Análisis – Seven: The Days Long Gone

Seven: The Days Long Gone

Seven: The Days Long Gone

Análisis - Seven: The Days Long Gone 2
ESTUDIO
Fool's Theory
EDITOR
IMGN. PRO
PLATAFORMAS
PC

Uno podría pensar que todo está inventado en los juegos de rol isométricos, que el Infinity Engine llegó con fuerza y sentó las bases de lo que sería el género, y que los deudores de ahora se han limitado a mejorar el motor gráfico y a construir nuevas aventuras plagadas de texto y misiones. Y en cierta medida, eso es lo que hemos tenido en esta segunda venida del género: un montón de videojuegos maravillosos que lo fiaban todo a contar nuevas historias y heredaban las mecánicas de títulos como Baldur’s Gate. Pero miren, resulta que había un resquicio importante por el que colarse para innovar, y Seven: The Days Long Gone ha cargado por el hueco arrasando.

Hasta que comencé a probarlo estaba convencido de que el mejor uso que había visto en la verticalidad de un escenario estaba en las “trampas” que podemos hacer con el teletransporte en Divinity: Original Sin 2, pero si algo hace bien la opera prima de los polacos The Fool’s Theory (en colaboración con IMGN.PRO) es jugar con el escenario. Vamos, que es casi su razón de ser como videojuego: darnos una patada (isométrica) en la cara y demostrarnos que aún quedaban muchas vías que explorar.

Seven: The Days Long Gone es prácticamente lo que sería la saga Thief si fuera en vista isométrica y de mundo abierto. Como decir esto es lo mismo que no decir nada, déjenme que me explique. Aquí lo verdaderamente importante y la carga de casi todo el desarrollo ha estado en generar enormes escenarios en los que la verticalidad es tan protagonista como nuestro avatar, el maestro ladrón Teriel. Hay un montonazo de entornos y en ellos “pisos” y pisos por los que podemos desplazarnos: desde escalar la clásica montañita para solventar un control de guardias hasta tuberías por las que deslizarnos o poblados que se forman casi como favelas en distintas plantas.

Porque la baza más importante de todo el juego está en la libertad que da al jugador para proceder como quiera. Nuestro protagonista puede avanzar con sigilo y esconderse en los arbustos y basura que encuentre, encaramarse casi a donde le dé la gana (con la salvedad de la escalada, en la que su salto le limita a una determinada altura), hackear puertas y reprogramar cámaras… pero también puede disfrazarse. Cuál fue mi alegría en una de las primeras misiones cuando me dio por quitarle la ropa a un enemigo inconsciente y al ponérmela vi cómo los guardias pasaban de mí salvo que me tuvieran muy cerca y me vieran la cara. O por poner otro ejemplo, cualquier control de seguridad nos pedirá un “visado biológico” que suele estar cerca a la venta, pero podemos solventarlos casi siempre escalando, buscando alguna rendija o dejando inconsciente a alguien que identifiquemos que lo tiene y secuenciando su visado temporalmente para nosotros.

Si esto último les suena a hipertecnología, llevan algo de razón. El otro punto fuerte de Seven: The Days Long Gone es su ambientación, que nos va desgranando a medida que nos metemos en él y de la que descubriremos más cosas cuanto más nos apartemos de la trama principal. Básicamente estamos en un mundo post-futurista que ha vivido un Apocalipsis  y perdido toda su tecnología, y que sólo ahora vuelve a recuperarla. Podría parecerse en algunas cosas al de Torment: Tides of Numenera, pero tiene un punto más cyberpunk y menos fantástico. Nuestro propio protagonista, por ejemplo, tiene un ojo biónico con el que podemos examinar el escenario en busca de puntos de interés, botín u objetivos; al igual que su avance no será por puntos de experiencia sino con chips de habilidades y una sustancia pretérita que aumenta las capacidades humanas. Con eso no recompensa el combate, sino la realización de misiones y, sobre todo, la exploración continua del mundo, ya que las habilidades las iremos encontrando en púlpitos perdidos.

Y es de agradecer que no le dé ninguna importancia a las luchas contra enemigos, porque es de lejos el sistema que peor funciona del juego. Porque dentro de la libertad de elección de cómo hacer cada misión y por dónde resolverla encontraremos también la posibilidad de partirnos la cara con quien queramos… que acabará casi siempre con nosotros muertos. Los controles no funcionan todo lo bien que deberían, y aún habiendo poderes y armas distintas, es muy fácil que nos apaleen una y otra vez o que no nos salga el ataque que queramos hacer. En esto el juego no nos avisa, pero es extrañamente coherente: somos un maestro ladrón y eso no tiene por qué implicar que seamos buenos peleando.

El problema está en que hay combates, como los terribles enemigos finales de Deus Ex: Human Revolution, que son prácticamente obligatorios. Y si hemos llegado hasta ahí siendo sombras o yendo disfrazados cual Mortadelo a todos lados vamos a pasarlo muy mal salvo que tiremos de ardides tratando de explotar bugs o confusiones de la inteligencia artificial (igual nos da la espalda si nos apartamos mucho y podemos apuñalarlo…) Esto es una pena, porque llega a frustrar y desmerecer la experiencia.

La cámara también habrá veces que deje que desear, porque al tener que mostrarnos a nuestro protagonista muchas veces transparentará o hará desaparecer elementos del escenario (techos, columnas…) y nos generará más de una confusión. No es incomodísimo y uno puede llegar a acostumbrarse, pero ahí se nota la dificultad del traslado de la verticalidad real a la perspectiva isométrica.

Pero miren, salvando esas dos fallas, estamos ante un juego que es coherente y está lleno de detalles. Tan coherente que casi cualquier caída nos matará (aún no se ha inventado un remedio para la gravedad), con un viaje rápido algo coñazo pero integrado en el lore y detalles tan simpáticos como que si vamos agachados delante de la gente ésta sospechará de nosotros o dejándonos robar a todo el que queramos y pasarnos por el forro la economía del juego. Porque, ¿para qué comprar nada, pudiendo robárselo al mercader? El límite estará en las posibilidades que tengan de pillarnos o nuestra propia ética. En cierta medida la isla prisión en la que estamos destinados es nuestro campo de juegos y podremos hacer con ella prácticamente lo que queramos.

Creo que si Seven: The Days Long Gone hubiera salido a principios de año, antes del desembarco de varios de los grandes del género, habríamos hablado mucho más de él. Pero claro, ha llegado en diciembre y las comparaciones son odiosísimas. A pesar de lo trabajado de su ambientación, su trama principal no está tan a la altura (dura las diez horas que tiene que durar y es normalilla) y tampoco ayuda que ni uno solo de los personajes importantes que me he encontrado sea mujer… pero bueno, sus creadores deben de ser los primeros quetenían claro que no han venido a competir en la parte narrativa. Aguanta, su lore invita a explorar y hacer más misiones, pero no tiene nada que hacer contra otros títulos del mismo género.

Porque es bastante evidente que se lo ha jugado todo a una carta: su mundo, su diseño de niveles y su verticalidad. Y salvando errores de cámara, ahí sí ha funcionado a la perfección. Un combate más pulido (o ausente, directamente) lo habría hecho mejor, pero la exploración del mundo y la libertad para encarar misiones lo llenan de vida. Aquí se ha cerrado una puerta pero se ha abierto una ventana, y tengo muy claro que tanto tiene Seven: The Days Long Gone de aprender de sus competidores a la hora de trabajar la narración como el resto de ellos de él en el diseño de niveles, en el que gana por goleada y muestra que aún nos queda mucho por explorar.

Así que háganle caso. Seguramente no lo encuentren en ninguna lista de juegos del año, pero es de esos títulos que uno acabará recordando por lo distinta de su propuesta, lo tremendamente divertido que se hace recorrerlo y la satisfacción de colarnos en un palacete a robar sin que nos pillen.

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