1001 Videojuegos que debes jugar: Resident Evil 2

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Resident Evil 21001 Videojuegos que debes jugarUna hora y cuarenta y dos minutos, 1:42.

Ése es mi récord absoluto con el segundo escenario de Leon S. Kennedy en Resident Evil 2. Evidentemente ustedes no están buscando un texto en el que leerme fardar del que probablemente sea uno de mis mejores récords en el mundo de los videojuegos, así que no se asusten, porque no vengo a fardar.

Resident Evil 2 salió en Europa en mayo de 1998, muy poco antes de cumplir los trece años. Aprovechándome del poco conocimiento de mi madre, conseguí que mis buenas notas al final de curso lo convirtieran en el regalo de cumpleaños que llevaba tantísimo tiempo esperando. Ahora lo pienso y me siento hasta mal por haber engañado a la mujer, porque tengo claro que no regalaría un juego así a un niño de esa edad. Pero en su momento dio igual. Había sido incapaz de avanzar en el primer Resident Evil porque el miedo me comía al recorrer la mansión, pero ya llegaba bien entrenado a esta segunda entrega: lo había jugado de manera obsesiva en casa de un amigo, en una demo por tiempo (ni me acuerdo con qué revista o juego venía), turnándonos para ver quién llegaba más lejos en el inicio.

Esa amistad se cimentaría aún más durante tardes en su casa viendo “Select” en la MTV (de los pocos chavales del barrio que la tenía), pero hasta entonces, podríamos decir que nació con el pique de Resident Evil 2. De esos primeros enfrentamientos en la demo, intentando avanzar lo máximo posible, hasta ya volvernos locos con el sistema de clasificación que daba el juego al pasárselo: una retahíla de letras que iban de la A a la D (con la S como colofón). Recuerdo que en ese ránking una de las cosas que bajaba a la letra inferior, automáticamente, era utilizar un spray de curación, así que desde el principio estuvieron prohibidos. También dependía del número de veces que guardásemos partida (recuerden, limitado por las cintas de tinta para la máquina de escribir), las muertes y posteriores reintentos…

Tan fuerte le habíamos dado a esa demo inicial (en la que se podía llegar hasta la comisaría, prácticamente), que podría decirse que a ninguno de los dos se nos hizo difícil sacar el máximo ránking. Me pasé por primera vez el juego abriendo con el disco de Leon y luego el “segundo escenario” de Claire, una idea que en su momento cautivó mi cabeza de adolescente. Como me era imposible utilizar el spray de curación, recuerdo acumular y acumular hierbas verdes y rojas, como afectado por el Síndrome de un Diógenes jardinero. Lo mismo con las armas de más potencia, hasta el punto de que solía bromear con mi amigo diciendo que los protagonistas, al acabar el juego, podrían montar perfectamente una armería.

Y es que Resident Evil 2, aún no siendo un juego excesivamente sencillo, sí que era mucho más fácil que la primera entrega. Cuando uno tenía ya un nivel de dominio acababan sobrando objetos de curación y munición por todos lados. Y sin embargo, aunque lo supiera, racionalmente, era incapaz de “malgastar” tiros con esa inmensísima Magnum a la que luego se le añadía un cañón, más adecuada para cazar leviatanes que tristes enemigos finales.

Así que ya teníamos el máximo de clasificación, ¿cómo podíamos seguir enfrentándonos? Regateando zombis. Sí, regateando zombis, riánse. Un día en casa de mi amigo, tras haber leído en algún sitio el “truco” para conseguir las ropas adicionales (llegar hasta la comisaría sin coger un solo objeto, matar en un pasaje al zombificado piloto del helicóptero del primer juego y coger la llave de una taquilla que dejaba caer), empezamos a sacarlo. Nos dimos cuenta de que la forma más sencilla era ir esquivando a los zombis, aún con los controles espásticos, y eso nos dio una idea. ¡A ver quién era capaz de sortear a más zombis sin que le tocaran! Pasamos una semana, al menos, haciendo el idiota así. Y no recuerdo quién ganó, la verdad, pero sí que era casi más divertido que explorar la maldita comisaría diseñada por un arquitecto que dejaría por santo a Calatrava.

Eso también se agotó. Llegaríamos por ahí al “cuarto superviviente”, ese escenario adicional con el personaje de Hunk, pero tampoco nos duró demasiado. Y mi amigo jura y perjura que se pasó ese mismo escenario con el personaje loco de Tofu, que sólo tenía un cuchillo, pero nunca fue capaz de mostrármelo. Yo ni lo intenté, no porque pensara que iba a ser complicado, sino porque me daba grima el diseño, ese bicho de pasta de judía fermentada con bracitos mierder.

¿Qué nos quedaba por hacer?

El segundo escenario. Mucho antes de los speedruns en Youtube, y muchísimo antes que el mismo Youtube, empezamos a picarnos para ver quién era capaz de pasarse el segundo escenario de Leon (el más corto del juego, si descontamos al “cuarto superviviente”) en menos tiempo. Aquí era fundamental ir de un sitio a otro casi de memoria, regateando a la mayor cantidad de enemigos posibles y sin pararse a buscar algunas de las armas opcionales que uno podía encontrar. Una vez, dos veces, tres veces. Perdí la cuenta mientras bajaba más y más en el crono, pero sí sé que hubo una tarde en la que llegué a pasármelo dos veces. Así hasta llegar a la marca que se me ha quedado grabada en la cabeza, tanto como para obligarme a escribir esto: 1:42.

Mi amigo había sido incapaz de bajar de su mejor marca, 1:45, así que por un margen de tres minutos me convertí en el ganador absoluto de nuestro extraño campeonato. Después de semejante sobredosis podría parecer que no queríamos saber nada más de la saga, pero la estiramos un poco más hasta que ya acabó el verano, volvió el instituto y llegó Tekken 3 a nuestras vidas, que da para otro texto menos nostálgico y más cargado de violencia verbal entre chiquillos y mandos tirados al suelo.

Ahora dejemos el pasado y vengámonos a 2015. En la actualidad existe el streaming de partidas y criterios más o menos objetivos (esos sempiternos logros/trofeos) para demostrar nuestro dominio de un videojuego. Uno se mete en YouTube y puede perder la cabeza ante las virguerías que hacen los chavalines, ante esa artesanía extraña que hay en el dedicar meses a un juego hasta desgranar todas sus mecánicas y dominarlo de una forma que asustaría sus desarrolladores.

Y si nos atenemos a esas puntuaciones, soy un “videojugador” mediocre. Sólo hay un título en el que haya conseguido todos los “logros” (Dragon Age: Origins), y fue gracias al sumatorio de partidas mías y de mi pareja. Cada dos-tres días veo a alguien en Twitter subir una captura del último “platino” (ahora está todo el mundo con Bloodborne) y siempre pienso lo mismo: a mí me resultaría imposible.

Es evidente que la época de exprimir un videojuego hasta el final se ha pasado (aunque hago la excepción con Alpha Protocol, ya en mi séptima partida) y sé que tiene mucho que ver el poder más o menos adquirir lo que uno quiere sin tener que esperar largas lagunas de tiempo entre juego y juego. Pero no es sólo eso. Creo que en algún momento hubo un cambio dentro de mí, una especie de ansia por probar y más y más cosas, y eso no me dejaba tiempo, saltando de título en título, para centrarme en uno en concreto. Súmenlo al progresivo y lógico “atontamiento” de los videojuegos mainstream (de alguna forma hay que llegar a más y más gente), que desacostumbra a uno, y obtendrán mi manquísimo yo actual: un hombre ya en la treintena al que aún asusta la saga Souls, añorando su habilidad dormida.

Y sin embargo, quiero pensar que hay algo distinto en ese segundo escenario que se repitió una y otra vez durante el verano de 1998. Ese logro no está en mi gamertag ni en mi usuario de Steam, pero lo llevo tan pegado como el calor de julio en mi Tenerife natal. Olvidada la amistad, separada por la vida adulta y los viajes laborales, sigue de alguna manera presente. Un chispazo, un reloj digital brillando en rojo que marca 1:42.

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