Hace unas semanas, charlando con el periodista argentino Nacho Jacobo del medio argentino Press Over, pasamos del tema de la nostalgia (en referencia a la polémica que parece no terminar en torno al aspecto visual del nuevo Monkey Island), al de la memoria. Encontramos un nudo en cómo se confunde —o es confundida— una memoria «real» (todo lo real que puede ser la memoria), con una memoria impostada, generada por el imaginario generado por el universo del consumo, por la moda, y por crianza sentimental a través de productos comerciales. Este nudo nos lleva a la manipulación de la memoria, a la forma en la que ciertos momentos importantes de nuestra vida colectiva sigue ocultos u ocultados porque, de alguna forma, no interesan que sean presentes.
Al hilo de esto, salió a colación el éxito explosivo que supuso aquí en España la salida este mismo año de ROJO: A spanish horror experience de Miguel Moreno, un pequeño videojuego de terror que nos mete en el piso de un fascista español de viejo cuño, para investigar algo, y cómo no es necesario en esa obra insertar elementos clásicos del terror videolúdico para generar ese sentimiento: la simple presencia de decoración rancio-franquista y nacional-católica es suficiente para darnos repeluco. Nacho comentaba que eso en Argentina no podía pasar (al menos de momento), porque acontecimientos como la dictadura de Videla o las Malvinas estaban demasiado presentes, como un elefante en la habitación, y generan tensiones y conflictos. Yo le respondí que, en realidad, la memoria de la Guerra Civil y la Dictadura, aunque se han vuelto en las dos últimas décadas temas de política candente, de revisión, denuncia y reivindicación por parte de las víctimas de una reparación de la memoria, sigue existiendo un cierto tabú en ciertos ámbitos, porque genera esa tensión y conflicto, y donde tal vez se puede hacer una defensa pública de ciertos valores anti-franquistas, en el ámbito privado, en las familias —sobre todo en las represaliadas—, sigue existiendo un sentimiento de opresión. Pero eso va cambiando.
En las artes la representación ha sido mucha y variada, pero quedaban todavía espacios para las reivindicaciones, sobre todo esos espacios que reclaman una atención de la gente joven. Realmente, el único tema que ha aparecido explícitamente en videojuegos ha sido la Guerra Civil, y ha sido abordada en el género de la estrategia, con la pátina de neutralidad que implica eso (es solo guerra, estrategia y táctica, no hay moral ni política). Sin embargo, no todo es polvo en el erial. El pasado 5 de agosto, coincidiendo con el aniversario del fusilamiento de las conocidas como «trece rosas», salía la demo de un videojuego del mismo título, 13 Rosas (disponible en itch.io), un título de terror que no lleva a través de una vieja casona llena de habitaciones rezumantes de memoria de la que tenemos que escapar encontrando las trece flores y entregándoselas al custodio de la puerta. Las trece rosas, para quien no lo sepa, fueron trece mujeres fusiladas el 5 de agosto de 1939; treces militantes del PCE y las JSU, ya clandestinas tras el final de la guerra. Fueron detenidas y torturadas junto otros hombres y mujeres en uno de los primeros episodios represivos a gran escala en Madrid. Su caso trascendió en el extranjero, y por eso se les tiene un especial reconocimiento. Pero el juego no cuenta solo la historia de las trece rosas; va más allá, a hacerse eco de todo el horror que duerme en la memoria colectiva de España. Esta obra se hace cargo de la memoria de ese horror desde lo videolúdico.
De todo esto ya habla Elena Cortés Alonso en su texto y entrevista realizada a Casilda de Zulueta, principal desarrolladora, para Anait. Casilda está acompaña —al menos para la realización de la demo— de Francisco de Zulueta, a la sazón su padre, a cargo de música y sonido, y de Daniel Palacio, encargado de que interfaz, ítems, textos y navegación funcionara lógicamente en la UI. Yo he tenido la suerte de poder charlar con Casilda sobre el proyecto, y sobre el entramado teórico y práctico que supone una obra de estas características. Porque todo está entrelazado: el tema va acompañado de un modo de entender las relaciones sociales, nuestra relación con el pasado y nuestra relación con el videojuego. El tema presupone una práctica; la práctica presupone una forma de entender el tema. Esta idea vertebra tanto el proyecto como la conversación.
Una de las cosas que más me llamó la atención es el abordaje del tema desde el terror. Uno se esperaría, al tratar temas de historia que suelen tener una vocación más informativa y didáctica, más bien algo tipo aventura, más narrativo. Algo tipo Valiant Hearts, con sus registros históricos repartidos por todo el juego (para hablar de la Gran Guerra); o si algo más documental como Attentat 1942 (para hablar de la ocupación nazi). Pero para hablar sobre el fascismo español, la propuesta pasa por el terror. ¿Por qué? «Porque considero que es el tema más terrorífico del ser humano contemporáneo», dice Casilda. A partir de aquí se construye todo: el ambiente es opresivo, amenazador, asfixiante; sin embargo, la propuesta no pasa como con ROJO por un abigarramiento de iconología franquista, sino por su exclusión (para evitar cualquier tipo de manipulación malintencionada), y centrar la apuesta en todo el aparato simbólico (y material) que acompaña al sufrimiento de guerra y represión de les defensores de la República.
Yo partía con la comparación casi trivial con Silent Hill (trivial por falta de referencias propias): espacios cerrados y oscuros casi vivos, con paredes en las cuales parece que en cualquier momento te va a absorber; salas donde se aprecia un pasado de vida, pero ahora lo que queda es un desorden viejo; o ese espacio abierto sin horizonte, solo claridad de niebla. Del mismo modo que el juego mira hacia casa para trabajar el tema, centré mi mirada en alguno de nuestros interiores: esos interiores que me recuerdan al viejo colegio de los jesuítas de mi pueblo, o a la casona donde recibí la catequesis. En estos espacios no se podía observar más que contenido religioso y cierta senectud polvorienta, pero también se arremolinaba en los baldosines hidráulicos, en las jambas agujereadas, en la poca luz, un desgarro callado. Porque, por ejemplo, el colegio de los jesuítas de mi pueblo fue un centro de la Institución de Libre Enseñanza tras la disolución de la Compañía de Jesús en 1932, durante la Guerra Civil hospital militar, y devuelto tras la guerra a los monjes (y donde, por cierto, han estudiado figuras como Guillermo Fernández Vara o José Manuel Soto, de lo más granado del reaccionariado nacional). Cuando recorremos las calles y algunos edificios de nuestra tierra, recorremos sin apenas percibir la opresión que esos muros han visto; recorremos trazos de pasado doloroso indolentes. 13 Rosas da luz a ese dolor.
La forma que tenemos de dar cuenta de esto en el juego es a través de la recuperación de los retazos de historia, y de sus materializaciones, a través de las rosas. Aquí Casilda nota una relación que yo no había sabido percibir con Slenderman: «¿Por qué en vez de recoger ocho páginas no recoges trece rosas?» La presencia de Silent Hill será a la postre más relevante —«Tienes que entender lo que estás haciendo para llegar a cada rosa»—, que de Slenderman; éste marca el planteamiento, no el objetivo. Es aventurado decir que se tratará de Silent Hill sin enemigos, o sin game over (porque todo puede cambiar); pero lo cierto es que todo gira en potenciar una dimensión emocional más contenida, donde el terror viene de «la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos», dice Marx. Ahora «los muertos tienen que enterrar a sus muertos, para cobrar conciencia del contenido» (que también dice Marx); es decir, una toma de conciencia que lleve al reconocimiento y a la reparación, donde dejemos que el sufrimiento de los muertos por mal–muertos encuentre reposo y deje de atormentarnos.
Sin embargo, el objetivo no es «informativo», educativo o intelectual; esto Casilda es lo tiene claro: en uno de los puzles de la demo se presentan de forma resumida las definiciones de Umberto Eco sobre las características del fascismo; en el juego se presentan no como definiciones sino que se trasladas a la primera persona, dando la sensación de convencimiento de quien lo haya escrito, como declaración de intenciones. Esto salta sobre lo meramente intelectivo a lo emocional —«¡Qué miedo da quien haya escrito estos textos!»—, abriendo otro espacio para el desarrollo del tema, «porque —dice Casilda— es mi sensación en el campo de lo emocional; no concibo afrontar estos temas si no son relevantes también sobre nuestras emociones». Esta es una cuestión importante, porque ludificar a través de puzles algo tan importante como nuestra memoria colectiva sobre el horror puede conducir a trivializaciones.
Por eso no consiste en solucionar puzles para avanzar en la historia, para alcanzar el siguiente puzle; consiste en solucionar puzles para entender y para despertar los afectos hacia un sufrimiento cercano pero silenciado: «Si realmente nos fuera indiferente no buscaríamos una solución». El misterio no lo establece el puzle, sino nuestra relación personal (y colectiva), con lo que se transmite, y que aquí se manifiesta en en enlace emocional que nos dispone el puzle, el ambiente, el reto. Ni lo mecánico ni lo narrativo por cada lado —«las mecánicas van a funcionar siempre a favor de lo que se quiere transmitir, porque lo lúdico no se separa de lo narrativo, esa es una falsa dicotomía»—, sino la relación de intimidad que establezcamos con el juego como un todo: «Cómo yo voy a hablar del juego es tan importante como cuando se juegue; mi insistencia es que esto no es un serious game, porque no es una herramienta pedagógica de principio a fin; es un juego cuyos temas son serios, pero se asemeja más —sin ponerme yo a la altura de ni mucho menos— al Laberinto del Fauno¹ que a un manual».
Todo esto no quita que pueda tener una dirección posterior, ahora sí, educativa, como contraparte de un programa de estudio que aborde la memoria histórica con apoyo y rigurosidad. El hecho es que el juego tiene mucha documentación detrás, que no tiene por qué quedar en el fondo sino que también tiene que conocerse. De ahí la idea de generar una «enciclopedia» dentro del juego o, dependiendo mucho de cómo vaya el desarrollo, Casilda comenta la posibilidad de que haya «un modo en el que no haya que resolver nada, en el que puedas simplemente leer los textos, y sea de forma más directa un memorial virtual». Y piensa en los memoriales de los campos de concentración nazi. En este caso, un memorial virtual que tiene bastante de memoria personal, por no adecuarse necesariamente a exigencias museísticas sino con ese modo intrincado de la memoria a través de pasillos y habitaciones con elementos en apariencia inconexos, pero que dan forma a un todo con sentido cuando se mira en conjunto la biografía de una persona, de un pueblo, de un país. Se trata de despertar la memoria de formas alternativas, y, como dice Casilda, «al terminar esta obra no vas a saber cómo luchar contra el fascismo, pero quiero que empiece el diálogo, y quiero reapropiar el juego como medio de expresión para tratar estos temas». Los primeros pasos hay que darlos en algún momento.
Y para que esto no se quede en un espacio demasiado limitado dentro del espectro del videojuego (como un videojuego de culto que va a jugar quien esté interesado o quien quiera hacer algo didáctico), vienen todas las decisiones técnicas, un elementos más que atraviesa toda esa práctica que va de lo concreto que se quiere contar a toda la forma de hacerlo. Cuenta Casilda que «no quiero que juegue solo gente que tiene un pc gamer, sino que quien quiera acceder a este juego, a esta experiencia, que no le cueste extra —casi todo el mundo tiene un móvil—». También tiene que ver que la propia formación, relacionada con el móvil: «uno de los temas que más orgullo me dan es que mis modelos y mis texturas y todas esas cosas están optimizadas para que funcionen en una patata, y quería demostrar que puedo hacer un juego, puedo hacer los gráficos y todo eso, y que funcionen en un móvil de hace cinco o siete años , que funcione en móviles de menos de 200 euros». Porque los videojuegos no son solo para quien se puede comprar una consola y gastarse sesenta euros en una novedad. No hablamos tanto de «accesibilidad» —que también lo es: a pesar de cierta dificultad todavía con un movimiento poco fluido, se puede jugar con una mano, con un dedo—, sino de una democratización (aquí meto yo a Benjamin en la conversación, a falta de una palabra más precisa que existe que no nos salía a ninguna de las dos, y que no he acertado a encontrar). Es importante meter mano en el videojuego para móvil, un espacio que ha quedado demasiado relegado a lo casual y a lo freemium, pero que debe articularse también como un espacio de experiencias significativas: «Yo quiero ocupar ese espacio», comenta Casilda.
Se une tema, género, plataforma, manera de entender la relación con el medio: una práctica comprometida que vertebra todo. Pero hay que tener presente que lo que nos han presentado es una demo; una propuesta, un proyecto, que se quiere sacar porque se considera importante, pero que no va a salir a cualquier precio (es decir, a costa del esfuerzo no retribuido de terceros). Hace falta fundamentalmente tiempo y financiación. Y por un proyecto así, comenta Casilda, merece la pena el esfuerzo: «La memoria histórica sobre España es importante no solo para el país, no es una cuestión nacional, solo; está intrínsecamente relacionado con la historia de Alemania, les guste o no tienen que hacerme caso». Ahora toca organizar y buscar financiación, a quien le pueda interesar, no ya, como dice, en términos nacionales, sino que la historia de la República, la Guerra Civil, y la Dictadura, implican la historia de toda Europa (y gran parte de Occidente) durante muchas décadas. No en vano, España fue campo de pruebas militares de nazis alemanes y fascistas italianos, España fue refugio de nazis y fascistas huidos tras la Segunda Guerra Mundial, y España fue baluarte del anticomunismo bajo financiación y ayuda de los Estados Unidos de América. Y Francia entregó refugiados republicanos a la Guardia Civil, igual que Portugal (bajo otra dictadura, ojo), y… Son muchas cosas. Pero, como dice Casilda, «el trabajo hay que pagarlo. Yo esto lo he hecho por amor al arte», y que la realización de un videojuego completo más allá de este prototipo «no es un trabajo de tres». Y nadie va a trabajar gratis. Esto también es compromiso.
De aquí a lo que termine siendo —en torno a dos años, con suerte, calcula la desarrolladora—, pueden pasar muchas cosas, pero, dice, «no va a cambiar el sentimiento, el sentimiento de que hay que hacer justicia al pasado» Recuerda lo que dijo Elena en su artículo: «reparación». Nuestro monstruo —el que todavía nos acompaña cada día en nuestro devenir como seres con historia—, se parece bastante al que nos presenta Casilda y su equipo, aquel al que tenemos que entregar las trece rosas. Lo que quiere el monstruo, esa amalgama de cuerpos sacados del Gernica de Picasso (cuadro y evento de la Guerra Civil que imagino que no tengo que explicar), al darle las rosas para que nos deje salir, es una reconciliación, es la forma de hallar amparo y alivio del sufrimiento en el rencuentro con lo perdido (por la violencia), para poder escapar de la opresión de esos muros —así lo interpreto yo—. Es un dolor inexpresable, cuya reparación nunca va a ser completa, porque es una herida que, al menos a mi juicio, no puede encontrar sanación. Porque nadie va a devolverles a la vida, tan solo se puede intentar hacer justicia, pero el sentimiento, ese que Casilda dice que no va a cambiar, se te queda agarrado en el pecho y no te suelta. ¿Cuál es ese sentimiento? Tal vez esas últimas palabras de Julia Conesa en una carta dirigida a sus padres (y que da título a un documental dirigido por Verónica Vigil y José María Almela): «Que mi nombre no se borre de la historia». Esa es la reconciliación que una propuesta como 13 Rosas explora, y espero, con todo mi corazón, que tenga la oportunidad de realizarla, porque merece la pena el esfuerzo.
¹Película de Guillermo del Toro de 2006 ambientada en la posguerra en el norte de España, cuando el ejército franquista perseguía al maquis como restos de la resistencia de la República, que mezcla este conflicto elementos fantásticos a través de los ojos de una niña.