Un coche columpiándose sobre un acantilado, una vida pendiendo de un hilo. Desde luego, no parece la propuesta más probable del mundo para un videojuego, pero ya saben, desde hace un tiempo estamos experimentando con cosas y ahora toca ésta: la vida y la muerte. A un borde, el abismo y las olas susurrantes, que engullirán nuestro cuerpo, y al otro, un hermoso bosque donde el sol apaga su luz, una vuelta a la vida. De esto viene a hablarnos Far from Noise, de George Batchelor, de lo que podemos hacer cuando estamos en esa existencia de Schrödinger, ya vivos y muertos pero sin saber exactamente en qué parte del acantilado.
En esta experiencia no hay mucho más que hacer que mantener una conversación (¿con nosotros mismos, con alguien más?) mientras nuestro coche se balancea. La pantalla es casi estática (al fin y al cabo estamos clavados en un sitio, sin mucha posibilidad de salir), las cosas pasan con la esperable lentitud que exige la situación y ante todo, lo que se nos va a pedir es atención. Grábense esa palabra que luego volvemos al tema. Ante esta escasa jugabilidad y esta temática uno podría pensar que Far from Noise cometería alguno de los excesos que cometen obras así de cerebrales y, miren, no. Va a respetarles y no fliparse.
Far from Noise no confirma el principal temor que tenía a la hora de probarlo: lo que yo llamo el “síndrome del porrero”. Estoy seguro que hay un nombre académico para ese tipo de escritura, pero también confío en que se me entienda. Hablamos de cuando un diálogo o un texto se escribe de manera que se asemeja al estado de conciencia que tiene tu amigo el porrero con el que compartes piso (o, con suerte, sólo coincides en una noche de apalanque). Aún con la enorme tentación de empezar a filosofar en (y sobre) el vacío, George Batchelor se corta muchísimo y adopta un enfoque mucho más cercano al de la poesía romántica y su glorificación del paisaje, evadiendo ese terrible vicio que plaga este tipo de experiencias. Nadie va a darles la chapa ni insultar a su inteligencia.
Por otro lado, la propia situación podría ser también un drama interminable, el otro error posible de cometer en estos acercamientos. Una lucha contra los elementos, un puzle incesante cuya resolución nos devuelva al mundo de los vivos… Me alegra decirles que esto tampoco pasa. No. Si nuestro coche ha de parecerse a algo, se va a parecer a lo largo de este trayecto más a un cojín de meditación que a cualquier otra cosa.
Porque en el fondo, lo que nos propone Far from Noise es algo tan transgresor como prestar atención.
En una época en la que estamos acostumbrados a la multitarea, en la que paramos un juego para ir a contar a Twitter lo que lo estamos disfrutando, en la que tenemos botón en los mandos de consola para sacar fotos y compartir en redes (interrumpiendo momentáneamente la experiencia), aquí se nos exige que estemos en el momento. Aquí, y ahora. Nada más y nada menos que eso. Una de las primeras cosas que nos pide, dentro (y quiero pensar que fuera, hacia la cuarta pared) es que respiremos profundamente.
Muchas formas de meditación empiezan así, fijando la respiración y pidiéndonos que aceptemos lo que nos llegue, sea lo que sea. Far from Noise es prácticamente eso, una sesión de meditación guiada. Y al igual que cuando meditamos, notaremos por momentos el aburrimiento, la tentación por alejarnos y empezar a hacer otra cosa… Si quieren escucharme el consejo, intenten vivirlo todo de seguido. No es muy largo y así es como está concebido. Para que si le damos nuestra atención honesta e íntima nos devuelva una propuesta que apuesta por el presente, por la vida en cada segundo sin importar lo que venga después.
Todo en Far from Noise está construido para juguetear con nuestro foco atencional. Desde los colores y su diseño (un bonito low poly que reacciona primero al atardecer rojizo y luego al azul plomizo de la noche) hasta su escasa banda sonora, pasando por la auténtica estrella: sus efectos de sonido. Lejos del ruido, como indica su título, uno empieza a percibir de verdad el mundo que le rodea, a ser consciente del instante irrepetible en el que se encuentra. Si estamos atentos percibiremos el murmullo del viento y el chirrido quejumbroso del coche, el canto de los pájaros y el arrullo de las olas. ¿Cuánto hace que no escuchamos con calma alguno de los sonidos de la naturaleza?.
Realmente poco importa el argumento o su conclusión, poco importa que nos permita decidir con las respuestas parte de la biografía de nuestro avatar en el juego. Lo que importa es el momento, y es en el silencio donde encontramos toda su sustancia. Tampoco son necesariamente importantes algunas de las reflexiones que podemos llegar a leer (quizá rozando en momentos la poesía porrera, pero nunca alcanzándola) en comparación al deleite de las olas, el mar y las estrellas; los animalitos del bosque y nuestra existencia fuera de nuestra propia cabeza. Aquí lo que impera es lo sublime de entender que todas las maravillas del mundo pueden concentrarse en un segundo, si le prestamos atención y aceptamos que hay cosas que no podemos cambiar.
Es muy poco probable que cuando termine Far from Noise vuelvan a jugarlo. O al menos, yo no lo haría. Lo que sí es probable es que el cuerpo les pida, de repente, brindar algo más de atención al mundo que les rodea. Que en ese pequeño ejercicio de meditación en formato virtual descubran (o recobren) la conciencia de que pasado y futuro son algo artificial. Que entiendan que cualquier momento es bueno para abrazarse al presente.
Y eso no es poco. Cuando continuamente se tacha al videojuego de distracción, de evasión de la realidad, hay uno que no quiere ni que lo resolvamos ni que nos quedemos en él, sino que le acompañemos durante un momento y, simplemente, prestemos atención.