Parece que fue hace décadas (casi lo han sido) cuando leí por primera vez esa obra utópica que era Piratas de textos, la primera conocida del profesor de media studies y creador del concepto del “aca-fan” Henry Jenkins. Como si de repente me hubieran validado mis horas perdidas debatiendo sobre Evangelion en foros ahora desaparecidos, la promesa de aquella obra me hizo creerme un nuevo James Dean mientras surfeaba Mi@rroba y discutía durante meses las propiedades físicas de robots ficticios. En la lejana época en que el profesor de la USC juntaba aquellas letras y exponía la fascinante subcultura de las convenciones de fans, la impresión expresada por críticos y especialistas era que Piratas de textos nos abría la puerta a un mundo en el que las predicciones agoreras de Adorno y Jameson sobre hegemonías institucionales sobre cultura y discursos podían truncarse si creábamos espacios de consumo alternativos. En su forma de releer, reinterpretar y reestructurar las narrativas e imágenes con las que conglomerados multinacionales no paraban de alimentarles, las comunidades de fans servían de escondites para individuos y colectivos deseosos de establecer una identidad propia e incluso adoptar fórmulas de expresión contestatarias.
Hoy día, aquel libro se siente como un islote de optimismo en un océano cada vez más ácido de subyugación corporativa. En una época donde “convergencias” y “gamificaciones” coaccionan y delimitan lo que les consumidores son capaces de hacer e incluso de expresar en cualquier espacio de consumo, la idea del fan contestatario se vuelve cada vez más difícil de demostrar. El recuerdo de espectadoras y escritoras convirtiendo a la serie de los años ochenta Beauty and the Beast en alegato feminista (con diferencia el colectivo más fascinante que Jenkins estudia en su libro) quedan ahogadas por una infinidad de paneles, entrevistas y reacciones de fans cuidadosamente seleccionadas. Hasta los colectivos más desconcertantes (como los bronies y otros fans adultos de series infantiles) pierden su carácter rompedor e intentan asimilarse a estas dinámicas de aceptación institucional. Pertenecer a una de estas subculturas a día de hoy está menos motivado por constituir un espacio alternativo que por ganarse el afecto de unas pocas multinacionales.
Si el trasvase experimentado por el fandom de diversas series de centros de expresión marginales a grupúsculos desesperados por ganarse la aprobación de sus patriarcas suena de algo, es porque le ha pasado al videojuego a grandes rasgos. Ni siquiera los chistes a costa del complejo de inferioridad de la industria nos libran del estigma de que nuestro medio de expresión se encuentra permanentemente en la retaguardia artística. Añadiendo sal a la herida, tenemos un contingente de analistas y críticos que sigue insistiendo en el potencial transgresor del acto de juego sin justificar realmente las potenciales consecuencias de dichas transgresiones. Por cada obra que encierra en su estructura mensajes contradictorios e incluso preocupantes sobre alguna visión del mundo, hay cinco reseñas dispuestas a desmerecerlas por el placer del game feel o la “variedad de opciones.” Por cada texto que cuestiona el uso acrítico de ciertas imágenes y símbolos, tenemos la respuesta inevitable que lo relega todo al ámbito subjetivo. En un ámbito de consumo donde cualquier significante puede adquirir cualquier significado por obra y gracia del lectore (y tras la normalización de los fans en la cultura popular, ese ámbito abarca la cultura de masas en su conjunto), la capacidad transformadora de esas imágenes viene filtrada por toneladas de asimilación individual. Y con el potencial subversivo de nuestros espacios discursivos coartado por unas pocas firmas multinacionales, nuestras interpretaciones rebeldes tienen el mismo impacto que un hashtag de Twitter.
Pottergame es una obra difícil de criticar en estos momentos. Presentándose al público como uno de esos trabajos rápidos a los que nos tiene acostumbrado Glorious Trainwrecks, es un juego que solo adquiere sentido si se conoce lo suficiente de la situación por la que está pasando la franquicia de Harry Potter en estos momentos. Obviamente se trata de un juego preocupado por aportar algo a la conversación actual, y en ese sentido, nos recuerda constantemente la polémica reciente en torno a la disposición cada vez más transfóbica que la autora J.K. Rowling ha mostrado en los últimos meses. A pesar de ello, su premisa está firmemente encajada en una tradición de diseño a la que parodia con inagotable salvajismo. La obsesiva colección de habichuelas y la presencia del hechizo Flipendo son señales suficientes parar hacerme recordar aquellas tardes malgastadas en conseguir el 100% en estos juegos. Que se aparte Donkey Kong 64; el juego que mató el género de plataformas collect-a-thon fue el del niño que vivió.
Harry Potter and the Philosopher’s Stone (que es el juego al que más referencia Pottergame y que incluso imita en su disposición de mapas) también fue de los primeros cuyos Let’s Plays consumí en cantidades industriales. Recuerdo claramente que, en su momento, era habitual encontrarse con comentarios sarcásticos de este tipo de shovelware que acababan sirviendo para llenar horas muertas. Recuerdo un clip que circuló hace tiempo en el que uno de los comentaristas parecía estar teniendo una crisis existencial en tiempo real. En aquel momento lo dejé pasar como una de esas cosas “intensas” que a veces pasaban en estos vídeos, pero ahora mismo me parece un reflejo perfecto (y tétrico) del tipo de efecto que estos juegos acaban produciéndome cuando les dedico demasiado tiempo de mi vida. Sin disfrutarlos realmente, acabo entrando en este estado mental donde no presto atención ni al juego ni a lo que se halla a mi alrededor. Sigo jugando, pero sin un deseo real de seguir jugando, solo consigo avanzar porque el feedback es tan intenso que me cuesta dejarlo. Es una sensación similar a la que Schull utilizar para describir el estado mental de ludópatas compulsivos, y que denomina “Autoplay”. Muchas veces, la mejor manera de responder a este tipo de abuso es con ira, y hacerle recordar a tu objeto de deseo todo aquello por lo que merece ser ridiculizado es una fórmula especialmente popular. Pottergame es una galería de todos esos agravios e insultos, condensada en una experiencia lúdica de dos horas. Hasta la música de John Williams pasa de transmitir triunfo y misterio a exudar rencor.
Tal vez por todas estas contingencias, Pottergame se hace más fácil de entender si se lo interpreta como un texto dadaísta. Su estilo caótico e inacabado ciertamente evocan el mismo descuido premeditado de la escuela artística europea. Pero al contrario que en aquellos trabajos, en la programación de Kate Barrett se evidencia un esfuerzo consciente por herir sensibilidades. Las formas a las que recurre el juego son bastante obvias, desde recordarte las condiciones de vida de los elfos domésticos hasta el seudónimo artístico de su creadora. Todo ello empaquetado en un juego de recolección descerebrado en el que moverse de un lado a otro supone un aburrimiento total y la mitad de los mapas se sienten inacabados. Es muy fácil excusar esta presentación como algo propio del catálogo de obras inacabadas de Glorious Trainwrecks, pero un vistazo rápido a la obra de Barrett nos demuestra que su intención aquí es invitarnos a participar en un choteo comunal contra la institución literaria y lo que la rodea. Jamás terminé de recolectar las habichuelas porque, además de que frustrarme con las peor implementadas, me dio la sensación de que tampoco iba a sacar nada de provecho. La idea era burlarse de Harry Potter, y eso es algo que capté relativamente rápido.
Hasta ese momento, pensé que eso era todo lo que Pottergame tenía que ofrecer, y me olvidé de ella al poco. Pero entonces me encontré con esta otra gracieta. La idea de Harry Potter and the Deathly Weapons (gran nombre, por cierto) consiste en recrear la primera película de la saga sustituyendo todas las varitas mágicas por armas de fuego. Es un trabajo que recuerda al fenómeno de hace unos años en torno a Bee Movie y al espacio más amplio del Youtube Poop. Dada la intención del trabajo por concienciar sobre el peligro de las armas de fuego y el esfuerzo que ha requerido (¡Más de cinco años!), puede parecer similar a Pottergame, pero resulta evidente que el foco de atracción está en el hecho de haber mantenido el chiste durante la película entera, en vez de relegarlo a una secuencia o imagen modificada. Su actitud hacia la franquicia de Harry Potter se mantiene abiertamente neutral, y no parece querer meterse con ella para provocar algo más que risas rápidas e inocentonas. Pero cualquier atisbo de crítica o concienciación social queda oscurecida por la fascinación que provoca el monumental trabajo de edición. En ese sentido, Harry Potter and the Deathly Weapons se aleja considerablemente del espacio al que Pottergame intenta acoplarse y se acomoda fácilmente en el entorno de las expansiones textuales al que años de convergencia mediática han guiado la mayor parte de productos fans durante la última década.
Al igual que sucediera en comunidades como las del fanfiction, el fanart o el cosplay, lo que en los años ochenta se percibía como un espacio de producción genuinamente alternativo ahora funciona como una extensión de la máquina publicitaria que alimenta a estas producciones internacionales y multimillonarias. Con ese proceso, cualquier oportunidad rompedora que pueda tener Harry Potter and the Deathly Weapons queda escorada desde el principio por un clima de aceptación hacia este tipo de desvíos que retroalimentan al marketing de Harry Potter (o Wizarding World, como creo que lo llaman ahora). De cara al impacto que cualquier parodia pueda ejercer sobre el devenir de la propiedad intelectual, su influencia está a la par con las producidas de Lego, por Robot Chicken o incluso las de Neil Cicierega.
La principal baza con la que cuenta Pottergame para evitar caer en el mismo cajón de sastre intertextual que todas estas obras es recurrir a la politización extrema. Y en ese aspecto, se trata de un juego rabiosamente actual en lo que a referencias se refiere, desde la mención constante a los comentarios de Rowling hasta la burla hacia algunos de sus elementos narrativos más recientes (como la historia en torno a los baños de Hogwarts). El problema al que se enfrenta cuando utiliza estas referencias, por desgracia, es el mismo que ya indicaba antes: a menos que vivas la mitad del día online, te va a resultar imposible comprender cualquier cosa que el juego te lance a la cara. Lo único que tiene oportunidad de destacar por sí solo (y que, a juzgar por los comentarios en Glorious Trainwrecks, es lo que mejor recepción ha tenido) es el chiste de las habichuelas. El argumento de la mayoría de estos juegos da igual, porque al final, a lo que te dedicas realmente a recolectar habichuelas, sin parar, hasta morirte del aburrimiento.
Pottergame se siente como el estertor moribundo de una imagen utópica del fandom que, posiblemente, nunca llegó a existir, ni siquiera en la época que Jenkins describió con tanto cariño. La idea de que nuestra devoción a unas pocas obras populares se convertiría en la puerta hacia una nueva forma de conciencia social fue bonita mientras se mantuvo la separación entre promotor y consumidor. Durante ese tiempo, pudimos aparentar que nuestro filk, nuestro fanart y nuestros ships más prohibidos nos convertirían en piratas textuales, luchando valientemente contra el mandato de las grandes empresas que exigían interpretaciones limpias de sus imágenes. Pero ahora vivimos en una cultura de convergencia mediática, de sinergias de marketing y de feedback constante. A los piratas les han obligado a sacarse la patente de corso. Y el que no ha querido cumplir con las normas ha sido aislado por los mismos camaradas que vieron una oportunidad de fama y gloria. Pottergame apenas puede funcionar como juego de denuncia porque el entorno en el que se le permite operar casi no permite circulación, y debido a ello, languidece como un chiste privado entre diseñadores y jugadores marginalizades y frustrades. Mientras tanto, Harry Potter and the Deathly Weapons alcanzará tracción y puede que hasta reconocimiento por parte de las productoras. No es culpa suya, del mismo modo que no es culpa de Pottergame contar con un público tan diminuto. El problema fue que nuestra comunidad imaginaria era mucho más dócil y complaciente de lo que habíamos pensado.
Mientras tanto, que al menos este juego pueda servir de catarsis para aquelles que, tras la oleada de decepciones y desengaños, deseen abandonar el barco del fandom y subirse a uno que sea más sólido y solidario. Puedo decir que, después de jugar a esto, sólo puedo imaginarme a Harry Potter buscando habichuelas sin parar.