Tengo una costumbre cada vez que vuelvo a Jak and Daxter: El Legado de los Precursores, quizás adquirida desde la primera vez que lo jugué hace ya más de dieciocho años. Después de recorrer toda la extensión de la Playa del Centinela, uno de los primerísimos niveles del juego, me encaramo a lo más alto de uno de los centinelas ruinosos, esa mezcla entre esfinges y atalayas que jalonan el extremo de la bahía, y desde ahí giro la cámara muy lentamente en derredor mientras tomo aliento al unísono con Jak y dejo que la música de Josh Mancell me llene de paz. Distingo en la distancia los vapores de la Roca del Géiser, la densa niebla que oculta la Isla de Misty y el molino que corona el laboratorio de Samos; repaso con la mirada toda la extensión de la Playa, sus terrazas verdes, la torre del cañón, la cascada flanqueada por dos imponentes Precursores esculpidos en piedra; y, al final, me pierdo siguiendo la línea del continente hasta que se funde con el mar en el horizonte, como si esperase encontrar algo más allá.
Habiéndolo jugado una y otra vez desde que tenía cuatro años, creo que el valor más importante de este juego, el que le otorga su sentido y ese espíritu atemporal a una obra que el año que viene celebrará su veintena y que representa a toda su generación en muchos sentidos técnicos y creativos, está en sus muchos y ricos silencios. Hablar de esta sensación en el videojuego de los 2000 seguramente lleve a pensar (diría que de modo casi irremediable) en Ico y Shadow of the Colossus, dos obras con un legado tan importante en el medio que llamarlas “influyentes” es casi una obviedad y que se han convertido por derecho propio en sinónimo de PlayStation 2. Creo, sin embargo, que esto último también puede decirse del debut de Naughty Dog en la sexta generación de consolas, pues encuentra más similitudes con estos dos juegos de las que puede parecer a simple vista, a pesar de que no ha sido tan reconocido o valorado como merece.
Por supuesto, hablamos de estilos muy diferentes y el célebre diseño por sustracción de Fumito Ueda continúa siendo una demostración magistral de cómo dotar de expresividad al vacío. El silencio que llenaba los patios bañados por el sol y los umbríos recovecos del castillo abandonado en Ico producía una atmósfera densa, de un misterio tenso a la espera de la siguiente emboscada de las sombras de la Reina, pero también traía consigo paz y quietud para apaciguar el descanso del chico con cuernos y la princesa Yorda; en Shadow of the Colossus, las inmensas praderas, valles y bosques de la Tierra Prohibida estaban llenas de un silencio vasto y profundo, roto tan solo por el galope de la fiel Agro y las órdenes de su errabundo jinete Wander, que nos sumía en una nueva y grave reflexión cada vez que abandonábamos el templo para segar la vida de otra antigua bestia. ¿Qué parecido podría tener esta forma tan contenida y espiritual de hacer videojuegos (que quizás sea más fácil catalogar en caliente como “artística”) con un colorido y desenfadado juego de plataformas de los creadores de Crash Bandicoot?
Como en la célebre pieza de música experimental 4:33 de John Cage, el silencio es un lienzo en blanco pintado por todos los sonidos, siempre distintos, a los que comúnmente no prestamos atención. En Ico o Shadow, el silencio nunca es absoluto, pues sin esos minúsculos sonidos que pueblan el mundo no podríamos darnos cuenta de lo grande que es su silencio. En El Legado de los Precursores cada superficie (madera, hierba, arena, roca, metal…) tiene una escala de sonidos propia que convierten el caminar de Jak en una paleta de texturas que pintan este universo en nuestros oídos; siempre se puede escuchar el trinar de los pájaros, el gorjeo de las criaturas que se ocultan en la espesura, el romper de los cursos de agua contra las rocas, el crepitar de la lava y las indescriptibles vibraciones de antiguos artefactos, porque en este mundo hay vida además de nosotros; constantemente suena música, que modifica al instante sus arreglos en función de los cambios del entorno o los personajes que habitan sus diferentes rincones, y por eso da la impresión de que esa banda sonora dinámica es una forma de traducir, para nuestra escucha como jugadoras, el alma de cada uno de esos lugares que vamos descubriendo en nuestro periplo.
Su guion, al contrario que los de Ueda, tampoco es uno extremadamente callado, pero no por ello es estridente; de hecho, el simplismo de su estructura, una funcional y que no busca en absoluto resultar rompedora, juega a su favor. La premisa, por si aún queda quien no la conozca, es bien sencilla: Jak y Daxter son dos jóvenes que viven en la apacible Aldea de Sandover bajo la severa tutela del anciano Samos el Sabio, padre de la ingeniosa mecánica Keira. Aburridos de holgazanear en el poblado, los jóvenes deciden desoír las prohibiciones de Samos y se adentran en la inquietante Isla de Misty. Allí descubren que unas figuras desconocidas han reunido un ejército de Lurkers, una raza de monstruos que acecha más allá de los límites de las aldeas, en busca de Eco (la energía vital del mundo) y artefactos de los Precursores (la extinta civilización que creó este mundo). Jak y Daxter son sorprendidos por una de estas criaturas y en la reyerta Daxter cae a un tanque de Eco oscuro, del que sale convertido en un pequeño animal peludo. Como Sabio del Eco verde, Samos no puede hacer nada para devolverle su forma, pues solo el sabio Gol conoce las propiedades del Eco oscuro, de modo que los cuatro personajes deberán emprender un periplo hacia el Norte, donde Gol vive incomunicado desde hace años, con la esperanza de ayudar a Daxter. Para superar diversos obstáculos en su travesía, necesitarán un cierto número de unos artefactos de Precursor llamados Baterías, de modo que el chico mudo y el roedor naranja tendrán que ingeniárselas para conseguirlas de los aldeanos y, especialmente, explorando territorios desconocidos.
La excusa para comenzar la aventura que tanto ansían los protagonistas es así: sencilla, ligera y un tanto cómica. Le basta un breve y exhuberante tutorial para que aprendamos a desenvolvernos en su mundo y, muy especialmente, a saber qué misterios van a rodearnos en todo momento; pues el silencio en Jak and Daxter no está, como decía, en su guion, sino en su lore, en la historia de su fascinante, joven e inexplorado universo. El propio juego abre con un monólogo de Samos, quien tras muchos años de investigación no ha resuelto incógnitas como la identidad de los Precursor, el propósito de su abandonada tecnología o los motivos de su desaparición. Estas preguntas no hallarán respuesta al final de la aventura, pues, al igual que en Ico y Shadow, buena parte de la magia de El Legado de los Precursores radica en la insondable antigüedad de sus misterios, tan desvaídos por el tiempo que (literalmente) se funden con el mundo habitado, en un limbo entre lo familiar y lo majestuoso. No sería posible captar las inflexiones de este particular desdoble si no fuera por el diseño jugable.
Decía Evan Wells, actual presidente de Naughty Dog y a la sazón jefe de diseño de la saga Jak and Daxter, que mucho antes de saber quiénes serían los protagonistas de su debut en PlayStation 2, cómo sería su mundo o cuáles serían sus mecánicas principales, en el estudio querían aprovechar al máximo el poderío de la nueva máquina de Sony para crear un espacio jugable como no se hubiera visto antes en el medio.
Cuando nos sentamos a hacer brainstorming después de terminar Crash Team Racing, viendo el hardware de la PlayStation 2, nos dijimos: vale, este juego tiene que ser continuo, no queremos carga, tiene que resultar inmersivo; no queremos que rompa el ritmo de la acción o que te haga decir “este es el momento de dejar el mando, he terminado este nivel”. Estás siempre en el mundo, hay un ciclo de día y noche, siempre está cambiando y evolucionando y realmente te hace sentir que eres parte de ese mundo. Ese era el sentimiento que queríamos invocar.
Jak encarna el anhelo de Naughty Dog, de toda una generación de desarrolladoras y jugadoras, por descubrir siempre más, por alcanzar un horizonte lejano, preguntarse qué hay más allá y entonces ser capaz de seguir. Al igual que ocurría con la obra del Team ICO (y me disculpo por recurrir tanto a este ejemplo), las proezas técnicas que logra el mundo interconectado de El Legado de los Precursores no son un mero lucimiento de músculo gráfico: sirven al propósito de transmitir esta sensación de descubrimiento, como no podía ser de otro modo, a través de otro tipo de silencio que se manifiesta en la libertad de movimiento. Dicho movimiento ha de entenderse, primero, en el sentido más estricto, como un desplazamiento que gracias a su control asombrosamente responsivo y a la fluidez y variedad de sus animaciones se mantiene vigente a día de hoy. Si las mecánicas en el videojuego son verbos, el set de movimientos de Jak es un sobresaliente en sintaxis: un puñetazo que lo propulsa hacia adelante puede convertirse en un potente gancho que eleva su cuerpo a las alturas y después derivar en un ataque en picado, las patadas giratorias pueden estabilizar las caídas y el salto largo es a un tiempo una forma rápida de recorrer distancias largas, un modo seguro de salvar vacíos enormes y un ataque sorpresa que puede coger desprevenidos a muchos enemigos que puede enlazarse con un salto alto con el timing correcto. Todos estos movimientos están ahí en nuestro control desde el principio y su encadenamiento ocurre sin fricción, sin romper jamás la elegante continuidad entre combate y desplazamiento: un rico vocabulario mecánico que fomenta, mejor que cualquier tutorial o mapa, que nos perdamos por los niveles a nuestro ritmo y pongamos a prueba hasta dónde podemos llegar.
En El Legado de los Precursores no hay objetivos específicos. Sí, hay barreras que separan un tramo del mundo del siguiente y es preciso obtener un cierto número de Baterías para sortearlas y así progresar en la travesía hacia el Norte, pero no hay ningún mandato sobre cómo ni cuándo obtenerlas. No hay misiones obligatorias, nada es realmente urgente y tanto las indicaciones de Samos y Keira como los recados que nos encomiendan los aldeanos son meras excusas para que nos adentremos en territorios inexplorados y descubramos los misterios que ocultan, sin que pese sobre nuestra curiosidad ninguna obligación ni premura. Así, nos internamos en lo salvaje en busca de un cierto objetivo, pero nos distraemos (porque esa es la palabra) recorriendo sus vastos y cada vez más intrincados niveles, trasteando con sus artefactos, familiarizándonos con las diferentes leyes que operan en ellos y desenterrando sus secretos guiándonos tan solo por nuestro propio instinto y nuestra voluntad de descubrir. Los niveles, en su variedad de formas y paisajes, suelen compartir un diseño circular con varias alturas que puede navegarse en cualquier dirección, con lo que da igual por dónde empecemos a explorar: siempre habrá algo nuevo que ver, hacer o coleccionar y eso hace que ningún desplazamiento sea en vano. A veces los niveles atrapan a Jak, enfrentándolo a nuevos peligros mientras se aventura y profundiza cada vez más lejos de su hogar, solo para devolverlo poco después a la libertad con un ascenso revigorizado y triunfante, casi heroico. Descubrimos, aprendemos y, sobre todo, dejamos nuestra huella en el mundo que exploramos.
Ya sea abriendo caminos, provocando modificaciones del terreno, acabando con peligrosos enemigos, despertando tecnología Precursor por primera vez en su historia o revelando secretos olvidados, los pasos de Jak, nuestros pasos, dejan tras de sí un testimonio de la importancia de nuestras acciones en el mundo y el aprendizaje (mecánico, pero también simbólico) que vamos adquiriendo. Activar el interruptor de Eco azul en lo profundo del Templo Prohibido para desbloquear algunos respiraderos no solo ofrece un beneficio mecánico que nos permite llegar hasta ese molesto cañón Lurker de la Playa del Centinela y poner fin a su amenaza; produce un efecto persistente en ese y otros lugares del mundo, atestiguando unas acciones que ningún otro ser humano había sido capaz de acometer hasta entonces. Sacar una cámara estanca de la Ciudad Perdida de Precursor a la superficie del mar es una forma de obtener una Batería como cualquier otra, pero revelar ante los ojos de la Aldea de Piedra un antiquísimo secreto y, una vez cobrada nuestra recompensa jugable, quedarnos unos instantes contemplando el horizonte infinito del océano a hombros de nuestro descubrimiento produce una sensación mucho más difícil de describir.
Recurrentemente, Jak and Daxter nos planta ante inmensos miradores y no solo nos muestra lo maravilloso que es el mundo que estamos recorriendo, sino que consigue dejarnos con la miel en los labios para hacer que pensemos en lo que todavía está por venir. Ocurre desde la primera vez que escalamos hasta la cúspide del Templo de la Selva, cuyos inconfundibles anillos flotantes aparecen cada vez que levantamos la vista al cielo en la Aldea de Sandover: desde allí podemos ver toda la extensión de la jungla, distinguimos perfectamente los edificios del poblado, pero sobre todo podemos ver lo que aún nos espera en lontananza. A partir de entonces, el presagio ominoso del zepelín Lurker, que sobrevuela la mole de la Aldea de Piedra, se convierte en nuestra nueva referencia visual, el siguiente ochomil que escalar. Por primera vez bajo los cielos siempre nublados de la Aldea, enclaustrada entre abruptos acantilados de piedra gris, perdemos nuestras referencias temporales y geográficas, y solo podemos dejarnos cautivar mirando hacia el inabarcable horizonte del océano que se extiende detrás de la entrada a la Ciudad Perdida: con el arrullo de las cataratas en nuestros oídos, comprendemos que estamos lejos de casa y aún nos queda camino. Es aquí donde los peligros empiezan a cobrar una mayor presencia y el reloj comienza a apremiar, pero también aprendemos a defendernos y salir airosos en territorios cada vez más hostiles y claustrofóbicos.
Cuando unas horas más tarde se ponen las cartas sobre la mesa y la búsqueda de Gol para pedirle auxilio se convierte en una carrera para impedir que él y su hermana Maia cubran el mundo de Eco Oscuro para moldearlo a su antojo, resulta sorprendente volver a encontrar algo de paz. En contraste con las opresivas (aunque fascinantes) profundidades de la Cueva de las Arañas, la Montaña Nevada nos devuelve al espacio abierto, a los amaneceres mágicos y los paisajes imposibles para ofrecernos el último respiro jugable y estético antes de la batalla final. Estamos, como siempre que encontramos estos miradores, más lejos de casa que nunca: apenas conseguimos distinguir los lugares que hemos visitado, minúsculos desde esta atalaya, la más alta que jamás hayamos escalado hasta el momento. Y al otro extremo del horizonte, recortándose contra la aurora, se alza una silueta aún más imponente: los silos de la Ciudadela, tan lejanos que ni siquiera el dorado amanecer de la montaña llega a arrancarle un reflejo. No solo hay una tensión narrativa acerca de lo que encontraremos en la fortaleza de Gol y Maia, sino que se hace extensiva a este aspecto del apartado visual, guardando silencio por primera vez acerca de lo que nos aguarda: lo más seguro es que no sepamos qué estamos mirando hasta que no estemos allí.
Este es el último gran silencio de El Legado de los Precursores, uno que está íntimamente ligado con su final “secreto”. Si conseguimos cien Baterías, la inmensa puerta Precursor que corona la azotea de la Ciudadela se abrirá ante nosotros solo para bañar a nuestros protagonistas en una luz pura y dejarlos boquiabiertos, sin revelarnos nada más. Resulta decepcionante en cierto sentido, es cierto, pero también fue una buena forma de que Naughty Dog se dejase a sí misma la puerta abierta de cara al futuro, como demuestra el arriesgado salto al vacío que supuso Jak II. La apuesta, de todas formas, ya estaba ganada: ahora podían hacer cosas que antes jamás habrían sido imaginables, hacernos llegar a lugares que solo están en nuestros sueños, y en buena medida esa misma intención, ese sentimiento de descubrimiento constante sirvió de guía a toda la saga. El silencio de Jak II y Jak 3 terminaría por orientarse hacia lo narrativo, a los giros de guion, las paradojas espaciotemporales y las impactantes revelaciones de última hora, pero esos momentos de quietud solemne jamás desaparecieron; en Naughty Dog sabían que las piezas encajaban mejor cuando nuestros héroes se quedaban a solas atravesando tierras ignotas, escondiendo el minimapa y dejándoles espacio y plena libertad para desentrañar los enigmas del pasado y el futuro.
Quizás ahora que el pushing the boundaries es poco más que un meme olvidado (y por buenos motivos) estas ideas no resuenen con la misma fuerza, pero creo firmemente que, en la era de PlayStation 2, estos mismos postulados tenían un significado bien diferente. Cuando vuelvo a estos juegos, no solo vuelvo a sentirme como un niño fascinado, sino que puedo imaginar la excitación que debieron de sentir las personas que crearon estas obras: una incipiente energía capaz de alimentar cualquier exploración, el combustible ideal para pergeñar universos infinitos y después recorrerlos con la genuina esperanza de encontrar en ellos secretos que hubieran nacido por sí mismos. Para mí, eso es lo que verdaderamente da significado a Jak and Daxter, a sus paisajes, sus horizontes, sus luces, sus cielos, sus vestigios de un pasado remoto. Quizá me equivoque, pero no puedo evitar pensarlo; al fin y al cabo, yo sigo rebuscando en sus recovecos una y otra vez, esperando doblar la esquina de algún valle de piedra rojiza y descubrir que un fragmento de mis sueños más antiguos ha estado ahí esperándome todo este tiempo. Confío en no ser el único.