Se reían. Se reían, no sin motivo; les parecía gracioso. Siempre supe que era diferente, aunque nunca pude verlo como algo malo. Al menos no la clase de diferencia que en mí detectaban.
Intenté pasar desapercibido, sabedor de que el mundo resultaría más llevadero si conseguía que desapareciese a mis ojos. Sólo si conseguía que no existiese más que la luz que me envuelve podría dejar de ver las tinieblas.
Pero las tinieblas no cesaron. Los gritos siguieron envolviendo mi mente y mis ideas, presa del insomnio y las cefaleas crónicas. Me sentía perseguido. Me supe acorralado. Pero lo resistí. Porque si son gritos lo que no puedo soportar, ¿por qué llenar el aire con más gritos?
Y así pasaron los años, solo entre la marabunta. Hasta que apareció. No fue un alma afín lo que encontré, eso habría sido mucho pedir entre 1200 almas. Ni siquiera era un alma comprensiva. Pero era un alma cálida, un alma incapaz de dejar de sonreír. Literalmente incapaz.
Nos pegamos el uno al otro sabedores de que pocas oportunidades mejores hallaríamos en La Tierra. En la tierra y en la lluvia. Y en las luces de neón de la ciudad. Y en la madera y el vino que alimentaban nuestras entrañas. Donde no hay palabras ni para el papel mojado, nada mejor podría encontrar. Y cuando supe descubrir todo lo que tenía que ofrecerme supe que, ni en esta tierra sin oportunidades ni en ningún otro lugar, podría encontrar un alma con siquiera un poco de su amor.
Y me lo arrebataron. Me lo arrebataron a él. Me la arrebataron a ella; su alma. Entre 1200 había 1198 locos. Tantos locos, que el loco era yo.
Fue su locura lo que me lo arrebató. Y cuando ya no tuve nada que defender con mi silencio, nada me impidió gritar.
La primera vez fue un estallido, un instante de pánico descontrolado presa de un torrente de emociones que me empapó de sangre. Sabía lo que había hecho; había fantaseado miles de veces con ello. Y de creerme incapaz a descubrir que lo había llevado a cabo fue cuestión de segundos.
Perdí el control. No el control de mi cuerpo; el de mis emociones. Y procedí. Con más tranquilidad de la que había sentido en toda mi vida. Con los pensamientos tan ordenados como la veintena de cartuchos de escopeta alineados a mis pies, frente a la ventana en cuyo alféizar me apoyé apuntando hacia fuera. Con el arma que mi padre usaba para cazar conejos presionando mi hombro derecho y la certeza de que tendría el valor necesario para reservar el último disparo para mí.
Pero no es tan fácil como parece. Tras la calma volvió la tempestad. Volvieron las voces en mi cabeza y las conversaciones con las criaturas grotescas a las que me quería parecer. Ya tenía lo que había venido a buscar; tiré el maletín en un contenedor y volví sobre mis pasos tratando de mantener la compostura. Evidentemente, no pude; caí sobre mis rodillas y el vómito me salpicó la ropa. “No pasa nada”, me dije, “sólo ha sido un pequeño instante de flaqueza”. Evidentemente sólo fue eso. Y sé que evidentemente sólo fue eso porque aquella no fue más que la primera vez en que me libraba de toda contención.
No desaté mi ira, desaté la suya; la de quienes la sufrieron, la de esas 1198 almas, porque ellas fueron quienes la crearon. Mi ira era su ira. Y así, una vez tras otra, acercándome cada vez más a sentirme vivo, llegando a tener esa sensación cada vez más cerca y sin alcanzarla nunca. Porque me faltaba él; mi alma gemela.
Y así viví, con el corazón en un puño. No mi corazón, sí mi puño. Hasta que la encontré a ella; un alma libre en un cuerpo que necesitaba ser liberado. Me dio una nueva razón por la que luchar. Una nueva razón por la que guardar silencio. Pero esta vez no me iba a callar. Ya sabía lo que sucedía si hacía eso. Así que seguiría gritando, con mi hoz, mi martillo y mi escopeta, tan lírico y poético como asesinar con una pala de enterrador.
Pero gritar, una vez más, no funcionó. Me la arrebataron a ella como me lo habían arrebatado a él. Sólo, de nuevo, como un alma errante. Errando. Había pasado mis viernes dando siempre las mismas patadas a las mismas piedras, ahora tropezaba con ellas. Algo fallaba.
Así que volví a hacerlo. Una vez tras otra. Cada vez más cerca de que 1200 almas se convirtiesen en una sola con dos recuerdos.
Llegué a conseguirlo; llegué a sentirme vivo. Inspirando y exhalando una larga bocanada de humo negro, mirando al cielo en pie frente a los altos edificios de la ciudad, con el atardecer tiñendo de rojo los neones rosas, con el pitido en mis oídos silenciando los alaridos de 1200 almas en pena. Fue el único momento de mi vida. El único momento en que mi vida fue vida. Una victoria.
Sabía que tendría el valor necesario para reservar el último cartucho para mí. No pensé en que quizás no tuviese la sangre fría necesaria para contar cuántos había gastado. Y por eso ahora estoy aquí. Tirado en el suelo boca abajo con hierba en la boca. Sin poder moverme. Escuchando sus voces. Y no dicen nada bueno. Todavía quedaban muchas de esas 1200 almas. Muchas. Demasiadas. Las oigo y sé que esta será la última vez que el sol queme mi espalda.
Pero hay algo que no podrán arrebatarme; la vida. La que viví cada vez que su sangre salpicó mi máscara de látex. Y es algo que ellos no podrán decir. Porque ellos están muertos, todos, desde el mismo instante de su nacimiento. Incluso aquellos a quienes no he llegado a matar. Y yo he vivido. Incluso en este momento de lucidez, me siento vivo. Creen que sí, pero no pueden decir lo mismo.
Desgraciadamente, siguen siendo demasiados. Muchos más de mil doscientos, todos cazadores que murieron cazados. Como yo.
Pero ya no se reirán.
FIN
Aclaración: lo que acabas de leer es pura ficción (por ahora; no creo que tarde demasiado en empezar a ajusticiar indeseables) y debe el 100% de su inspiración a dos obras muy recomendables que tratan el tema de la violencia desde el punto de vista de quien la ejerce. Se podría decir que la mitad del texto está sacado de una de esas obras y la otra mitad de la otra, siendo así éste, más que algo que se me ha ocurrido a mí, simplemente la suma de la genialidad de otros autores mezclada con entusiasmo. Así pues, si tenéis el mal gusto necesario para que esto os haya gustado, debéis agradecérselo, por un lado, al dibujante de cómics Alfred y su impresionante novela gráfica “No Moriré Cazado”, adaptación de la novela homónima escrita por Guillaume Guéraud y, por otro lado, a Jonatan Söderström y Dennis Wedin, autores de mi videojuego preferido; “Hotline Miami”.