Sunless Skies comienza haciéndote preguntas. Tu capitana acaba de morir, la locomotora en la que viajabas está a punto de irse detrás de ella y si has llegado a puerto de una pieza debe ser porque ha ocurrido un milagro. Los primeros diez minutos son de mucho ruido, de introducción in media res a un mundo del que todavía no sabes nada y de cuya hostilidad te vas a hacer una idea en cuestión de segundos. Hay un bombardeo de nombres, conceptos y mecánicas que, aunque es necesario y el juego lo hace con toda la delicadeza que puede permitirse, abruma, no tanto por lo inmediato como por lo que augura. Tras este preámbulo, no obstante, lo que hay es silencio. Llegas a Nuevo Winchester, el primer gran puerto de todos los que le seguirán, y un oficial de estación se sube a tu embarcación. Nota que en su interior reina el ambiente enrarecido de la pérdida, pero, en sus propias palabras, la burocracia no entiende de penas.
El jefe de estación saca unos formularios, y a través de sus pesquisas Sunless Skies te cede la palabra. Quiere conocerte: quién eres, de dónde vienes y qué esperas de este cielo de soles muertos y tormentas que hablan. El control fronterizo entre los dos lados de la pantalla se traduce en un editor de capitanes, sencillo y canónico a primera vista, pero que contiene un par de sorpresas tan determinantes que es imposible no dudar, especialmente si acabas de llegar —como era mi caso— a la obra de Failbetter Games. El nombre del avatar, la forma de su perfil, su trasfondo y afiliaciones son decisiones relativamente sencillas, de esas que se guían a medias entre lo carnavalesco del juego y las señas irrenunciables de la identidad propia. No es lo mismo tener un pasado revolucionario que haber estudiado para cura, pero ahí no hay dilema. Tampoco entre una vida de encierro escribiéndoles poemas a las estrellas o una contada de noche en noche, tan libre como oscura.
Lo complicado viene después de todo esto, cuando tienes que darle un título y una ambición a tu personaje. Dos decisiones que en seguida se sienten de un calado enorme porque implican dibujarle unos mínimos bordes a algo que todavía no tiene forma. El mundo y tu capitana acaban de conocerse y no van a abrirse el uno a la otra sin unas mínimas introducciones. Escoger una denominación es adelantar una presencia, fijar la manera en la que cualquier persona que se cruce en tu camino va a verte, pensarte y considerarte. No hay opción que no esté cargada de implicaciones: Sir, Madam, Doctor, Nurse, Archivist, Sister, Comrade, Citizen… el principio de la identidad está hecho de ataduras y relaciones. Un poder, un parentesco o unas habilidades que nadie va a comprobar si tienes y que no te dará más o menos capacidades dentro del juego. Una decisión que, en el fondo, solo construye la imagen que tienes de ti misma.[
Para la ambición hay muchas menos opciones, pero si hasta aquí se trataba de cómo debía verte el mundo, ahora es justo lo contrario. Lo que te pide literalmente Sunless Skies es que definas el significado de victoria: reunir mucho dinero, inmortalizar tu viaje por escrito o desenterrar los viejos secretos del cielo. Esta es quizá la determinación con mayor calado, no solo porque rematará el aspecto del mundo, cubriéndolo de oro, historias o una ración extra de tinieblas, sino porque será el filtro por el que pasarán todas tus interacciones con el mismo. Sus habitantes pueden ser a penas un medio para enriquecerte, compañeros y rivales en una búsqueda por lo que quede de una luz quebradiza y recelosa, o todo un fin en sí mismo que quedará encuadernado para la Historia.
Lo que elijas será totalmente vinculante, pero el camino hasta llegar al final elegido se deja totalmente en tus manos. A cada posibilidad se le asignan una serie de requisitos, aunque no bastará con cumplirlos, ya que la última gran decisión tras pasar por este juego largo como una vida será la de marcar el punto en el que lo infinito se te habrá agotado y estarás listo para marcharte.
“Lo que te pide literalmente Sunless Skies es que definas el significado de victoria”
Y que te pida algo tan rotundo no es sino otra de esas cosas que inicialmente apabullan pero que poco a poco se disuelven en una realidad difusa que fluye, se mezcla y se transforma sin parar a medida que la navegas. No es más que un trámite, un mínimo de dirección y sentido para dibujarle coordenadas a las nubes. Antes de empezar su gran viaje y dejarte a tu aire, Sunless Skies necesita saber cómo va a terminarse.
Lo que sigue a estas formalidades es el puro acto de juego. Cuando te sueltan en Nuevo Winchester con un par de quests y un mapa esperando a que lo rellenes, el haber visto el final de la aventura casi te quita un peso de encima, porque lo único que queda es dejarse llevar, interpretar un papel y encajarse en los cientos de huecos que te abren los cielos. El vasto mundo de Sunless Skies, con su extensísimo lore y cientos de capas y transversalidades, es independiente y ajeno, pero precisamente por eso es absolutamente apropiable. No está a tu servicio, no es un artefacto que devuelva poder, fantasía o sensación de pertenencia, sino un mero lugar de paso. Uno de esos espacios que se cuentan a dos tiempos, entre el movimiento y la parada, entre acumular recuerdos y tejer memoria.
En un lugar así lo único que puedes hacer es intentar integrarte, lo que requiere la paciencia y el valor de resignificar muchos de los motivos por los que jugamos, pero que a cambio es capaz de entregar lecciones sobre qué es lo que verdaderamente importa de hacerlo. Entrar a formar parte de un espacio tan críptico y vaporoso pide adoptar esas mismas cualidades, y esto va en contra de los automatismos de un medio que suele recibirte con una personalidad rígida y poco maleable para que te la cargues al hombro y tires hacia adelante. En Sunless Skies hay una genealogía contraria a esa tendencia que se basa en una suerte de reciprocidad, en una inversión de la polaridad que te vuelve indefinido e indefinible, que revela que la identidad es un fluido, un espectro en el que oscilamos y que de tanto en tanto se cristaliza en una u otra forma.
Aceptar y asumir que somos poliédricos es en primera instancia extremadamente liberador, pero hay algo aterrador en la sensación emergente de que a la vuelta de todas las esquinas del firmamento puede esconderse una transformación irrevocable. Por todos lados acechan el peligro y la muerte, en forma de locomotoras enemigas, criaturas impensables o enjambres de abejas asesinas —malditas sean todas ellas—, pero en Sunless Skies sucumbir no es sino una parte más del viaje. Hay dos modos de juego en torno a ello: uno en el que morirse es para siempre, tras lo cual hay una sustitución, una nueva capitana que hereda parte de lo que haya conseguido su predecesora; otro en el que cargas partida, vuelves al último puerto del que saliste y continúas con tu aventura. Quizá para volver a encarar lo que te mató, puede que para huir y esperar un mejor momento, pero en cualquier caso con la relativa tranquilidad de que la muerte es solo una acompañante.
Porque el eje existencial de Sunless Skies no es el del reto y el fracaso, el de la vida y la muerte, ni siquiera el del viaje y su destino, sino el de la pura transformación: quién eras cuando llegaste, quién serás al final y, sobre todo, quién eres cuando la contingencia te sale al abordaje. No pasa mucho tiempo hasta que esto cala y asumes que estás inerme y que en tu relación con el territorio de juego eres completamente vulnerable. Cada encuentro es una muesca en la capitana, un nuevo color, el descubrimiento de otra cara, pero también es la pérdida de ir viendo cómo su persona se desgrana, cómo todo Sunless Skies está tejido con líneas invisibles que solo se cruzan en una dirección, límites tras los que no hay vuelta posible. Y esto da mucho miedo.
Un miedo que, además, existe de dos maneras diferentes. Hay uno explícito, procedural, una sensación que Failbetter fabrica y manipula al detalle a través de sus sistemas. Existen dos medidores que lo regulan: el terror, que controla la frecuencia con la que algo puede pasar a mitad de travesía, y las pesadillas, que precisan el tipo y gravedad de lo que te ocurra. A medida que suben te vas haciendo pequeño y al cielo le crecen filos y sombras: quizá alguno de tus tripulantes enloquezca, puede que te vayas a dormir y sueñes con el final de tus horas o que en mitad de la noche la lengua se te cubra de fuegos azules y la piel te apriete, como si se hubiese vuelto pequeña. La lista de eventos es enorme, pero como todo en Sunless Skies, el terror también tiene muchas facetas, y no es posible saber cuál de todas ellas te devolverá el abismo cuando te alongues a su cara.
Lo que haces y dices mientras juegas hace subir y bajar los marcadores, haciendo que su equilibrio dependa en gran medida de cómo te relaciones con el espacio y quienes lo habitan, pero por encima de todo esto hay un cielo lleno de visiones magníficas que a veces son terroríficas y otras un consuelo mínimo para el alma. Los horrores y las maravillas mecanizan y eventualizan la mirada, casi siempre en forma de mementos que retrotraen a un pasado de lucha y supervivencia, a un todavía estar vivo al a pesar de, y te emplazan a un futuro de metamorfosis y nuevos rumbos. En un juego como este, decidir qué da miedo y qué lo calma es al mismo tiempo necesario e irrelevante: recuerda que vas a morir, pero no te olvides de que la vida.
Y lo es porque todo funciona en dos niveles. El miedo procedural está bien implementado y dirige la mano que tienes en la brújula, pero la del timón se rige por otras dinámicas. Cuanto más avanzas en el juego más te crecen las distancias, y como moverse gasta combustible y requiere víveres, a más largas las travesías, más difícil se hace la vuelta. Si se te acaba la gasolina pasarás a ser una más de esas locomotoras que flotan a la deriva, hechas pedazos, llenas de hambre y de huesos con marcas de dientes y cuerpos en diferentes estados de descomposición, que cuentan quién cayó primero y quién se lo comió después. Si te quedas sin suministros serás tú el que tenga que decidir si los muertos son comida. Es una de aquellas líneas que mencionaba antes, una que no tiene eco procedural o narrativo, sino un poso personal, porque del canibalismo no se vuelve, pero tampoco impide vivir con normalidad. Al menos aquí no.
El resultado solo sería una adaptación a lo que la realidad cataclísmica resignifica, esa reconceptualización de los tropos básicos del mundo real que habita en el núcleo de la obra. La magia y la ciencia, la locura y la cordura, la industria y la naturaleza, lo posible y lo innombrable tienen acepciones diferentes en Sunless Skies: son más un conjunto de fuerzas en tensión que elementos absolutamente perfilados. Una incertidumbre que también gobierna la manera en que crecerá tu capitana, debido a ese sistema de niveles que no reparte puntos de habilidad, sino que cuenta trozos de pasado y explica de dónde vienen las fuerzas y las flaquezas. Incluso la idea de lo que le pertenece se subvierte, y va más allá de la mercancía: a veces lo que te encuentras en un cofre es un momento de inspiración, un secreto inconfesable o una visión celestial, pero nunca sabes lo que puede tocarte.
De ahí brota el otro miedo, el fenomenológico, que emerge de lo performativo, de una estética decadente y nebulosa y de un desenfoque controlado que necesita que vayas despacio y mires con calma. Una de sus claves de Sunless Skies es que es lento, que se aglutina poco a poco hasta que se vuelve rotundo e inevitable, que explota cuando el auténtico terror es ir tan lejos que se vuelva imposible regresar sin haber cambiado irremediablemente. A esta fenomenología también aportan la excentricidad territorial, tu propia y evidente insignificancia enfrentada al cadáver de una estrella, a los pozos de viento y tormenta que te piden favores, o montañas que escupen horas en forma de piedras preciosas. Así es como Sunless Skies convierte su viaje en una ontología: jugar te obliga participar de su mundo, pero hacerlo te vuelve otra.
Esa participación, una vez más, es interpretativa y estructura una apropiación a partir del peso de cientos de detalles infinitesimales. La primera zona del juego, una de las cuatro esferas celestes visitables, es un lugar intrincado, de pasillos ramificados y recovecos que lo mismo esconden una ciudad, un circo o un cementerio. Hay un linde constante que hace de guía, casi como un tutorial espacial que luego, cuando das al salto a la siguiente zona —comúnmente Albión, aunque es decisión de quien juega— y los caminos desaparecen, casi surge una dependencia emocional de los bordes físicos del espacio. Lanzado contra la inmensidad del vacío el miedo se multiplica, más aún cuando lo único que tienes es un mapa vacío. Y, entonces, surge una idea: la eternidad no es un tiempo, sino un espacio.
El proceso es curioso, porque la manera en que se va cartografiando tu movimiento arroja casi siempre la misma imagen. Al inicio hay sendas concretas, ramales entre lo que queda de suelo firme, pero según va habiendo cada vez más aire, los caminos no te preceden, sino que van detrás de tu locomotora. Por ello, el mapa de Sunless Skies se siente más como un diario en el que se inscriben todos los cambios. Está aquella ciudad en la que decidiste no firmar una cuenta con el banco, como si el nombre fuese algo demasiado importante como para entregarlo a la ligera; esa locomotora que no saqueaste aun estando al borde del desastre, por si sus muertos también volvían y necesitaban lo poco que les quedase; la última luz, el sol mecánico que nunca deja de girar, retorcido, absurdo y necesario, una visión horrible y fascinante con la que ahora sueñas.
Prácticamente todos los lugares de Sunless Skies tienen apariencia de umbrales, márgenes entre dos estados que no pueden desandarse. De manera sencilla, son puertas: la de un bar que esconde una red de rescate de refugiados, la de un sanatorio regentado por demonios, la del Horizonte Ávido por la que se derramaron los trozos de Londres, la de la Muerte en el Horologión. Todas símbolo de mutabilidad y regidas por una fugacidad simbólica y burocrática. Porque igual que en ese momento al principio de todo esto en que un oficial te preguntaba quién eras y qué querías de Sunless Skies, cada uno de los Espectáculos del cielo forjan regiones más allá de lo físico: son reguladores de identidad. Así que poco importa que el aire se parta en dos, que la nieve se convierta en hongos y flores inmensas o que el Big Ben cercenado del antiguo parlamento se ponga de repente a cantar. Todo aporta de igual manera a un único acontecimiento: el cambio.[/
“En un juego como este, decidir qué da miedo y qué lo calma es al mismo tiempo necesario e irrelevante ”
La gran consecuencia de insertarse en esta dinámica es volverse inasimilable, existir solo como un objeto en movimiento que se explica a sí mismo en virtud de lo que ya no tiene, de lo que hace, de la dirección en la que mira y de aquello a lo que finalmente aspira. La manera en que Sunless Skies está escrito, huyendo de apariencias y proponiendo solo bosquejos, permite que el juego arrincone automatismos y deje que las cosas pasen al ralentí, a la cadencia que cada una le imponga. Al fin y al cabo, la última puerta es esa que se elige al principio y tras la que simplemente hay un punto y final. No un camino de vuelta, sino una interrupción: como escribir entre las estrellas que estuviste aquí fueras quien fueras, y que luego te marchaste a otro lugar. A otras historias.
Cuando todo acaba, con la capitana colgando las botas y, por fin, parándose, lo que tienes es apenas un recipiente, un contenedor con el líquido de todas tus interpretaciones. Y puede que entonces sí puedas decir con precisión quién eres: Sir, Sister, Doctor; revolucionario, conservador o equidistante; caníbal, conquistador o diplomático; parlamentario, contrabandista o muerto en vida; alguien con quien se puede pasar una noche bebiendo, que dispara y luego pregunta o que solo es profundo por los bolsillos. Una mezcla que desaparecerá en el momento en el que cierres Sunless Skies. Pero no importa, porque hay más viajes, más cielos, más identidades. Más oportunidades de estar, de ver y de cambiar. De jugar: ser otras.