Si uno pasea por cualquier memorial dedicado a las víctimas de una tragedia suele encontrarse con algo en común: nombres. Tallados en piedra, grabados en mármol o escritos en extensas paredes, tan extensas como lo fue la tragedia en cuestión. Ponemos como comunidad sus nombres ahí y nos reunimos frente a ellos como ejercicio de dignidad. No son números, nos negamos a que sean una estadística. Esas personas existieron y, para dar testimonio de esa realidad, las nombramos.
Del mismo modo que tallar los nombres en piedra da testimonio de la realidad y rebeldía frente al olvido, eliminarlos es un ejercicio trágico que debemos empezar a ponderar dentro de la cultura.
Borrando la identidad
A mediados de octubre conocíamos los testimonios (algunos públicos, otros anónimos) de exempleados de MercurySteam, desarrolladora española que firma Metroid Dread. Contaban cómo no se los había incluido en los créditos del juego y, del mismo modo, días después conocimos que las condiciones de trabajo del estudio patrio no son las mejores.
Desde el estudio se justifican: solo aquellos trabajadores que han participado durante, al menos, el 25% del tiempo del desarrollo del juego tienen derecho a aparecer en los créditos, según su política interna. Lo primero que llama la atención es el porcentaje; ¿por qué el 25% y no, digamos, el 31%? Cualquiera podría llegar a imaginar que se elige ese porcentaje porque nos parece más fácil hablar de una cifra redonda en términos estadísticos y no existe un criterio sobre la implicación del empleado en la obra cultural. Parece que colocar un 31% requiere de cierta explicación matemática pero todos entendemos que el 25% es la cuarta parte de una cosa y tiene todo el sentido del mundo. Más allá de eso, de reproches morales y consideraciones personales, ¿qué implica la no aparición de estos nombres?
De forma directa, estos trabajadores no podrán demostrar nunca a través de la obra cultural que efectivamente trabajaron en ella. Para cualquiera que juegue a Metroid Dread, ellos y ellas simplemente no existieron. Cuando el día de mañana se postulen para trabajar en otro estudio tendrán que pedir que confíen en su palabra, que les crean porque trabajaron en ese juego pero alguien decidió borrar su nombre de los créditos. Todo esto sin tener en consideración, por descontado, el varapalo emocional que supone entregar tu tiempo y tu valor profesional a un estudio que toma la decisión de que no exististe en su juego.
Y, sin embargo, el dolor que produce el borrado de un nombre nos debe hacer pensar mucho más allá de todo esto, que no es precisamente poco. Debemos entender que cuando hablamos de un nombre hablamos de una identidad, de una prueba de existencia. Sin nombre, no existimos.
El lugar que ocupamos en el mundo
«Cambié de nombre y cambié el lugar que ocupaba en el mundo». Lo cuenta Thomas Page McBee en Un hombre de verdad, el libro donde relata su transición de género. Un cambio de nombre que lo cambia todo en nuestra realidad social; lo que Thomas fuera, parece, poco importaba hasta ese cambio, que de golpe y porrazo sacudió la manera en la que el mundo se relacionaba con él. Un nombre es identidad porque define que somos quienes somos y no otros. Nos sitúa en el mundo y sin nombre sería imposible relacionarnos con él. Nuestro nombre es esa suerte de significante que recoge todo el significado de lo que somos para poder relacionarnos con quienes nos rodean. Nos permite estar en listas, en invitaciones y en tarjetas de visita. Nos permite, en fin, existir.
Eliminar los nombres de autoras y autores de una obra cultural no solo es un desprecio profesional que debe merecer todo nuestro reproche; se trata de una agresión a la propia identidad de las personas. Negar la autoría niega a la persona tras ella; borra su identidad como sujeto social y la invisibiliza frente a cualquiera que acuda a su obra. Cuenta Alba Varela en eldiario.es que las mujeres se han visto obligadas durante mucho tiempo a usar seudónimos masculinos en un mundo, el editorial, que parece no estar hecho para ellas. «Muchas han tenido que esconderse detrás de hombres o de iniciales ambiguas para que se las tome en serio», cuenta en relación a la revelación de que Carmen Mola es, en realidad, tres hombres de mediana edad y no la mujer, madre y profesora que intencionadamente se habían inventado para el fenómeno editorial que ha ganado el Premio Planeta.
El valor de la autoría
No te descubro nada si te cuento que sin autoras y autores no existen las obras culturales. Qué perogrullo, sí, pero resulta importante repetírnoslo cuando existen casos como el de Metroid Dread, que por desgracia no es único ni extraordinario.
Al videojuego le quedan muchos caminos que recorrer; hablamos de un medio cultural en plena pubertad y a veces resulta injusta la comparación crítica con otras disciplinas que, como mínimo, llevan un siglo entre nosotros. Uno de los síntomas más evidentes de esta
adolescencia está en la ausencia de la autoría. Para el gran público videojugador resultaría muy complicado nombrar a su director favorito de videojuegos; será sencillo, sin embargo, que nos nombre a algún escritor, actriz o director de cine que le guste. Tal vez, por dar margen a las posibilidades, salga algún nombre aquí como el de Hideo Kojima o Shigeru Miyamoto, pero nada mucho más allá.
¿Cuál es tu diseñador de niveles favorito? ¿Y tú guionista de videojuegos preferida? Nos cuesta encontrar nombres porque les hemos dado el apodo de desarrolladoras y desarrolladores como una especie de cajón desastre en el que todo el mundo cabe y se borra la autoría. Sin embargo, ahí están, sin duda, la maestría de una gran diseñadora de niveles o un magnífico escritor que sepa que en videojuegos la narrativa está en cada pulsación de botón. La industria debe dar el paso de empezar a tratar a sus artífices como autores.
La autoría es fundamental para el avance del medio cultural porque impregna e inspira. No se trata de un ejercicio de personalismo y vanidad. No va esto de construir ídolos sino de reconocer los surcos que todo artista deja en su paso por el mundo. La obra cultural guarda parte de sus significados en la identidad de su autoría; nos ayuda a dotarla de contexto y permiten que unamos los puntos entre mente creativa y obra.
En Palabra de Triple A, de Daniel García Raso, se realiza esa unión de puntos entre Hideo Kojima y su obra. García Raso cuenta cómo Metal Gear es el reflejo del contexto del autor nipón y no podría existir sin él. «Metal Gear cuestiona el dominio de Estados Unidos en el mundo», dice Kojima. Su obra no existiría tal y como es sin la historia reciente de Japón; sin la Segunda Guerra Mundial ni las 32 bases militares estadounidenses en territorio japonés. Con una autoría diferente tendríamos, simple y llanamente, otra obra.
¿Se puede separar al autor de la obra? Siento hurgar en un debate que se ha convertido en una enorme rotonda argumental. Claro que se pueden separar; podemos hablar de Metal Gear sin tener en cuenta quién es Hideo Kojima ni su tradición, del mismo modo que podemos hablar de Las Meninas sin tener en cuenta a Velázquez ni el contexto en que se pintó la obra. Debemos ser conscientes, eso sí, de que estaremos atendiendo solo a una parte de la obra cultural. Puede valernos y podemos conformarnos, es verdad, pero sería intelectualmente deshonesto pensar que estamos comprendiendo la obra en su globalidad. Cualquiera se encontraría despistado si en la visita a un museo cada cuadro no tuviera una etiqueta que nombra su autoría.
¿Hablamos del videojuego en su totalidad cuando ejercemos la crítica cultural con ellos? Borrando nombres, desde luego, será imposible hacerlo. El videojuego es un ejercicio cultural del todo improbable. Una suerte de conjunción imposible de profesionales de ámbitos dispares; la convivencia de los elementos más técnicos con las mentes más creativas. Una realidad que no podría existir sin la cooperación de autorías que merecen ser nombradas.
Es hora de crecer y dejar de borrar nombres.