Análisis: Antichamber

Análisis: Antichamber 2

Cuando pensaba en cómo encarar este texto llegué a plantearme enfocarlo como el de Little Inferno, pensado para cuando el lector hubiese completado el juego y no antes. Si descarté esta posibilidad fue, entre otras cosas, para no poner a prueba vuestra paciencia (y porque me gustaría que esta vez me leyese alguien), pero lo cierto es que es terriblemente difícil hablar de Antichamber sin poder explicar al menos alguno de sus puzles, y de la misma manera será difícil transmitiros esas ganas de jugarlo que tanto bien os harían. Sin embargo resultaría tremendamente injusto chafaros el descubrir siquiera el más básico de sus acertijos.

“Cada viaje es una serie de elecciones,

la primera es empezar el viaje

Lo compararon con Portal. Pero en Portal hay una mecánica fácilmente explicable en la que se basa todo el juego . Aquí no. Y si me preguntáis cuál creo que es el principal error de Portal os diría sin duda que la evidencia de sus piezas; cuando entras en una sala sabes dónde está la salida, dónde puedes abrir portales, dónde no, si necesitarás una caja o si desplazarás un láser. Es un juego de puzles en que la dificultad se haya en colocar las piezas, pero éstas resultan totalmente evidentes en todo momento.

Por eso si me preguntáis a qué juego se parece Antichamber mi respuesta será sin duda que a un sandbox. Se ha cometido el error de asociar ese concepto con escenarios grandes y abiertos cuando en muchos casos las posibilidades que se ofrecían eran más bien limitadas. Pero sandbox significa caja de arena, y jugando a Antichamber me he transportado a esos momentos de la infancia en que experimentaba con las posibilidades que mi entorno y mis juguetes me ofrecían. De eso va Antichamber. Encerrado en un laberinto del que, en teoría, hay que encontrar una salida, progresar supone recorrer pasillos que no son pasillos, abrir puertas que no están cerradas y construir escaleras al cielo con los peldaños que acabas de subir. Tus ideas para avanzar no son más que endebles castillos de arena a punto de desmoronarse y construidos por la impaciente mente de un niño de cinco años.

La magia de Antichamber no sólo reside en que cada reto y cada desafío sean distintos a todos los anteriores, ni en que lo sean a los de cualquier otro videojuego al que hayas jugado con anterioridad. Su magia reside en que te pide que pienses de maneras en que no lo habías hecho antes. Y así es como consigue sorprenderte cuando descubres la forma de resolver cada puzle. Recorrer Antichamber es recorrer un camino nuevo al cien por cien; nunca antes habías estado aquí, nunca habías intentado pensar de esa forma, nunca habías tenido esas ideas, tanto las pocas que funcionaron como las demasiadas que no.

Y tan evidente es que la dificultad radica más en encontrar la forma de pensar el escenario, es decir, encontrar las piezas, que en ser capaz de encajar dichas piezas, que una vez hayas solventado un problema te parecerá tremendamente simple, tan absurdo como ingenioso. La sensación de que el juego se está riendo de ti y de las convenciones en que basas tu actuación es constante pese a la seriedad que lo envuelve todo a cada momento. Cada vez que consigas sentirte más inteligente que él reducirá esa sensación a segundos para tenerte dando vueltas otra vez quizás durante horas. Harás trampas y algunas funcionarán y te preguntarás si acaso no sería eso lo que Antichamber esperaba de ti.

Quizás sí lo era, de hecho, porque él también lo hace. El mayor fallo que achaco al juego (y habrá quien no lo vea como un defecto) es que te enfrentarás constantemente a situaciones que todavía no podrás solventar. Mientras no hayas conseguido alguna de las mejoras de la herramienta que te acompaña desde poco después de empezar no podrás pasar por determinados sitios. Pero tú eso no lo sabes, tú acabas de derruir paredes con la mirada y caminar sobre el vacío, así que lo lógico será que pienses que aquí también hay truco y te tires, literalmente, horas buscando una solución que no existe hasta que desistes y te vas a por otra cosa. Supongo que esto forma parte del encanto del juego; que incluso más que la resolución de las situaciones, lo que busca es el proceso cognitivo que desarrollas para llegar a ellas (y eso se da aunque no puedas resolver la situación). Así es como cualquier partida de más de dos horas a Antichamber me ha deparado unas cefaleas que ni la última vez que entré en un Bershka.

No hay un argumento o un hilo conductor detrás de Antichamber y, sin embargo, hay un interesante trasfondo acompañando al juego en todo momento por medio de bocetos y mensajes en las paredes que dotan de significado al puzle que acabas de superar. Suelen ser mensajes vitales del tipo de “el mundo se ve diferente al otro lado” o “no conseguir el éxito no significa no poder avanzar”, aunque el fino sentido del humor sigue presente incluso aquí: memorable fue el momento en que, tras dar vueltas en círculo como un idiota durante un buen rato, el juego me plantó delante de las narices la imagen de un perro persiguiéndose la cola.

Hay, además, una extraña sensación en todo momento; la de que hay algo que no encaja en, irónicamente, un mundo tan intrínsecamente coherente como este. Probablemente no esté pasando nada, pero parece que sí, y fascina aunque no lo entiendas quizás precisamente gracias a que no lo entiendes, como la primera vez que ves 2001: Una Odisea del Espacio. Sucede cuando encuentras cubos llenos de extrañas imágenes, cuando pasas de escenarios de un blanco nuclear del que en Ariel se sentirían orgullosos a la más impenetrable de las oscuridades o cuando piensas en esa inquietante cuenta atrás para que, sabe Dios qué, suceda. Cuando consigues escapar a la desaparición del suelo bajo tus pies o cuando descubres que tenías que dejar que ese suelo desapareciese. Cuando vuelves a escuchar el péndulo del reloj oscilar a tu espalda, cuando chapoteas en un suelo de baldosas o el juego te evoca un bosque frondoso sin el más mínimo atisbo de vegetación. Cuando todo eso pasa, debes asumir que llevas demasiado tiempo seguido jugando a Antichamber y probablemente tu desquiciada mente ha empezado a delirar tanto como la de Alexander Bruce, el tipo que pasó cuatro años de su vida pensando este juego y cuya genialidad está fuera de toda duda.

No es la primera vez que un juego hace uso de espacios no euclídeos para plantear su escenario y sus desafíos pero, bueno, comparados con Antichamber… sí, es la primera vez. Pero su forma de jugar con la psicología del jugador es lo que de verdad marca la diferencia. Quizás falle o no alcance la excelencia en los apartados accesorios, aquellos que completan una experiencia (pero no la crean), pero como juego de puzles no tiene rival. Desafía tu raciocinio porque lo has basado en la percepción imperfecta e imprecisa de tus sentidos o porque has decidido erróneamente desconfiar de ellos. Parece que Bruce podría haber creado un juego perfecto y, en lugar de ello, ha decidido ir más allá y ha creado un juego humano, humano en el sentido de que no se basa en mecanismos como los demás videojuegos. Ni siquiera se inspira en la mente del jugador. Antichamber es humano porque comprende, desafía, supera y sorprende la mente del jugador cuando no está jugando, es decir, la mente del jugador cuando no es jugador, y plantea esto mientras sí lo está haciendo, mientras sí está siendo jugador, dado que te pide, te exige, que pienses como jamás lo harías en un videojuego. Por eso quizás le resulte más fácil a quien no está habituado a jugar. En cualquier caso y, a modo de conclusión, juégalo cuanto antes, pero siempre bajo tu propia responsabilidad.

 

 

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