Immortality es un videojuego sobre las imágenes y nuestra relación con ellas: cómo las captamos, conservamos, reproducimos o consideramos. Sobre qué decimos con ellas pero también qué dicen ellas de nosotros. A través de una interfaz en la que podemos navegar fragmentos de video, lo nuevo de Sam Barlow nos propone ser una especie de restauradores de las tres películas que rodó la actriz Marissa Marcel, y que nunca llegaron a publicarse. Es un inicio que puede parecer excesivamente confuso o poco definido, al menos en lo que se espera de un videojuego: estamos acostumbrados a que los juegos nos plateen un conflicto y una forma clara de navegarlo desde el primer momento, y rebuscar imágenes inconexas sin saber qué esperamos encontrar en ellas no parece cumplir esa regla. Sin embargo, en su forma de abandonarnos a nuestra suerte ante un puñado de cortes cinematográficos, escenas de rodaje, anuncios y demás, Immortality apunta, con mucha más decisión de la que suele ser habitual en un videojuego, hacia los temas que pretende tratar.
En su libro L’ull i la navalla. Un assaig sobre el món com a inteficie, Ingrid Guardiola reflexiona sobre la posición de la imagen en la sociedad contemporánea, y en él podemos encontrar algunas claves para leer y comprender la propuesta de Barlow. Para Guardiola, la imagen ha alcanzado un nivel de predominancia tal, desde mediados del siglo XX con la popularización del cine y el surgimiento de la televisión, pero sobre todo con la estandarización de las tecnologías de la información y la comunicación como internet o el smartphone, que hoy en día no podríamos comprender el mundo si no es leyéndolo desde las propias imágenes. ‹‹Si todo son imágenes››, explica la autora, ‹‹más vale que aprendamos a nadarlas››. De lo contrario: ‹‹el exceso se puede convertir en una carencia. La multiplicación de las imágenes puede llevar a una anestesia de los sentidos, a una ceguera temporal, a una desafección vital y moral››.
Ese aprender a navegar las imágenes, en Immortality pasa, como decía, por comprender qué debemos esperar de ellas y, al mismo tiempo, qué esperan ellas de nosotros. Esa interfaz que simula un proceso de restauración configura nuestra forma de relacionarnos con todo el metraje que el juego nos ofrece, tras ella se esconden las escenas de tres películas distintas, pero también sus ensayos, las audiciones, anuncios, entrevistas, imágenes descartadas y algunos secretos. Y las herramientas a nuestro alcance no son demasiadas: podemos ordenar los fragmentos por fecha u obra, podemos recorrerlos hacia delante y rebobinar en distintas velocidades, y podemos saltar de uno a otro pausándolos y seleccionando algún elemento del plano. Esta última es, sin duda, la mecánica central de Immortality, sobre todo en los primeros compases, puesto que será mediante la selección de elementos (entiéndase elemento como prácticamente cualquier cosa que figure en un plano: un rostro, un cuerpo, una flor, un objeto…) como podamos descubrir e investigar nuevos fragmentos de vídeo. Es una mecánica que viene a sustituir la búsqueda de términos que Barlow había utilizado en sus anteriores juegos en favor de una asociación de ideas que le permite hacer más intuitiva la navegación y, de algún modo, construir una experiencia algo más guiada (dentro de lo que supone la investigación libre de las imágenes, la asociación de elementos arrebata algo de control a los jugadores en favor del propio juego).
De algún modo, mediante esa navegación libre pero controlada, lo que hacemos es dar vida a unas imágenes que se habían dado por muertas. De esas tres películas que rodó Marissa Marcel ninguna llegó a estrenarse y, de hecho, mediante una de las entrevistas el juego nos hace saber que la actriz desapareció tras el último rodaje. Esa desaparición, y en menor medida algunos otros incidentes que se dieron durante las grabaciones, se convierte en el centro de atención durante gran parte de la partida: llega a parecer que la restauración de las películas es una excusa para convertir al jugador en una suerte de detective. Y ese es el leitmotiv que nos mueve – al menos así sucedió en mi partida – a seguir explorando durante algún tiempo. Hasta que la exploración parece eternizarse sin arrojar resultados, y llegamos a un punto (de ahí la importancia de la nueva mecánica de asociación, que permite que el juego tenga un ritmo definitivamente más controlado que Her Story o Telling Lies) brillante: solo cuando nada parece tener sentido nos vemos empujados a redescubrir las imágenes.
Esa inmortalidad – y otras, que cada uno debería descubrir jugando – es la que da título al juego: el aquí y ahora de las imágenes, de aquello que solo existe en una interfaz, es, en realidad, un nunca y en ninguna parte; esa suerte de “tiempo real” en el que viven las grabaciones no es más que la máxima expresión de un devenir ficiticio. En su eternidad ya no existen el tiempo y el espacio sino una suma de instantes interconectados que no son nada sin una manipulación triple: la del momento de la grabación, la del programa de restauración y la del jugador que interactúa con ellos. Una acumulación de miradas y mediaciones que va acumulando capas de sentido sobre las imágenes.
Para Ingrid Guardiola, el devenir de las imágenes ha seguido un proceso de desautorización: hoy en día la imagen ‹‹ya no busca la salvación de quien la mira, ni el prestigio de quien la ejecuta y vende, si no información y juego››. Es un proceso del que Immortality es plenamente consciente, puesto que lo refleja con una claridad pasmosa en las tres cintas que rodó Marissa Marcel. Ambrosio (1968), es una película en cierto sentido clásica, un drama histórico-religioso en el que las imágenes todavía conservan, por decirlo de alguna forma, algo de inocencia: no tanto en su argumento, en el que el sexo y la violencia retuercen la moral católica, pero sí en la forma en que se expresa a través de las imágenes y el sentido explícito que pretende darse a estas. Minsky (1971) es una historia detectivesca que se centra en el mundo del arte – o de los artistas, para ser más extactos – y que se construye ya de una forma más irónica, como se deprende de las grabaciones y las entrevistas: lo que dicen las imágenes ya no se entiende sin cierto grado de consciencia y de conocimiento del contexto, puesto que éstas llevan implícita cierta reflexión sobre su propia creación. Por último, Two of Every Thing (1999), una película considerablemente posterior a las anteriores, está mucho más cerca del juego autoconsciente, puesto que reflexiona sobre la propia industria de la que es parte, moviéndose de forma ambigua entre la crítica y la ficcionalización, entre la realidad y el cine, y llegando a sumergirse en aspectos de su contexto de grabación moralmente cuestionables.
Esa idea de ‹‹información y juego›› cobra especial y se lleva un paso más allá en el funcionamiento de Immortality y denota la importancia y la insistencia con la que Barlow lleva años pensando sobre el papel de las imágenes. Hasta el punto en que algunas de las reflexionen de Ingrid Guardiola no solo sirven para comprender mejor de qué quiere hablar lo último de Sam Barlow sino que llegan a parecer auténticos tutoriales para jugar Immortality: ‹‹las obras reproducidas tecnológicamente pierden su contexto original››, explica Guardiola, ‹‹y su historia debe ser reconstruida obstinadamente. Será nuestra responsabilidad espigar entre todas las imágenes que nos vienen dadas, aquellas que consideremos dignas de representar, visibilizar y transformar, para hacer resurgir nuevos significados››. Para mí, descubrir esa responsabilidad ha sido la clave para apreciar Immortality: comprender que no se trata de restaurar una serie de películas, tampoco de descubrir el misterio de sus protagonistas, sino de cribar, dar vida y un nuevo significado a lo que estaba viendo (y lo que permanecía oculto).
Pero llegados a ese punto, Immortality todavía guarda un as en la manga. Es algo sobre lo que es complicado hablar sin arruinar la experiencia pero que resulta obvio cuando lo descubres. Un momento que rompe la ilusión de libertad de interpretación que el juego se había empeñado en crear, y le da la vuelta a todo: sí había algo que encontrar bajo todo este embrollo, o quizás no debajo, quizás detrás, o al lado, o justo en el mismo sitio, sobreexpuesto, completamente visible en todo momento, pero difícilmente apreciable en un primer término. No es la historia de Marissa Marcel, no es un misterio, no es una reflexión sobre la imagen como fantasma, pero a la vez sí tiene algo de todo eso. Es cierto que las imágenes pueden ser información y juego mediado a través de una interfaz, pero no se trataba de jugar con las imágenes si no de dejar que las imágenes jueguen con nosotros.
‹‹Sería necesario captar el valor simbólico de las imágenes en función del discurso de quein las ha creado y el contexto en el que se han expuesto y recibido. Solo así se podrá percibir qué esconden, cual es su intención y su moral, qué hacen entre nosotros, y a qué juegan. Y no es juego banal››.
Ingrid Guardiola