El 11/11/11 trajo, como si de una profecía se tratara, el quinto juego de la saga Elder Scrolls. Un juego en el que Bethesda ponen sobre la mesa todo lo que aprendieron tras Oblivion y el magnífico Fallout 3. Un juego que al que llamaron Skyrim.
Para los no familiarizados con la saga, dejadme que haga un pequeño ejercicio de simplificación. Podría decirse que hay dos corrientes en el rol occidental: por un lado estarían los juegos tipo Mass Effect o Alpha Protocol, en los cuales se nos da un protagonista con un pequeño trasfondo, con sus clases de personaje y una historia lineal con multitud de elecciones, pero lineal al fin y al cabo. Dentro de esa historia hay infinidad de diálogos, personajes con los que tratar y misiones secundarias, pero hay un principio y un fin muy claros. Normalmente, llegados al final no podemos seguir jugando, o con suerte nos dejarán terminar las misiones que nos falten. Estos juegos tienen ya una narrativa casi propia que se puede establecer en el entorno de los videojuegos, en el que ha nacido y se ha cimentado.
Por otra parte tenemos los juegos de rol occidental con mundo abierto (y pobladísimo), personaje prácticamente en blanco y que puede progresar de diversas maneras, y muchas formas posibles de sacar adelante el juego. De hecho, en muchos de estos juegos no se anima al jugador a que finalice la trama principal, y bien puede dedicarle decenas de horas a otras misiones o a dar vueltas por el mundo, que no pasará nada. Bien, pues la saga de Elder Scrolls ha sido, desde hace ya mucho tiempo, uno de los principales exponentes de esta manera de entender los juegos de rol, mucho más emparentada con la manera tradicional de jugarlo en mesa, en el sótano escondido de los abusones y disfrazado de elfo.
En base a esto, la propuesta de Skyrim es de una simpleza arrolladora. La acción se centra unos doscientos años después del juego anterior de la saga (Oblivion), en la región más septentrional de Tamriel, el continente donde se ubican los juegos. Cuando empezamos a jugar somos testigos de cómo una antigua profecía se hace realidad: vuelven los dragones al mundo dispuesto a traer el Apocalipsis, pero no cuentan con que hay alguien que se les puede imponer: Dovahkiin, que en su lengua es aquél que tiene sangre de dragón y cuerpo de mortal. Y que no es otra cosa que el avatar que tomará el jugador para entrar en el mundo que tiene por delante.
Tras esa premisa tan sencilla se encuentra una aventura que nos dará todas las horas de juego que deseemos tener. Habrá quien sólo explore la trama principal y puede llevarle unas 15-20 horas, pero también habrá quien quiera sacarle todo el jugo al juego y que tras 100 horas siga teniendo cosas por hacer. Skyrim es extensísimo (probablemente el mundo virtual más extenso hasta la fecha en este tipo de juegos) y tiene en cada recoveco una gruta, un castillo, una cabaña o un pueblo donde hacer infinidad de cosas. O, sencillamente, el jugador quiera disfrutar del placer de caminar (o cabalgar) de un lado a otro del mapa, dejándose sorprender por lo que encuentre.
Ése es uno de los principales aciertos del título: haberse decantado por un escenario distinto al de Oblivion, que pecaba de extremadamente soso. Aquí tendremos el inmenso Norte por delante, y no todo serán montañas heladas y nieve, sino que habrá algún que otro pantano, zonas de tundra o taiga, zonas más frondosas. Gráficamente estamos ante un despliegue brutal, pero que se centra más en la credibilidad que en la espectacularidad. Podemos encontrar que los personajes dejan un poco que desear frente a otros juegos y que las animaciones son mejorables, pero esto es así porque todos los recursos se han puesto al servicio del mapa del mundo, del gélido país de Skyrim que con su historia y leyendas acabará por ser el verdadero protagonista y nos alejará de la clásica espada y brujería ya tan trillada. Gracias a una dirección artística superior y a ese empeño por el uso de los gráficos como manera de implicar al jugador, podremos pasar largos ratos sin hacer nada, yendo de un lugar a otro persiguiendo la senda de un río hasta ver cómo se convierte en casacada, o abriendo la boca de sorpresa cuando por primera vez conteplemos la aurora boreal; una de las vistas más bonitas que he visto jamás en un videojuego.
Pero esto no es un simulador de paseos ni de vistas panorámicas, sino un juego de rol, y a ese respecto tiene mucho que ofrecer. Creamos a nuestro personaje entre las distintas razas disponibles (el editor es bastante mejor que la media) y tras un inicio prometedor, con un pequeño tutorial por delante, pasamos a tener completa libertad para recorrer el mundo. El control es muy sencillo: la vista es en primera persona (aunque podemos cambiar a tercera persona y por primera vez en un juego de Bethesda las animaciones no son horrorosas, sino normalitas) y tenemos la posibilidad de usar las dos manos como queramos: llevando dos armas, arma y escudo, magia y arma, escudo y magia, dos magias…Por primera vez en un juego de la saga Elder Scrolls nos olvidamos de la clase del personaje, que irá subiendo de nivel según use las distintas habilidades que hay en el juego. También desaparecen muchos de los atributos, quedando sólo la salud, magia y resistencia (elegiremos cuál subir al avanzar un nivel), y la manera de progresar será a través de la práctica.
Por ejemplo, alguien que use más la espada y escudo verá cómo esas habilidades van subiendo e irá convirtiéndose en guerrero. Cada vez que subimos de nivel podemos ir a una de las habilidades y comprar pequeños bonificadores (que requieren determinado nivel de habilidad), por ejemplo, el que desee especializarse en magia querrá subir rápidamente los hechizos de las distintas escuelas de magia, para ir comprando modificadores que hagan que consuma menos de nuestra barra de magia, haga más daño, se recargue antes…Mientras que el guerrero “comprará” ayudas para fabricar mejores armas, cansarse menos empuñándolas…Evidentemente, quien quiera ser bueno en todo no podrá, porque cada vez cuesta más subir de nivel (requiere elevar más habilidades) y los enemigos crecen con nosotros, llegando al momento en el que, si somos un gran guerrero y queremos mejorar nuestra magia, tengamos que enfrentarnos a enemigos fortísimos con conjuros que ya están desfasados para ese momento del juego. La única pequeña concesión que se hace al sistema de niveles está en los “signos”, podemos elegir uno de tres (guerrero, mago o ladrón) al principio, y luego podremos cambiarlo (en Oblivion era fijo) entre trece distintos, pero para ello tendremos que encontrar los menhires que lo representan, que están repartidos por las zonas más recónditas del mapa.
Así, con un mundo enorme por delante y millones de cosas por hacer, el juego podría dividirse en tres momentos principales: el trato con los demás personajes, ir de un punto a otro (recordemos que el mapa es enorme) y la exploración de las típicas “mazmorras”. Quisiera volver a resaltar el tema de la dirección artística. Ahora es un placer hasta ir por ellas. Frente a los clones marrones que encontramos en muchos sitios, los de Bethesda Softworks han optado por dar una predominancia de grises y un estilo visual propio, con un diseño “pseudonórdico” que recuerda a las runas de los vikingos, con sus estatuas y características muy reconocibles y que hacen menos aburridos los recorridos. Hay más ruinas de otros tipos, cuevas, claros de bosque, castillos; y así se consigue neutralizar la desidia que podría causar en muchos jugadores el repetir una y otra vez el recorrido hasta el final de la gruta, y vuelta a atrás. A esto ayuda que el diseño de los escenarios es más coherente que en títulos anteriores y que ahora existe la posibilidad de tomar, en muchas de las misiones, pequeños atajos para volver a la entrada que sólo se pueden acceder desde el final del escenario. Así nos ahorramos hasta quince minutos de dar vueltas (uno de los principales defectos de Oblivion, con sus escenarios caóticos y enrevesados) y podemos seguir hasta el siguiente punto al que tengamos que ir para terminar la misión.
Para salir vivos de todo esto tenemos armas, armaduras, magias y pociones. Las magias no son tan numerosas como en entregas anteriores (y no se pueden crear hechizos, cosa que se echa de menos), y en general todos los sistemas del juego se han simplificado. Por ejemplo, ahora la armadura es una pieza, en vez de peto y grebas, o las armas no se van rompiendo (todo cosas de Oblivion). Esta “casualización” molestará a muchos jugadores, pero forma parte de la idea de atraer más gente a la saga, y deja de molestar cuando descubrimos que con ella se ha simplificado (y mejorado mucho) el caótico interfaz y se han añadido cosas nuevas.
Por ejemplo, ahora podemos cortar madera (para sacarnos un dinero) o extraer mineral picando en yacimientos, para luego fundirlo en lingotes y con esos lingotes crear cosas. Así, se añade una mecánica nueva (la del forjado de armas y armaduras) a las clásicas que ya había de encantado de armas y de alquimia. Para los que no conozcan la saga, tenemos la posibilidad de ir recolectando todo tipo de plantas en nuestras caminatas (y decenas de ingredientes más) para fabricar preparados alquímicos (pociones, venenos, ungüentos…), pues a esto hay que añadir ahora las herrerías, que nos permitirán con lingotes (o cuero, que sacamos de trabajar las pieles de animales) fabricar armas, armaduras, escudos…y luego mejorarlas. Y si contamos con un altar de encantamientos, añadir efectos a los objetos (e incluso renombrarlos). Vamos, que básicamente se nos da la posibilidad de ser autosuficientes y equiparnos como queramos si destinamos el tiempo necesario a ello, una suerte de “yo me lo guiso, yo me lo como” rolero.
Pero todo esto no serviría de nada en un juego de rol si no tuviera una trama que engancha, o al menos una serie de misiones relevantes. Afortunadamente, Skyrim supera en esto a su predecesor y se acerca al tercer juego de la saga, Morrowind, ofreciendo una misión principal muy emocionante y plagada de épica. De hecho, el final de la trama es uno de los mejores momentos que puede vivirse en un videojuego en cuanto a épica, aunque está demasiado emparentado con una de las razas del juego (los nórdicos habitantes del lugar) y quizá chirríe un poco con otra raza. Además de eso, tenemos una ambientación riquísima, con una guerra civil (en la que podemos o no tomar partido) y distintos gremios en los que integrarnos (de guerreros, magos, asesinos, ladrones…) ahora con un sabor menos genérico que en el juego anterior, y que tienen su propia trama principal. Lo bueno es que si nada de esto nos engancha, siguen quedando muchísimas misiones distintas, que van desde trabajar para los príncipes daédricos (los “demonios” de la ambientación), hasta convertirse en bardo. Y aunque muchas de ellas consisten en ir de un sitio a otro, explorar hasta el final una gruta y conseguir algo allí, hay otras más simpáticas que tienen objetivos distintos (y guiños a títulos anteriores).
Eso sin tener en cuenta a los dragones, que nos atacarán de manera aleatoria en cualquier punto del mapa. Basta que estemos buscando algo y tengamos pocas flechas o pocas pociones, y empezaremos a escuchar la magnífica canción que los suele acompañar (Sons of Skyrim, el tema principal, compuesto por Jeremy Soule), no nos queda otra que apretar los dientes e intentar derrotarlos (la pega es que la repetición lo acaba haciendo fácil). Al acabar con ellos podremos absorber sus almas, que usaremos para desbloquear una de las nuevas dinámicas jugables: los gritos, que no son otra cosa que palabras en el idioma de los dragones que podremos ir aprendiendo y tendrán todo tipo de efectos (así también se entiende que haya menos magias), desde el clásico aliento de fuego a volvernos etéreos. Son una gran inclusión a nivel jugable, pero también a nivel argumental, y la forma en la que están engarzados en el juego y cómo se nos van presentando es más que meritoria.
Con todo esto, Skyrim también tiene sus fallos. El primero, una innumerable cantidad de bugs que ya es marca de la casa de Bethesda, que esperemos se resuelva gracias a los parches que vayan sacando. Y el más grave, a mi juicio, es la casi nula interacción con los demás personajes. Más allá de las conversaciones, no encontramos forma de influir realmente en ellos (salvo para caerles bien y que nos acompañen en las misiones), y mucho de lo que digamos es irrelevante a la hora de las consecuencias. Digamos que no se favorece otro tipo de personaje que intente sacar adelante las cosas conversando, y la mayoría de secundarios son sosos y sus historias (cuando las tienen) no aportan lo que nos dan otros personajes en otros juegos (de hecho, podemos hasta casarnos, pero la opción es anecdótica y hasta sobra). Ahora, ha habido un esfuerzo con respecto a Oblivion por darles al menos un carácter menos genérico y traer unos cuantos (pocos) que sí que son relevantes y harán que les cojamos cariño. Tienen más líneas de diálogos y el juego está completamente doblado al castellano, aunque el doblaje no se le acerca al original inglés, que tiene a gente de la talla de Max von Sydow a las voces. De todas formas,sigue quedando como asignatura pendiente, porque, a pesar de no ayudar el estilo de mundo abierto, estoy convencido de que se puede hacer más a este respecto.
Finalmente, el control a veces se hace demasiado tosco y podemos perdernos en los combates, hasta que consigamos acostumbrarnos al ritmo de los mismos. Una vez los dominemos, veremos que Skyrim no es para nada un juego difícil.
La cosa es que todos estos defectos se pueden llegar a perdonar gracias a la principal cualidad del juego: la inmersión que produce al jugador. Tras hacer un par de cosas miraremos al reloj de la habitación y nos encontraremos que han pasado tres horas y estamos tarareando la canción principal. Los paisajes se nos meterán en la cabeza y mientras juguemos la conexión entre Dovahkiin y nosotros será perfecta. Gracias a ese estilo de juego tan abierto, a un diseño fantástico de los escenarios (con climatología en tiempo real que los hace más creíbles) y a una jugabilidad cuidadísima conseguiremos lo que todo buen juego de rol debe proponerse: trasladarnos a otro lugar y convertirnos en otra persona. Skyrim lo logra sobradamente, enganchando al jugador y haciendo que tras cuarenta horas de juego quiera aún más. Y lo que es más importante: todo esto nos lo da por el mismo precio que otros juegos que duran cinco horas.