con representaciones virtuales de las imágenes que evoca su lectura. En este caso concreto, la interpretación de cada fábula es un objeto moderno, agigantado y colgado simbólicamente de las paredes del museo. Al principio, la transición entre texto y lugar se siente como si navegásemos una bruma hecha de lenguas superpuestas, de todo eso que se pierde cuando se intenta transcribir la oralidad a la página, primero, y después al videojuego. Pero tras un par de puertas vamos familiarizándonos con las reglas y la dinámica va derivando en el placer de intentar aventurar qué objeto habrá más allá de la última frase para contener lo que hayamos leído. Y en el ir y venir entre una capa y otra se va perfilando el doble relato de la nación que fue y de la que lucha por seguir siendo, una que habla de montañas que se casan, de unos dioses monos que pasaron décadas intentando dividir una manzana y de gusanos que comen palacios, y otra hecha de cajas de cerillas, dentífricos Colgate y cintas de casete.
In the Pause Between the Ringing, el segundo juego de Oleomingus, el esquema se mantiene, aunque se limita a un único relato. Sobre este también pesa una turbulencia histórica importantísima para entender esa India independiente en torno a la que todo gira: el cuento del inventor Iqbal y las primeras minas de teléfonos, y el inicio de un proceso que cosió el país de arriba a abajo con cables, sustituyó los libros de familia por listines y redirigió sus peregrinajes hacia cabinas y centrales telefónicas. Un (otro) pedazo de historia que es, aquí, geológica, porque relata cómo los transistores, los conectores, y hasta los mismos aparatos emergieron de las venas abiertas de la tierra, como minerales, como supuraciones de baquelita. La transcripción a espacio videlúdico toma forma en esta ocasión de una ciudad colorida hecha de unas pocas calles que serpentean caóticamente, bajo un techo medio derruido por el que se cuela el sol y rodeadas de escaleras que no van a ninguna parte. Y muchos teléfonos enormes que no paran de sonar y sonar y sonar, llamándote; y una voz al otro lado que pregunta por un fantasma; y la biografía de un tal William Brooke O´Shaughnessy con el que comenzó todo, cuando encontró el plástico del subsuelo y fundó un lugar llamado TelephoneNagar. Allí, creo, transcurre el juego.
No me siento del todo seguro por lo de las distancias y por esa cualidad brumosa de la que hablaba antes intentando describir el trabajo de Oleomingus, pero también por una frase que la voz del teléfono dice a mitad de relato: «todas las historias fermentan en habitaciones». Algo que podría hacer referencia a esa en la que In the Pause Between the Ringing empieza y termina, de manera circular, o a esta en la que juego y le doy, de nuevo, forma a lo indefinido del cuento original. Otro texto en el que confluyen términos y voces muy dispares, que se mezclan para poder definir cosas que el inglés no sería capaz, tanto por no tener las palabras necesarias como porque negárselas es ponerle límites a su invasión. Jugar a In the Pause Between the Ringin es vincularse a un paisaje que a primera vista no parece tan desolado como se acaba revelando, pasear por la crónica de una transformación mientras, a la vez, lo hacemos por un lugar en el que nada se mueve, nada se altera, nada reacciona. Solo el rinrín de los teléfonos va y viene, apuntalando la cita que da la bienvenida al juego: «estar completo es ser capaz de encontrarle un filo a la historia». Y sentir, como le pasó al protagonista que hay al fondo, el inventor Iqbal, que cada uno de sus pasajes nos corta.
El que por ahora es el último punto de este viaje que aún no ha terminado es la torre de The Indifferent Wonder of an Edible Place: un edificio que se vuelve comestible en el mismo momento en que alguien ordena su ingesta. La estructura, siguiendo una vez más la introducción en Steam, está plantada en los márgenes de la Historia, y su visión es un «intento de ponderar la violencia del borrado» decretado cuando el estado de Bombay se dividió en dos en 1960 y la nueva división se llevó por delante la ciudad de Matsyapura. Llegamos en pleno proceso de borrado, una vez el Ministerio de Historias Enredadas (que recuerda muchísimo al de Espacios Reclamados de Kentucky Route Zero) nos da un permiso de trabajo como uno de los devoradores de edificios que Umar Hassan imaginó en el poema que se va recitando en pantalla, entre mordiscos. Donde antes había familias, trabajos y gentes hay que hacer hueco para una frontera, hay que masticar la memoria hasta que quede el puro vacío. Los versos van dejando caer recuerdos del ambiente cotidiano, árboles en los patios, fiats en los cobertizos y faros de oro, mientras lo va envolviendo todo en la vergüenza de quien necesita tanto comer que acaba comiéndose a sus hermanos. A toda esa gente que huye porque no cabe en el proyecto de una nueva nación limpia, ordenada y con un «glorioso destino».
El proceso en The Indifferent Wonder of an Edible Place es, en la práctica, muy sencillo. Siguiendo la misma cadena de texto y experiencia del espacio virtual, tenemos que mirar en alguno de los muchos monitores plantados alrededor de la torre el número del bloque que se nos ha asignado comer, ir a por él y masticarlo. Luego, unos pocos versos y hacer otro agujero. Es un trabajo lento y minucioso, absolutamente diseñado, que se juega a la sombra de la estrofa de Emily Dickinson que hacen de puerta de entrada a la obra: «derrumbarse no es un acto instantáneo, o una pausa fundamental; los procesos de deterioro son una decadencia organizada». Y durante los pocos minutos que dura la obra es justo eso lo que va calando, que somos parte de un todo organizado que nos supera, que se aprovecha de nosotros mientras a la torre le van saliendo cada vez más agujeros y a nuestro estómago se le van cerrando los suyos. Para calmar «el hambre insaciable de un hogar que ya no está», que ya no puede ser, pero del que queda una impronta: en forma de recuerdo, de poema y, ahora, de juego.
No sé qué hay de ahí en adelante. El próximo juego de esta antología de Algún lugar tiene ya su propia página,con algunas imágenes de lo que vendrá y otra alusión a parte del diario de Charles Henry Connington, que fue restaurado y traducido por, como no podía ser de otra manera, Umar Hassan. Puede que sea la estación de llegada, ya que la ciudad que allí se menciona (siempre hay una ciudad, un lugar, un escrito paseable) es la misma Kayamgadh a cuya búsqueda está dedicada la colección. Lo que parece casi seguro es que volverá a jugarse de la misma manera, entre los mismos objetos (, los mismos parajes vaciados y las mismas alusiones a las muchísimas caras de la violencia histórica. Quedará ver de qué manera se materializa en este futuro Under a Porcelain Sun, cómo se encaja en la profundidad y complejidad progresiva que los juegos de Oleomignus han ido ganando con el paso de sus dos años de trabajos. Quizá la visión de ese lugar buscado sea, por fin, un descanso, el remate a todo este camino recorrido por un mundo sin forma, con el tiempo coagulado y a cuyo abismo nos tuvimos que asomar ojos prestados. El ultimo pedazo de una ruina, también de Dickinson, que es ceremoniosa, consecutiva y lenta. «Un trabajo de mil demonios».