Los videojuegos que no amaban nuestro tiempo

Los videojuegos que no amaban nuestro tiempo 4

Cuando el 13 de febrero de 1895, los hermanos Lumière presentaron su cinematógrafo al mundo, lo hicieron con un corto titulado La llegada del tren a la estación de Ciotat. He tratado de buscar información al respecto, pero no hay nada sobre las razones por las que eligieron grabar a gente llegando en tren. Imagino que, como casi todo en la vida, se debió principalmente a una cuestión de comodidad. Lo mismo les quedaba cerca de casa, o quizás ese tren formaba parte de su rutina. Ni idea. Lo cierto es que podían haber grabado muchas otras cosas que hubiesen impresionado por igual a la audiencia de aquellos años. Ahora mismo podríamos estar hablando de Los árboles en movimiento o Manada de caballos salvajes de los Lumière, sin embargo grabaron a personas realizando una tarea cotidiana, lo cual fue suficiente como para dejar a todo el mundo estupefacto ante aquel prodigio técnico.

Aunque Tennis for Two se encuentre canonizado como el primer videojuego de la historia, es quizás Spacewar! el título que más se asemeja a lo que hoy en día podríamos conocer como un videojuego al uso. Creado en 1961 por tres estudiantes del MIT llamados Steve “Slug” Russell, Martin “Shag” Graetz y Wayne Wiitanen, Spacewar! proponía un título para dos jugadores que se enfrentaban con sus respectivas naves espaciales alrededor de una especia de agujero negro. Las naves contaban con físicas específicas que simulaban la atracción del agujero y su movimiento en gravedad cero, así como combustible y munición finita. Todo un prodigio para la época desarrollado en un PDP-1, un cacharro de 18 bits, 4Ks de memoria y una frecuencia de reloj de 200Khz ¿Por qué considero que Spacewar! es en realidad el primer videojuego? Por algo muy sencillo: es el primero que expresaba la inquietud de sus desarrolladores en un contexto ligado a su época.

Los videojuegos, al contrario que otras disciplinas, no nacen como evolución o alternativa de una disciplina anterior ligada a unos arraigos culturales. Su nacimiento se entiende a través del hito tecnológico, y su evolución siempre ha estado ligada a su condición de “juguete”. Esto no significa que desde su creación no hayan querido ir más allá, pero siempre ha tenido una mirada puesta en sus hermanos mayores y le ha costado encontrar un camino propio que no sea a través de su imitación y adaptación al propio medio. El cine, que comenzó exactamente igual, como un titubeante experimento de feria que se conformaba con asustar a sus incautos espectadores, evolucionó rápidamente como un elemento para narrar la vida, que no es otra cosa que lo que habían hecho, seguramente sin saberlo, los propios Lumière. De este modo, el videojuego resulta aparentemente cartografiable únicamente a través de su técnica, diferenciando sus diferentes etapas en función de unos elementos que no van ligados a lo que les rodea, sino al propio medio.

El espejo del beat’em up

Resulta cuanto menos curioso que un género que cariñosamente llamamos “yo contra el barrio” resulte uno de los principales a la hora de ligar el videojuego con su época, aunque no precisamente para bien. Double Dragon, Renegade, Streets of Rage… Todos ellos tienen algo en común: los malos siempre son “los otros”. Los otros, al menos en una era Reagan, eran aquellos que no formaban parte de la sociedad con la que soñaba ese capitalismo loco que recorría Occidente. El barrio planteado como un lugar en plena descomposición por culpa de punkis, extranjeros de toda índole (principalmente latinos), indigentes y en general cualquiera poco aseado al que nuestros blanquísimos puños pudieran partir los dientes. El caso más sangrante quizás sea el de Final Fight, donde tenemos como protagonista a un ALCALDE al que un grupo de maleantes le secuestran a la chiquilla, a la sazón señorita indefensa que ha de ser rescatada por tres mangurrianes de las terribles garras de un grupo de outsiders entre los que se encuentran todos los elementos habituales y se les unen unas chicas trans porque… yo qué sé tío, son raras, jaja. Así andábamos.

Dicho esto, El beat’em up sí representa un momento concreto de nuestra sociedad perfectamente reconocible. Su desarrollo encaja con multitud de propuestas que se movían en el cine como Harry el Sucio o casi cualquier película de Charles Bronson. Los barrios destruidos por los que nos movíamos no dejaban de ser una muestra de la decadencia de muchas ciudades estadounidenses, incluso la moda que lucían nuestros enemigos podía estar aceptablemente relacionada con la época. Tal es así, que en el imaginario colectivo de este periodo de los 80 y principios de los 90, todos los elementos que vemos en estos juegos encajan con mayor o menor fortuna en los elementos que podemos ver en películas o series de entonces. Una representación distorsionada de la realidad y adaptada al medio, pero una representación, al fin y al cabo.

Ciencia Ficción porque es ciencia y ficción

Alguien puede estar pensando que ahora mismo que el videojuego lo tiene difícil para realizar una representación sobre su época porque se suele mover en terrenos más cercanos a la fantasía, la ciencia ficción o directamente lo abstracto. Para valorar si esto es así, nada mejor que compararlo con otras disciplinas para ver cómo se manejan en estos términos. Pongamos por ejemplo a H.G. Wells y su Guerra de los Mundos (1898). Hablamos de una historia de ciencia ficción que se ha convertido en canónica por su manera de narrar una invasión extraterrestre. Una novela divertida que podría parecer que no esconde más que una suerte de advertencia contra nuestra insignificancia (spoiler: los humanos no logran derrotar a los extraterrestres, lo hace la propia naturaleza), pero que no deja de ser una dura crítica al colonialismo en general y al británico en particular. La ciencia ficción, al igual que el terror o cualquier otro género considerado escapista, siempre ha estado ligado a su tiempo y ha servido como envoltorio edulcorado a grandes preguntas de la humanidad o denuncia social. Desde Mary Shelly a Romero, desde Lovecraft a Lem, ¿Por qué el videojuego se ha empeñado en vivir ajeno a su propia realidad?

La endogamia como referencia

Lo peor que ha tenido el videojuego desde prácticamente su nacimiento es que siempre se dedicó a mirarse en un espejo. Esto, que podía tener un sentido durante sus comienzos debido a tanto a las limitaciones tecnológicas como a su uso ligado a la industria recreativa, dejó de tener sentido hace ya demasiado tiempo. Mucho se ha hablado de la dependencia de notas, de la evolución de los géneros y de la necesidad de desligarse de todas aquellas etiquetas impuestas a lo largo del tiempo para crear espacios híbridos, pero ahí seguimos. Nuestras miras se dividen en hitos con las que conformamos un relato más o menos canon (ahora que se utiliza tanto esta palabra) con el que componemos un discurso entendible para la que se supone que es nuestra audiencia. Nos es mucho más sencillo decir que X es un soulslike y determinar si los parámetros que debe cumplir alcanzan la exigencia que, una vez más, consideramos entendible a quienes nos escuchan, que entablar un diálogo real con el título para poder valorar la experiencia de una forma individual.

Esto, que podría entenderse como un efecto exclusivo de la crítica especializada, se extiende a todos los ámbitos del videojuego. Basta con sentarte a escuchar a alumnos que están estudiando para ser profesionales, o peor aún, a profesores, publishers o a la mayoría de agentes relacionados con la rama industrial, para comprobar que faltan referencias externas dentro del propio universo del medio, lo que conlleva una repetición hasta la extenuación de los resortes hasta que la fórmula ya no da más de sí.

El páramo (casi) desolado del triple A

El videojuego tiene algo exclusivo y bastante jodido de entender para cualquiera que se encuentre fuera del mismo: hace falta aprender a jugar cada vez que te enfrentas a un nuevo título. Seguramente tú que me estás leyendo apenas das importancia a esto, pues estás acostumbrado a ciertas “reglas” que te proporcionan una pequeña ventaja sobre alguien que se enfrenta al mando con mucha menos asiduidad, pero ponte por un momento en la piel de aquellos que solo juegan a dos o tres juegos al año. Solemos hablar de que lo costes de producción de un videojuego aniquilan el riesgo, pero en esa misma (y cierta) afirmación olvidamos que ese usuario que compra tres o cuatro juegos al año y que le ha dedicado 160 horas al Assassin’s Creed X se va a sentir mucho más cómodo y receptivo hacia el siguiente título de la saga, independientemente de su valía, porque no va a tener que pasar por una curva de aprendizaje. Podemos creer que es el “gamer” el que sostiene la industria, pero en realidad es esta persona, y es hacia esta persona a quienes los grandes estudios más tienen en cuenta.

Esta perversa dinámica de únicamente mirar hacia lo que ya se ha hecho dentro del sector, y a la vez, seguir haciendo cosas más o menos parecidas con diferentes mejoras para no espantar a ese usuario captado, nos ha llevado a un páramo de creatividad dentro del triple A en el que resulta prácticamente imposible abordar ningún elemento que no sea “lo mismo, pero mejor”. Lo más gracioso de esto es que las grandes desarrolladoras son perfectamente conscientes de que la fórmula se agota y necesitan revestir sus proyectos de una pátina de “verdad” que resulta imposible encajar dentro de los parámetros que ellos mismos han definido y les están ahogando. El ejemplo más paradigmático de esto, o al menos el que a mí me parece más divertido, es el de Cory Barlog y God of War de 2018. Barlog fue el director de God of War II con más o menos 30 años, allá por el 2007, llevándose incluso un BAFTA por “Mejor historia y personajes” (el tema de los premios lo comentamos otro día). Hablamos del tipo que te detrás de un muro te ponía un par de concubinas y elegía para presentarlas el siguiente plano:

Este mismo señor, diez años después, retoma la saga que más éxito le dio y nos presenta a un personaje envejecido (como él) y padre (como él) que aparentemente reflexiona sobre el legado de violencia que le está dejando a su hijo. Esto, que podría haber sido un buen punto de inflexión para dar un giro a la saga y mirar con los ojos actuales aquellos elementos que en 2007 nos parecían atractivos, termina convirtiéndose casi en una justificación de todo lo realizado años atrás. Barlog no pretende situarse en el “ahora”, pretende defender su pasado para darle una continuidad en el presente que justifique el futuro de la saga.

El héroe inesperado (al menos, para mí)

Adoro a Kojima y no soporto los juegos de Kojima. Me gusta su audacia, la manera personal que ha tenido siempre de entender el sector y cómo ha conseguido que la mayoría le baile el agua. Me gusta que se pase de listo, que lo intente y fracase (en mi opinión) y aún así todos sigan aplaudiendo. Kojima es de los pocos actores del sector con el poder suficiente como para hacer lo que le dé la gana, y en noviembre de 2019 demostró que había comprendido mejor que nadie el mundo que le rodea.

Death Stranding no es solo el mejor juego de Kojima (nuevamente, en mi opinión), sino que es el único AAA que puede considerarse contemporáneo. No es que supiese leer como pocos el momento en el que nos encontrábamos, sino que se anticipó a absolutamente todo. El timing de lanzamiento fue tan sumamente perfecto que mucha gente seguro que lo estuvo jugando en pleno confinamiento de 2020. Un juego sobre la necesidad de tejer puentes, sobre la importancia de personas anónimas que se esfuerzan por unir comunidades, sobre el terror a aislarse, sobre la importancia de sentirnos conectados, sobre como sobreponerse a la precariedad (el like) a través de ayudar a otros desinteresadamente. Esto, al contrario que Barlog, Kojima no lo trata como un punto de partida vacío, sino que traslada todas esas ideas latentes a todas y cada una de sus mecánicas. Kojima demuestra que el discurso inicial no tiene sentido alguno si la comunicación con el usuario no lo demuestra, si el conjunto de elementos a nuestra disposición, las limitaciones y el proceso de aprendizaje no nos llevan hacia un camino que contradice los elementos clásicos del videojuego. Death Stranding nos obliga a (re)entender el videojuego más allá de todos aquellos tropos jugables ligados a él. Es cierto que por momentos pisa el fango, pero no creo que nadie recuerde ni un solo combate de Death Stranding y sí muchos pequeños momentos a través de rutas que parecen interminables.

Siempre nos quedará LO INDIE

El sector independiente, si es que eso sigue existiendo, se ha quedado sin competencia a la hora de abordad la realidad. Cuenta con varias ventajas, como unos tiempos de desarrollo (en teoría) más cortos o una mayor libertad, pero sobre todo cuenta con el beneplácito de un usuario al que no le importa embarcarse en nuevas experiencias. Este usuario es el que ha dado cabida a nuevos desarrolladores que no se encuentran tan influenciados por el propio devenir del videojuego, sino que utilizan el videojuego como herramienta para trasladar otro tipo de referencias alejadas del mismo.

Da igual si se trata de subir una montaña como metáfora de un proceso de ansiedad, de la soledad de los pueblos vacíos, del capitalismo engulléndolo todo, del cambio climático, del proceso de transición para personas transgénero, de tener que aceptar un trabajo vigilando gente a través del ordenador debido a nuestra precariedad laboral o de volver a casa después de la universidad para encontrarse un pueblo sin futuro. Videojuegos que no sólo sirven para airear el sector de su olor a cerrado, sino que conectan el juego con la realidad de nuestro tiempo a través de un grupo de desarrolladores que no se limitan a hablar de ellos mismos y sus cambios vitales, sino que expresan una voz generacional completamente imprescindible para entender el videojuego desde concepto mucho más amplio que el simple escapismo, o lo que es peor, competitivo. Sirven para entender el videojuego como una manera de entendernos a nosotros mismos.

La importancia del grito generacional

Más de 2000 palabras después llega la pregunta incómoda, ¿acaso es importante que el videojuego hable del tiempo que le ha tocado vivir? La respuesta sin duda alguna es sí.

Durante años la comunidad del videojuego se ha empeñado, a veces con un ahínco que rozaba la pataleta infantil, de calificar el videojuego como arte, como un bien mayor que dejase atrás aquello de “los marcianitos” y que no se viera únicamente como un medio de diversión, sino también como un medio de expresión. También tenemos la otra vertiente, igual de inútil en mi opinión, que en defensa de todos aquellos agoreros que han encontrado en el videojuego un blanco fácil, han decidido contratacar con poco menos que una bendición hacia el mismo y la infinidad de cualidades que se obtiene por jugar. Con ambos debates mucho más que superados, creo que llega la hora de reivindicar el videojuego como elemento de conexión, como algo que al igual que el cine, las series, la literatura, el teatro o cualquier otro tipo de arte, sirva para hablar de nosotros, de nuestras inquietudes, de nuestros miedos, de nuestra comunidad o de nuestra generación. En definitiva, hablar de nuestro tiempo.

Un videojuego, al igual que una película, no tiene la necesidad imperiosa de contar historias, pero ambos tienen la capacidad de hacerlo a través de innumerables elementos que nos indiquen que ya no estamos en 1990. Videojuegos que muestren que las cosas han cambiado, que los malos ya no son punkis, que el motivo por el que salir a la calle a dar hostias no es que rapten a la chica, sino que la chica está harta de vivir con miedo a un desahucio. Videojuegos que ayuden a conectar con el medio a gente ajena al mismo, que tejan puentes con el usuario a través de emociones y no de gráficos. Videojuegos que dejen de mirarse al espejo ellos mismos y que sirvan para reflejarnos a nosotros. Al fin y al cabo, eso es lo que trataban de hacer aquellos estudiantes del MIT, reflejar una realidad en las estrellas.

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