INSIDE (&) THE WALL: Cultura y deshumanización

INSIDE (&) THE WALL: Cultura y deshumanización 7

No es nuevo declarar que la distopía goza, como lugar común de ficciones, de un puesto privilegiado en la cultura contemporánea actual. En sus diferentes manifestaciones a través de la literatura, la teoría, el cine, el teatro o la música hay intersecciones, creando un discurso que parece, en ocasiones, demasiado ensordecedor e inmediato (porque la distopía es mejor consumida con el tiempo, para asimilarla). Siendo la relación entre la percepción personal de la distopía y la realidad política, social y económica demasiado dolorosa para articularse sin metáforas, la cultura se hace eco del miedo a la perdida de la libertad, la soledad o la muerte en un género que expone las pérdidas posibles de cuando hablamos de perderlo todo. Aquello que tememos (como sociedad y como individuos) es, en palabras del sociólogo Zygmunt Bauman, «aquello que no podemos controlar». Es por ello que los usos contemporáneos de la distopía en la pantalla se nutren de catástrofes naturales (o cósmicas) que acabarían con la civilización y sus iconos (de manera no sorprendente sus portadas suelen representar un monumento icónico colapsado), como en las películas de gran presupuesto de Roland Emmerich El día de mañana (2004) y 2012 (2009), así como de supuestas guerras libradas en Occidente (London Has Fallen, 2016), del miedo al futuro y a la tecnología (Black Mirror, 2011-, Ghost in the Shell, 1995) y de regímenes totalitarios (la literatura se compone de clásicos suficientes en este género como para evidenciar la preeminencia de esta temática). Es en el caso de este último mundo distópico posible, el de un régimen totalitario, donde este lugar común puede mejor expandirse e incluir una mayor variedad de aflicciones políticas y pérdidas personales donde la supresión de libertad parece subyacer. En este ámbito la distopía supone entonces la evidenciación mediante la ficción del miedo a la reclusión forzada en un modo de pensamiento, un estilo de vida o, literalmente, un espacio.

 

ESTE ARTÍCULO CONTIENES IMPORTANTES SPOILERS DE INSIDE

 

Este artículo pretende crear un cadáver exquisito compuesto por dos obsesiones de quien lo escribe: el videojuego de Playdead Inside (2016, ganador de multitud de premios del videojuego independiente) y el arte y álbum de Pink Floyd The Wall (1979). Ambos ejercicios de la cultura contemporánea, a pesar de existir en dos medios distintos, parece, subsanan y aluden a un mismo tema: el miedo a la desindividualización y, por tanto, a la pérdida de la libertad. La transmutación de un cuerpo propio e individual a uno amalgamado pone el énfasis en la importancia de la propia carne y la fisicidad de la individualidad y la libertad. El cuerpo expropiado (ya sea por un sistema opresor, un virus, o una catástrofe) en la distopía evidencia, pues, la pérdida posible de lo que creemos nos hace humanos, únicos y libres.

Inside comienza con lo que parece ser una huida. Completamente descontextualizada, la jugadora lucha por la supervivencia de un niño de camiseta roja sin facciones, mientras escapa desde algún lugar desconocido. La falta de un contexto, sin embargo, no evitará la caracterización del mundo distópico donde el niño se mueve y cuyas escenas parecen sacadas de nuestra imaginación tras leer la novela orwelliana 1984: edificios vacíos, campos de cultivo abandonados, seres en apariencia humanos caminando en fila con aire descerebrado. De todo ello jugadora y personaje son espectadores pasivos, mientras la propia lucha por sobrevivir y escapar continúa, con la certeza de que, si el personaje es capturado, acabará convertido en uno de esos seres que esperan en fila a ser examinados, incapaces de escapar. La experiencia de juego se perfila como envolvente desde la empatía con el personaje, que proviene a su vez del miedo a la deshumanización, aún más potente que el miedo a la muerte; la linealidad de las secuencias de juego solo se ve interrumpida por este acontecimiento que supone un factor importante para la progresión del mismo: sólo se aprende fallando. Y, de manera no sorprendente, las muertes posibles del personaje son grotescas y elaboradas, nunca iguales. Inside consigue ser escalofriante en sus impresionantes espacios, pero también en su sorpresa, en sus encuentros con la muerte y en su manejo de lo desconocido.

Inside: Los seres en apariencia humanos (¿menos humanos por menos autónomos?) que caminan en fila interminable hacia un lugar desconocido.

La focalización de la jugadora en el niño de camiseta roja conlleva a que en la percepción de las escenas habite una alteridad, una diferencia, una resistencia que proporciona la distancia a la espectadora para criticar, juzgar y temer, al igual que ocurre en el videoclip de ‘Another Brick in The Wall’ (1979). Asistimos pues a una fila de seres que en ambos casos caminan en fila hacia un lugar desconocido, privados de su individualidad, así como de sus rostros y sus características distintivas. Esta imagen siniestra lo es en tanto que destruye personalidades: yo tengo rostro, yo camino sola, yo no sigo una fila (excepto en las de la burocracia, qué remedio), y, sin embargo, estos seres parecen humanos. En algún punto la imaginación también fluye por la Historia hacia lugares temidos donde cientos de personas son agrupadas y despojadas de sus posesiones y nombres: convertirse en un número, dejar de ser “yo”, ser un ladrillo más en la pared.

Another Brick in Wall, Pink Floyd: Las máscaras como signo de la otredad, lo ajeno, “ya no soy yo”.

El reflejo de estos mundos distópicos en la psique de aquella que los percibe no es infructuoso: queda una visión de la realidad propia y una reflexión sobre la individualidad y la percepción de la libertad propia. El filósofo eslovaco Slavoj Žižek argumenta en Bienvenidos al Desierto de lo Real (2002) sobre esto, cuestionando el discurso y la seguridad de vivir en una sociedad libre de un modo que entronca con el ‘Newspeak’ de la novela orwelliana 1984:

Nos sentimos libres porque nos falta el lenguaje que articule nuestra falta de libertad (…) hoy en día, todos los términos que usamos para designar conflictos presentes – ‘la guerra al terrorismo’, ‘democracia y libertad’, ‘derechos humanos’, y más – son términos falsos que mistifican nuestra percepción de estas situaciones en vez de dejarnos replantearlas. En este sentido, nuestras ‘libertades’ enmascaran y sostienen nuestra profunda falta de liberad.

Una vez más, la distopía posee las herramientas para articular y conjugar imágenes que nos hagan plantear la percepción propia de la libertad y la individualidad. En 2008, el museo Tate Modern en Londres alojó una instalación interactiva en su enorme Turbine Hall (3,300 metros cuadrados) que contenía duplicados e imitaciones de obras de arte que habían estado expuestas en el museo con anterioridad. Entre ellas, sin embargo, había literas, y se escuchaba el incesante sonido de la lluvia golpeando los cristales. La exposición, llamada TH-2058 (Dominique Gonzalez-Foerster), imitaba un espacio en el que resguardarse (y resguardar al arte) de un mundo hundido que, como en The Drowned World de JG Ballard, ha sufrido una catástrofe ambiental. En el espacio de la instalación no existe la individualidad, solo el pensamiento colectivo que tiene que vivir confinado y apretado, refugiado del desastre. La pura distopía (irreversible, sin héroes salvadores) pone en evidencia el pensamiento individual en favor de la preocupación colectiva.

TH-2058, Tate Modern: Una réplica de “Maman” de Louise Bourgeois se alza sobre las literas de los refugiados de la catástrofe medioambiental.

El videojuego Inside entra en el giro más distópico casi llegado su final, en una escena en que el sentido del juego se invierte: el camino, la huida de nuestro personaje acaba frente a una vitrina, mientras observa algo que parece una enorme amalgama de piel y extremidades. Aquellos que nos perseguían ahora nos ignoran, y dispuestos a observar de cerca a la criatura, descubrimos un pasaje a su incubadora, donde acabamos siendo absorbidos por ella. Los últimos minutos de juego manejaremos a ese ser que parece la evidencia de todo aquello por lo que hemos pasado: la lucha por escapar, la huida y las persecuciones de un individuo que no quiere ser atrapado por un sistema que atisbamos opresor no pueden acabar (esperemos solo en este espacio ficcional) sino en la inclusión propia en el sistema, un final aterrador para un videojuego desestabilizador.

Nuestro personaje desaparece para formar parte de esta masa de cartílagos y huesos. ¿Era ese su destino desde el principio?

Y es en este punto donde encontré una imagen (tan bien elaborada que parece subconsciente) muy similar al personaje más grotesco del álbum de Pink Floyd: el profesor. En The Wall, el profesor representa un sistema opresor (con toda la intención de crear un discurso político sobre la educación) que acalla a los niños en su individualidad: en el videoclip de ‘Another Brick in The Wall’ (1979) el profesor humilla a un alumno haciéndole leer su poema en la clase y mofándose de su creatividad. No es extraña entonces la imagen de los niños marchando hacia una trituradora de carne, convirtiéndose en un producto homogéneo que marcha en pos de la productividad más negadora del sistema.

Genial y terrorífico arte de The Wall por Gerald Scarfe que representa al profesor ‘homogeneizando’ a sus alumnos.

En ambas obras culturales, el sistema engulle a los individuos, y los atrapa en un corset de carnes, un embutido de dependencia de otros miembros también ingeridos. En Inside, esta carne hará estragos con el sistema que la ha hecho nacer, ya que los últimos minutos de juego están destinados a la rebelión y la fuga, una vez más, hacia un lugar que, al menos en apariencia, desconocemos. Si parece que el imaginario de Scarfe y The Wall no es tan optimista (no sabemos si esa carne está viva, o si siquiera se puede sentir así tras haber sido privada de su individualidad), debemos fijarnos en un detalle de Inside: hay un momento, cuando controlamos a esta amalgama de extremidades, en que caemos en una suerte de diorama que representa un paisaje. Y ese paisaje es, justamente, donde la carne (y el niño que eras) acaba su viaje, apuntando a que el sistema ya barajó tus opciones y predijo qué pasaría.

La imagen de la carne representa, pues, una metáfora de la pérdida de la movilidad, del libre albedrío, de las posibilidades de un cuerpo propio. No es de extrañar, entonces, que otras ficciones distópicas relacionadas con una infección vírica (me viene a la cabeza una, particularmente reciente, en la que un ser parecido al de Inside nos persigue) presenten, en primer lugar, el terror de enfrentarse a humanos que han perdido sus libertades (o zombis) y, en segundo lugar, y con mayor preeminencia, el terror de convertirse en uno de ellos. Y es que, al fin y al cabo, qué es la carne sin cuerpo sino una ilusión, un truco despojado de su origen para poder ser ingerido.

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