Lo que más me gustaría jugar ahora mismo nunca existió. Es un enigma, una ficción, «un juego que el mundo nunca vio». Surgió como una contrapropuesta a la trayectoria que su desarrolladora, Cameron Howe, se hizo a sí misma, un giro de 180º para dejar atrás cuatro iteraciones de motos espaciales, y pasar a construir un nuevo viaje cambiando los cañones láser por piezas de puzle. Pilgrim, uno más de a saber cuántos juegos cancelados por Atari en los noventa, era un evidente adelantado a una época en la que el futuro estaba enhebrándose a través del ojo de Doom. Pero no porque sus gráficos 3D imposibles lo desajustaran de la realidad, sino porque era toda una declaración de intenciones que no se rendía al videojuego como campo de batalla, sino que creía en un paisaje hecho de hierba, ríos, nieve, soledad y camino. Frente a la desconexión, el antagonismo y la hiperestimulación, Cameron Howe, convencidísima, propuso algo que no debería haber sido tan difícil como sigue siendo aún a día de hoy, a este lado de la realidad: respetar a la jugadora. Ni más, ni menos.
Que Halt and Catch Fire retrate tan bien la tensión esencial que sigue habiendo en el mundo de este medio es algo que quizá sea menos paradójico de lo que sentí en un primer momento. El videojuego siempre estuvo de fondo, muchas veces como parte de tramas B o como detonante para algún giro en la historia, pero la fe absoluta que la serie tuvo durante cuatro temporadas en la tecnología y su desarrollo como punto de paso hacia algo mayor, tanto en forma como en discurso, tiene su mayor eco en el reguero de obras que Cameron va dejando a largo del tiempo. Una visión absolutamente humanista que primero la llevó a hacer hablar a aquel primer portátil de Cardiff Electric, que te daba los buenos días cuando lo encendías, hasta que pasó de ser un producto, lo bautizaron como Gigante, perdió la capacidad de conversar y se convirtió en el primer golpe bajo en el combate entre la joven y el mundo. Tras ello, y empeñada en explorar las formas en que la gente podría relacionarse con las pantallas que poco a poco iban colonizando todas las casas del planeta, empezó a hacer juegos. Siguió creyendo todo aquello podía ser mucho más que ceros y unos.
Esta fagocitación continua de la visión y la habilidad de Cameron para imaginar y construir mundos nunca termina. Cuando una empresa como Atari puede redirigirla hacia algo que encaje con sus intereses corporativos, la absorbe; cuando se vuelve demasiado compleja e indefinida, la rechaza. Pilgrim jamás ve la luz porque, en un intento casi desesperado por ver si alguien la entiende, Cameron envía una copia temprana a una revista para que escriba una reseña, y el redactor, frustrado por no encontrar, de nuevo, una forma de ganar, tacha a la creadora de egocéntrica, de no dar pistas y culpar al jugador por no ser capaz de descifrar el juego; de no haber hecho algo divertido. Abatida, piensa que «quizá le falte una mercenaria de tetas grandes decapitando cabezas». No lo dice convencida, pero la sensación de derrota es evidente. La persona colocada entre el resto del mundo y su nuevo juego, la encargada de mediar entre lo que son los juegos y lo que podrían ser, se abandona a lo primero y condena Pilgrim a no existir. No es que sea un mal videojuego, es que, tal y como decide ese redactor, simplemente no es un videojuego.
Porque lo que hay al fondo de todo esto, lo que terminó de condenar Pilgrim al olvido, es la sempiterna convicción de que los jugadores nacen, no se hacen. Ese, y no otro, es el gran fracaso de la reseña que lo mata: no crea (buenas) jugadoras, sino que decide qué es lo que define esa palabra, qué es lo que deberían buscar cuando se acercan a la pantalla, en vez de dar las herramientas necesarias para que cada una lo decida por sí misma; ser un cortafuegos en vez de un detonante. Pilgrim era un viaje introspectivo que terminaba en un abrazo, y algo me dice que hoy, en pleno 2020, aún habría discusiones ontológicas en torno a su condición de videojuego. Antes de que acabe la serie, Cameron construye un último prototipo, otro juego tridimensional en el que unos robots con memoria se acordarían de los jugadores; «un mundo inmersivo y completo». De lo que estoy seguro es de que sí que nos pondríamos a discutir sobre qué significan estos dos calificativos.