Hay varios videojuegos en los que he pensado mucho mientras avanzaba por mi primera partida a Exo One. Me venían a la mente, fundamentalmente, Race the Sun y No Man’s Sky; obras que aunque comparten temas, no tienen tantísimo en común salvo su amor por la maravilla, por la propia fascinación. Porque, si tuviera que decirlo con una sola frase, hablaría de eso, de cómo el puro núcleo del juego de Jay Weston es el rapto estético. Es obvio que Exo One tiene mucho más que aportar más allá del puro stendhalazo, pero creo importante recalcar que es uno de esos videojuegos que tiene clarísimo lo que quiere decir y pone todos sus recursos al servicio de su declaración.
Abre (y va a continuar) como un relato de ciencia ficción que a veces recuerda al Contact de Carl Sagan, una historia más o menos críptica que deja cierto margen al jugador a que se pregunte qué está pasando y que finalmente decida cuál ha sido el sentido de su viaje. No es lo más importante pero tampoco es un aderezo, sino, de nuevo, parte de la propuesta global. No existiría Exo One sin esos pequeños cortes ni los flashes del mundo en el que ya no estamos, de la tripulación que se ha perdido en una misión a Júpiter probando una tecnología que les era ajena. Una tecnología que ahora usamos nosotros, no se sabe si para encontrarles, si para salvarles o para salvarnos.
Esa tecnología es la extraña nave de diseño claramente alienígena que vamos a pilotar durante todo el juego. Una pequeña esfera todoterreno que parece diseñada por alguien que de verdad conoce el universo. Su funcionamiento es sencillo y sobre él se asienta prácticamente todo Exo One: podemos rodar de un lado a otro y también modificar el peso de la nave; ya sea aligerándola para que planee o sumándole masa para que acelere o se enrisque por pendientes y gane la velocidad suficiente para lanzarse al cielo. Un mecanismo sencillísimo y limitado por el diseño que en ningún momento llega a cansar, que invita a experimentar y a jugar, a disfrutar de un primer nivel lleno de inclinaciones, surcos y cambios de rasante. Ese mundo inicial va a actuar como tutorial y a enseñarnos que no es que los planetas hayan sido diseñados para nuestra canica cósmica, sino más bien al revés: tenemos el vehículo ideal para explorar el universo.
Todo es física en Exo One. Es la única lección que nos da el juego, y lo hace con una tremenda sencillez. Logra que rápidamente venga nuestra intuición a complementar lo que nuestra formación académica en la materia no nos pueda dar. Si nos despeñamos y dejamos de aumentar nuestra masa justo antes de una pendiente que sube saldremos disparados, si planeamos en caída libre ganaremos velocidad (¡llegando a romper la barrera del sonido!) y con un giro notaremos cómo se mantiene el momento lineal… Es una gozada. Siempre hay un juego nuevo al que abandonarse, porque más que notarse como un reto, todo pequeño escollo más bien se siente como pura recreación.
No sabemos qué habrá al final de nuestro viaje espacial, pero para llegar hay que atravesar una serie de monolitos que conectan planetas de nuestra galaxia separadísimos entre sí. Así, cada nivel es un mundo ignoto, un lugar en el que probablemente seamos el primer y único humano que habrá. En el horizonte tendremos siempre la luz azulada del siguiente monolito, y hasta él, nuestra pura y dura diversión hasta llegar. Porque el diseño de niveles de Exo One es pura fantasía, con cada mundo siendo una propuesta para experimentar de distintas formas con nuestra navecita. Aunque tenemos grandes espacios por delante, se hace muy difícil tanto perderse como sentir que estamos siendo guiados. Es como si Jay Weston nos dijera que tenemos el rato que queramos para entretenernos en este nuevo mundo acuático o jugando con la gravedad y la velocidad de escape de los nuevos asteroides a los que hemos ido a parar. Me gusta, también, que no son sosias en colores pastel de nuestra Tierra: hay gigantes gaseosos, infiernos de electromagnetismo desatado, páramos con estructuras alienígenas… Cada rinconcito de Exo One es una nueva invitación a dejarnos llevar por la maravilla, a soñar como lo hacían los primeros exploradores.
Porque, como digo, todo es física y como tal se siente casi cualquier escollo, no como un demiurgo que quiera mantener desafiante el camino. Lo mismo sucede con la increíble banda sonora de Rhys Lindsay, un ejercicio de elegancia y austeridad en forma de cortes instrumentales que acompañan y nunca pelean por ganar protagonismo. Exo One podría ser también un juguete en nuestras manos, una canica con la que juega un chiquillo mientras imagina que recorre el universo.
Valoro mucho, cada día más, las obras que no quieren constreñirse a las normas absurdas con las que nació el videojuego como medio. Exo One está entre ellas, y Jay Weston es un creador que ha sido valiente y ha tenido muy claro lo que él quería decir: la maravilla está por delante de cualquier otra cosa. ¿Qué sentido tiene embarrarla con elementos ajenos, con leyes absurdas y normas que no se le aplican? Hablaríamos de un videojuego que sería increíblemente peor si tuviera marcadores de puntuación, muertes o fallos catastróficos. Pero no. Lo que tenemos es un cajón de arena hermosísimo con el que jugar e imaginar.