No estamos pasando nuestra mejor época. Llevamos más de un año conviviendo con una pandemia mundial que nunca parece terminar. Incluso Bill Murray notó más el paso del tiempo en Punxsutawney que nosotros en todos estos meses. El hastío y cansancio emocional que ha provocado la coacción de libertades derivadas del virus es equivalente al nivel de desabastecimiento de papel higiénico y harina durante el periodo inicial del confinamiento. Vamos, que todo se ha ido a la mierda. Pero ahí seguimos, aguantando.
Mientras unos han sobrellevado la soledad de las comidas de fin de semana con videollamadas grupales, otros se han dedicado a ponerse en forma con rutinas de YouTube. Una especie de ritual particular que busca recobrar esa sensación de cordura y libertad que ya parece extinta. El videojuego, en este caso, ha tenido un gran impacto para muchos de nosotros. Animal Crossing: New Horizons es el claro ejemplo de ello. Salió cuando nosotros entrábamos, amenizando una situación inverosímil a base de comerciar con nabos y pagar la hipoteca a un mapache capitalista. Éramos “libres”. Dentro de un entorno cerrado, con normas y guías establecidas por un grupo de profesionales, sí, pero al fin y al cabo teníamos menos restricciones que en nuestro día a día.
Todo esto ocurre cuando la desgracia la vivimos en primera persona y nuestra salvaguarda es el ocio. ¿Pero qué ocurre a la inversa? La manera que tenemos de ver el mal ajeno con un mando entre las manos dice mucho del concepto de videojuego. Disponer de un espacio virtual controlado con el que poder interactuar es uno de los grandes pilares de este medio, por no decir el principal. La interactividad nos permite enviar una señal de tipo concreto (acción) a un lugar ficticio y que tenga un impacto visible en este (reacción). La ley de causa y efecto de toda la vida, pero aplicada a otro sector. Y justo por esto, es por lo que nunca terminamos de sentir nuestras estas acciones, tanto para lo bueno, como para lo malo. Sabemos que el impacto que puedan tener nunca permeará de forma tangible en el plano real. Y esto no implica que los videojuegos no nos puedan marcar de por vida ni que no nos den lecciones humanas, sino que la consecuencia de apretar un botón, como ejemplo práctico de la situación, no repercutirá de manera significativa en nuestro entorno. Y también os digo: menos mal.
Sería injusto hablar de libertad como una simple acepción de la RAE, quedándose en una definición conservadora por la que se han librado guerras. Mejor afirmar desconocimiento o duda, ya que se trataría de un concepto personal y equívoco. Si bien podríamos conferir una base común para todos – Capacidad de obrar, o no, por propia voluntad y sin subordinación –, cualquiera te afirmará que para ellos la definición es distinta a la del resto. Por ello los videojuegos son tan buenos para alcanzar esta meta. Comprenden un medio cultural que requiere participación directa del jugador, el cual se amolda a la estructura del producto y saca a relucir su naturaleza flexible y adaptativa. A diferencia de otros sectores como el cine, la música o la literatura, el videojuego requiere de un consumidor activo que modifique la acción a su paso. Mientras que en los primeros la persona consume de forma pasiva un entretenimiento inamovible que invita a la reflexión posterior, un videojuego nace de una constante relación simbiótica entre ambas partes, consolidando una experiencia única que se entiende mejor si se está a los mandos. De ahí que guste tanto esa sensación de saber que tu opinión importa; que puedes coger las riendas de tu vida aunque sea en otro formato.
En 1970, el escritor sociólogo Alvin Toffler, introdujo el término Overchoice (Sobrecarga de opciones) en su libro El shock del futuro. Se trata de un deterioro cognitivo en el que ciertas personas tienen dificultades a la hora de tomar una decisión cuando tienen disponibles muchas opciones para elegir. Este concepto abarca mucho más que la famosa jugada de estar una hora navegando por Netflix para terminar apagando el televisor. Los videojuegos también sufren de sobrecarga de opciones, por lo que saber condensar y seleccionar los elementos que deben ser contados es tan importante como permitir al jugador moverse libremente por tu mundo. Y esto ya no solo ocurre en las categorías de juegos mencionadas anteriormente, sino que es algo presente en cualquier título y que es decisión del equipo de desarrollo elegir la posición y el tamaño del marco el cual el consumidor no puede traspasar.
Apelando a la teoría de Toffler, para que la maquinaria funcione correctamente la persona a los mandos debería tener disponibles pocas opciones bien presentadas, decantarse por una de ellas y repetir el proceso. Para conseguirlo, el juego tiene que ser sutil a la hora de mostrárnoslas, haciéndonos sentir que están en sintonía con parte de la esencia del producto, ya sea a nivel de gameplay o de guion. Volviendo a Disco Elysium, en una ocasión el protagonista tiene una conversación con un matón de dos metros que protege la entrada de un lugar al que quiere acceder. Este personaje te lo presentan como un supremacista que valida la existencia de una raza superior, por lo que el debate y las opciones de diálogo que te ofrecen están relacionados parcialmente con la dinámica de la conversación. Ni puedes elegir una opción que cambie totalmente el tono de la pelea dialéctica que está teniendo lugar ni puedes escoger una entre cuarenta líneas de diálogo. Te están dejando claro que estás jugando bajo sus normas. Y aun así, te sientes libre; una libertad controlada.
La disonancia de intenciones entre jugador y personaje es algo mucho más notorio de lo que podría parecer, de ahí que un ligero empujón o redireccionamiento sea una solución plausible. Con esto me refiero a que el objetivo que tiene en mente el protagonista y la motivación del jugador no van siempre de la mano. La libertad es golosa, y cuando acudes a los videojuegos para divertirte no quieres que nadie te diga cómo debes vivir tu historia. The Legend of Zelda: Breath of The Wild es el máximo exponente de este caso. Por un lado, la historia gira en torno a que Link debe derrotar a Ganon antes de que se libere del castillo en el que se encuentra y destruya el mundo. Link debería estar impaciente por cumplir su misión; es coherente con la narrativa intrínseca del título. Sin embargo, tú, que manejas a Link, te tomas el juego con paciencia, saboreando cada uno de los eventos que ocurren en Hyrule. De camino a Ganon te apetece escalar, cocinar, completar santuarios, hacer fotografías, descubrir secretos… Vísteme despacio que tengo prisa; El refranero español definiendo al jugador promedio de The Legend of Zelda: BOTW.
Este desajuste de motivaciones no tiene porqué ser algo indigno. En el caso de The Legend of Zelda: BOTW el gameplay es más importante que la propia historia, de ahí la gran cantidad de mecánicas interrelacionadas disponibles en un mundo enteramente abierto. Somos nosotros quienes decidimos, una vez más, las concesiones que queremos hacer mientras jugamos. Dentro del marco de normas estipuladas en el título se permite movimiento absoluto; el libre albedrío.
Aún con todo, es agradable que tanto personaje como jugador estén en sintonía. La deshumanización del medio se disipa para dar paso a la empatía, que desdibuja la “pantalla” que actúa como distancia de seguridad entre ambas realidades. Remar en una misma dirección y con un mismo objetivo hace más llevadero el viaje. Los autores buscan conseguir esta dinámica, y aunque saben que posiblemente surja sola, hay veces que meten un poco de mano. Es el momento en el que tiene que poner sobre la mesa todo lo aprendido sobre limitaciones, normas y fronteras.
En Red Dead Redemption 2 llevamos a Arthur Morgan, uno de los miembros de la famosa banda criminal de Dutch Van der Linde. Su personalidad está afianzada, pero somos nosotros quienes perfilamos el personaje al vestirle con un sombrero de copa, cambiándole la barba por un bigote respingón y llevándolo de juerga hasta altas horas de la madrugada. Tenemos total libertad para moldearlo y hacer del viejo oeste nuestro propio patio de juegos. Sin embargo, una de las situaciones más placenteras en Red Dead Redemption 2 no la controlamos nosotros. En los campamentos en los que se encuentra la banda y donde Arthur va a descansar, no se permite correr. El juego anula totalmente esta capacidad y te obliga a caminar. Al principio es tedioso y te enervas porqué tienes prisa, pero después te das cuentas que Rockstar ha puesto eso ahí para que no llevemos a Arthur Morgan, sino para que seamos Arthur Morgan. Es un momento de relajación y de hablar con tus amigos que viene dado por una restricción; un momento de sintonía.
Por otro lado, en Twelve Minutes llevamos a un hombre que comparte apartamento con su esposa y que está atrapado en un bucle temporal de 12 minutos de duración. En este tiempo se plantea un problema que pilla por sorpresa tanto a personaje como jugador, y si fallas en el proceso de solucionarlo, el bucle se reinicia. Llega un punto en que has repetido tantas veces lo mismo que terminas por desear que llegue el final y todo se aclare, lo que se traduce en saltar diálogos y realizar acciones de forma automática. Es aquí donde el juego tiene un detalle curioso. Al inicio del bucle tu mujer sale a saludarte, te abraza y tiene una breve conversación contigo. Cuando comienzas a ser un autómata y saltas los diálogos, como si esa conversación fuera un mero trámite más, el hombre reacciona apartando a la mujer rápidamente y cortando cualquier tipo de interacción. La sensación que tienes como jugador se ha visto traslada a la historia en la que te ves inmerso, redirigiendo el tono de la trama con un simple retoque por parte de los autores. Han forzado una situación porqué sabían cómo íbamos a reaccionar, y eso es algo cuanto menos interesante.
Demasiadas veces juzgamos, con razón, las limitaciones de muchos títulos que salen al mercado, anhelando una realidad que quizás nunca llegue. Estamos expuestos a tantas opciones de forma regular que para lidiar con ello hace falta un pequeño esfuerzo de crítica y selección que muchas veces no estamos dispuestos hacer. Intentamos arrollar todo lo que se nos ponga por delante, y si por el camino nos desviamos, bienvenido sea.
Las restricciones, de la naturaleza que sean, son parte de la solución al problema. Nos permiten encarar problemas de una manera reduccionista a la par que simplista. Ahora bien, que estos límites no vayan más allá, porqué entonces nos restringirán la libertad como jugadores y sentiremos que estamos encerrados en una historia totalmente ajena a nosotros. Es complicado, eso es cierto, pero es placentero notar que alguien nos ayuda a centrarnos; a sentirnos libres.
La libertad es todo lo que enmarcan las limitaciones. El resto es campo.