El comienzo gira alrededor de una clase de natación. Antes: cuando papá conduce y habla, pero Iris no responde; durante: cuando les compañeres de clase se ríen de Iris; después: cuando ella decide zambullirse en su imaginación. En ese momento el agua inunda nuestra pantalla, llevándose todo tras ella y abriendo paso a un mundo nuevo y distinto, un infierno personal en el que Iris se aventura con el objetivo de enfrentarse a sus propios demonios y de vencer, de una vez por todas, el gigante del pesar que habita en su interior. La forma de hacerlo será llevar a Iris hacia la cima en la que el gigante habita avanzando a través de un esquema jugable de roguelite con combates de cartas y toques de RPG. La intención parece clara y recuerda, en gran medida, a lo que no hace tanto se propuso Celeste: tomar un género popular en el medio y resignificar sus formas a través de una historia que, a priori, parecería no encajar dentro de esos esquemas. Celeste conseguía su objetivo y fue muy celebrado por cómo su diseño de niveles conseguía una perfecta simbiosis con el tema que quería tratar, reforzándose mutuamente y dotando al conjunto de una carga simbólica simple pero muy potente. Salvando las distancias, Iris and the Giant también aspira a eso, pero hay algo que falla en su mezcla.
Su historia es la de una niña que se siente aislada. En la escuela sufre bulllying tanto por parte de unes compañeres crueles como de unes profesores que, incapaces de ponerse en su lugar, castigan su incapacidad de comunicarse en lugar de servirle de apoyo. Sus padres tampoco lo comprenden y no consiguen establecer un diálogo con ella, así que se refugia en su propia imaginación, alimentada por videojuegos y libros. En el juego, todo esto se nos cuenta de forma sucinta, a través de momentos concretos, que arrancan en la escena de la piscina como disparador hacia ese otro mundo imaginario y que se refuerzan en forma de recuerdos que, ya en la partida, iremos desbloqueando. La historia no es nada que no hayamos jugado antes. Tampoco aspira a serlo. Pero es lo suficiente para servir como cimientos de esa resignificación del género que Iris and the Giant propone, y desde ahí es desde donde hay que leer la parte jugable. En este proceso, los dibujos de Louis Rigaud son imprescindibles para entender la diferencia entre el mundo real, en el que sucede la vida de Iris, y el mundo de juego: en el primero son formas sencillas y trazos minimalistas y poco definidos; en el segundo los colores primarios toman la pantalla y el trazado deja paso a un estilo que remite al cubismo como forma de representar visualmente la imaginación de la niña.
Además del estilo visual, la parte jugable está marcada explícitamente por las referencias que maneja Iris. Así, el hecho de que esto se estructure como un roguelite se justifica como una representación del interés de Iris por los videojuegos, y lo mismo sucede con el desarrollo de los combates, que remiten a la relación de Iris con los juegos de cartas, que ella misma diseña en su tiempo libre. Que descendamos a un infierno interior, al que nos transporta Caronte, el barquero del Hades, o que algunos de los demonios se representen como seres mitológicos —Medusa o Cancerbero son algunos ejemplos—, remite al gusto de Iris por la mitología griega. En ese sentido, la transición entre mundo real y mundo de juego es coherente, y marca el significado de nuestra estancia en el segundo.
Una vez bajamos de la barca de Caronte, la base del gameplay recuerda, inevitablemente, a Slay the Spire y otros títulos por el estilo: combates por turnos en los que nos enfrentamos a un grupo de enemigos con un mazo de cartas predeterminado, con una barra de vida que es única para toda la partida, y donde el objetivo es superar el máximo número de niveles posible antes de caer rendidos. La profundidad de los enfrentamientos depende, en gran medida, de un abanico de variables que funciona en dos planos: dentro y fuera de la partida. Las cartas de las que disponemos se desbloquean conforme jugamos varias partidas pero, a la vez, se han de conseguir en cofres durante los combates para ser jugadas; los atributos se mejoran derrotando enemigos y recogiendo cristales, y se reinician en cada partida, pero también pueden modificarse permanentemente con ciertas habilidades que iremos consiguiendo; los llamados ‘amigos imaginarios’, que encontramos en combate, nos propondrán retos determinados para ofrecernos ayudas en partidas futuras. El desarrollo del juego es, por tanto, el que han seguido la gran mayoría de roguelites en los últimos años, basado en combinar el avance directo en cada una de las partidas con un avance a largo plazo.
En este esquema, Iris and the Giant introduce la idea de la profundidad en el campo de batalla: aquí los enemigos ocupan una cuadrícula de dos o más filas y avanzan hacia nosotros por columnas, y el objetivo no es derrotarlos a todos sino acercarnos a la escalera que nos lleve a la siguiente fase. Esto introduce una capa de estrategia que no está en otros títulos del género, y que juega muy bien con las distancias. Por un lado, hay que medir hasta dónde alcanzan nuestros ataques (primera columna, segunda, tercera), cuántas casillas abarcan (una, dos, tres), y en que dirección se ejecutan (horizontal o vertical); por otro, desde dónde pueden atacarnos los demonios que vemos en pantalla. Al mismo tiempo, el hecho de que en la cuadrilla no solo haya enemigos, sino también trampas, ítems, o simples piedras, le da otro toque de profundidad a esta forma de comprender espacialmente los enfrentamientos (¿me interesa recoger ese cofre y que el enemigo pueda avanzar una casilla o sacrifico esa ventaja a cambio de mantener las distancias?). En la práctica, estas ideas resultan interesantes y se sostienen en un primer acercamiento, pero no llegan a explotarse a una profundidad (por variedad de enemigos, de cartas, de situaciones…) que justifique las dinámicas de repetición propias del género.
Pero aquel algo, como decía, que no funciona en la mezcla que Iris and the Giant propone no tiene nada que ver con un apartado jugable que, aunque no brilla, sí tiene buenas ideas y es capaz de aportar algo a una formula que se está sobreexplotando hasta la saciedad. Tampoco tiene que ver con una historia que, aunque sucinta, cumple con sus objetivos y justifica y sostiene muchas de las decisiones que se han tomado. Su problema está en que la mezcla no ha cuajado. El hecho de que el mundo real, con su estilo visual propio y tan distinto del estilo visual del mundo imaginario, dé entrada al juego pero no vuelva a mostrarse más que en unas pocas escenas que muy de vez en cuando encontramos durante la partida, y que su discurso ni si quiera intente permear en la parte jugable más allá de lo anecdótico (el esquema repetitivo de los roguelites no acaba de aprovecharse argumentalmente, por ejemplo), no hace más que constatar la separación que existe entre dos elementos que deberían estar unidos. En definitiva, el paralelismo que se traza, en primer término, entre la situación de Iris y el descenso a sus infiernos pronto queda enterrado bajo decenas de intentos, cofres y estrategias que funcionan en un plano muy distinto al de una historia que se define a sí misma como «melancólica y encandiladora». Y solo de vez en cuando y de forma poco convencida, Iris and the Giant se esfuerza en recordarnos —y en recordarse a sí mismo— que lo que puso en marcha todo esto fue la historia de una niña de la que probablemente ya nos habíamos olvidado.