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Columna: Apología de la programación 1

Columna: Apología de la programación

Ab imo pectore

Casi como las estaciones, de manera periódica, en la crítica cultural surge una pregunta: ¿es necesario conocer los entresijos técnicos de un género o un medio para escribir una crítica? La respuesta corta es que no. Al fin y al cabo, no vas a convencer a nadie que le gusta una película, un disco, un cuadro, una novela o un videojuego de que la obra en cuestión es mala recurriendo a hechos pretendidamente objetivos, como que ese eje de miradas no tiene sentido o que ese juego está plagado de glitches. ¡Por Dios, si hasta Popper reconocía que una teoría nunca es verdadera, solo potencialmente no refutable! Es algo que cuesta entender desde la crítica cultural: que no es física y, lo que es más importante: que no debe aspirar a serlo.

Sin embargo, sí creo que el conocimiento más o menos profundo de un medio o un género cultural enriquecerá la crítica en cuestión. Y respecto a los videojuegos hay uno de sus aspectos fundamentales, quizá el más elemental, que no genera demasiado entusiasmo desde la review más tradicional si no es para hablar de la tasa de imágenes por segundo, de los bugs o de los tiempos de carga, y al que no se presta ninguna atención en críticas más vanguardistas: la programación. Y cuando digo que no genera demasiado entusiasmo, quiero decir que si preguntara ahora mismo el nombre de una persona famosa en diseño narrativo, música o arte de videojuegos, podríais decirme unos cuantos, pero si preguntara por una que se dedicara a la programación, prácticamente nadie podría darme un nombre o sería en una proporción ínfima respecto a los contrapuestos.

Yo mismo, en el momento de escribir esto, solo podría daros tres nombres: Diego Adrada de Gametopia, Jordi de Paco de Deconstructeam y Violeta Sáez de Stega Games. El primero porque ha sido profesor mío de programación con Unity, el segundo porque es vox populi que se encarga de la programación y la tercera porque la sigo personal y profesionalmente. Al fin y al cabo, fijarse en la belleza de unos assets o en lo conmovedor o acertado de una melodía surge con una incontenible percepción sensitiva (entra por los ojos, por los oídos); hacerlo en el funcionamiento del código, que ni siquiera vemos en pantalla, es sin duda menos obvio. Y todo cuando un videojuego podría desarrollarse sin assets, sin música, sin textos, pero no sin programación (ni sin diseño de juego, valga recordar). Cierto es que sería infinitamente menos atractivo en lo audiovisual, pero formas geométricas simples, sin animaciones, etc., podrían hacer el juego posible, aunque con aspecto de primitivo prototipo. De hecho, solo tenemos que recordar la ola sarcástica que provocó aquel tan ingenuo como bochornoso tuit que afirmaba: «Si supieras cómo funciona el desarrollo de videojuegos, sabrías que lo visual es una de las primeras cosas en terminarse». La programación, el código, es probablemente lo que convierte a los videojuegos en videojuegos y no solo en juegos, si se me permite la tautología.

Dicho esto: ¿es necesario saber programación para escribir la crítica de un videojuego? En absoluto. Pero conocer si quiera sus rudimentos te permite abrir nuevas ventanas en tu comprensión de la obra y, sobre todo, de su desarrollo. Hace poco me ocurrió con Blasphemous (la primera entrega, que se me había retrasado como unos cuatro años). Llegó un momento en el que quise consultar el mapa mientras estaba anclado con la espada del Penitente en un muro. Y me di cuenta de que no podía. No es posible hacerlo mientras se está en esa posición. No influye para nada en la partida; yo quise abrirlo en ese momento porque me veía más tranquilo que en el suelo, plagado de enemigos de los que no me había desecho, pero no influyó en mi periplo. Mas si desde The Game Kitchen optaron por ello hubo alguna razón, que desconozco, para que lo hicieran; probablemente porque hacerlo traería complicaciones que, ante lo cargante de su resolución y lo inocuo que resultaba para el progreso en el juego, se decidió no incluir esa posibilidad.

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En este sentido, vienen muy al caso las palabras de G.H. Hardy en Apología de un matemático:

Resulta bastante asombroso el poco valor práctico que tiene el conocimiento científico para una persona corriente, cuán aburrido y ordinario resulta ese valor, y cómo este da la impresión de variar de manera inversamente proporcional a su utilidad conocida. Es útil saber algo de francés o alemán, conocer un poco de historia y geografía, puede que incluso saber algunos conceptos de economía. Pero un poco de química, de física o de fisiología no tienen ningún valor para la vida corriente.

Vamos a hacer un parafraseo en forma de parábola:

Resulta bastante asombroso el poco valor práctico que tiene la programación para un videojugador corriente, cuán aburrido y ordinario resulta ese valor, y cómo este da la impresión de variar de manera inversamente proporcional a su utilidad conocida. Es útil saber algo de arte, conocer un poco de diseño de juego y narrativa, puede que incluso saber algunos conceptos de música. Pero un poco de C#, de corrutinas o de debugging no tienen ningún valor para la partida corriente.

Y todo cuando sabemos, del mismo modo que lo sabía Hardy para el conocimiento científico, que la programación es una forma de arte que propicia la característica más fundamental de los videojuegos como género cultural: la interactividad. Y también que los y las programadoras son quienes, muchas veces, tienen que parar los pies a quienes se encargan del diseño de juego. Pensemos en alguien que comanda el grupo de diseño de juego. Han pensado un detalle que consideran enriquecerá la experiencia de juego en base a una suerte de narrativa metalúdica y al sistema de coleccionables: todas las muertes que se produzcan del avatar serán guardadas en vídeo para ser consultadas/compartidas con posterioridad desde alguna entrada del menú, así se recompensará de una manera original a quien juega y podrá crearse comunidad, porque quienes comparten su pasión por el juego competirán por ver las muertes más bellas, más cachondas o más tontas. Por supuesto sería una propuesta a valorar, pero a bote pronto diría que el productor o el director la descartarían después de hablarlo con el equipo de programación. ¡Imaginaos que a alguien se le ocurre proponerlo para un souls en From Software! Y claro, también dependería del presupuesto, del alcance logístico. Habrá quien se permitirá ampliar el equipo para que un grupo de personas se dediquen a ello, habrá quien no; y también podría haber algún juego, más modesto en presupuesto que hiciera de esa propuesta su seña de identidad y decidiera invertir buena parte de su esfuerzo en ello. Y todo esto teniendo en cuenta que el estudio utilice un motor gráfico abierto, como Unity o Unreal, porque otro cantar de intrincación aún mayor es cuando se trabaja con un motor gráfico propio y hay que programar no solo aquello que mueve el videojuego, sino también las tecnologías que constituirán el propio motor gráfico.

Es solo un ejemplo de por qué es necesaria una apología de la programación, de las personas que se dedican a ello; esas mismas personas de las que nadie conoce su nombre, de las que parece que su trabajo apenas interesa, porque no se resalta, porque no se enfatiza, porque se cree que no es creativo o estético; y todo cuando, perdón por la insistencia, sin él probablemente los videojuegos no serían videojuegos. Porque qué es un videojuego sino un caleidoscopio cibernético a través del cual se manifiestan numerosas relaciones y expresiones entre (y del) ser humano, la máquina y su artificial inteligencia, y la realidad virtual; esas ludoficciones que tanto nos apasionan o nos defraudan pero que no serían posibles sin líneas de código, sin scripts, sin métodos, sin listas, colisiones, strings y puntos y comas colocados en su lugar correspondiente. ¿Qué es lo que hace únicos a los videojuegos sino su mezcla hipermoderna de ciencia, arte y tecnología?

Eric Hobsbawm, el magistral historiador contemporáneo británico, supo verlo con anticipación cuando en Historia del siglo XX, en la parte correspondiente a las artes, escribió una afirmación indudable que permuta la relación entre arte y cultura en nuestro pasado más inmediato, más contemporáneo, ese que es ayer: «La tecnología transformó el mundo de las artes y de los entretenimientos populares más pronto y de un modo más radical que el de las llamadas “artes mayores”». En la misma parte, pero unos párrafos antes, también parecía responder a los que claman por un análisis pretendidamente objetivo de una obra, da igual si es un cuadro monócromo, un disco de Avril Lavigne o una novela de Francisco Umbral, porque es «imposible, irrelevante y poco democrático decidir si Macbeth es mejor o peor que Batman».

Podemos seguir discutiendo inútilmente si The Stillness of the Wind es mejor o peor que Forza Horizon 5, pero, por favor, no nos olvidemos nunca más de las personas que confieren al videojuego su virtual hálito de vida.

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