A sus científicos les preocupaba tanto si podían o no podían hacerlo que no se pararon a pensar si debían
Ian Malcom
Permítanme que me quite esto de en medio lo antes posible: la discusión ética de la I.A. me da una pereza horrible. No, no se trata de que no me importe, o peor aún, que crea que no existen innumerables problemas éticos en el uso actual que se está realizando con la inteligencia artificial. Se trata más bien de que si mañana aparece una I.A. que funcione exclusivamente a través de contenido libre de derechos de autor, el 80% de los problemas que conlleva esta tecnología seguirán, a mi juicio, estando ahí. Aclarada pues esta parte, comenzamos.
Hace unos días asistí al congreso I.A. Revolution celebrado en Madrid, donde un buen número de expertos hablaron sobre muchísimas cosas concernientes al uso de la inteligencia artificial en sus diferentes campos, así como de algunos aspectos legales de la misma. Una de las cosas más interesantes de acudir a un lugar en el que eres neófito en la materia, es que más allá de aprender, trazas puentes hacia elementos que sí tienes más controlados para tratar de dar forma a aquello que estás viendo. De este modo, cuando escuchas a quienes se empeñan en hablar de “la revolución que va a cambiar el futuro tal y como lo entendemos” pues inevitablemente te acuerdas de la Realidad Virtual, la Realidad Aumentada, los NFTs, las criptomonedas y todas aquellas otras “revoluciones” que hemos vivido en la última década. De hecho estuve un rato pensando cuál fue la última película que vi en 3D y fui incapaz de recordarla.
Las revoluciones tecnológicas, hablando siempre en términos de usuario, no suelen producirse por lo bueno o malo de la herramienta, sino en si comporta una mejora sustancial con respecto a lo que tenemos y es compatible con nuestro ecosistema vital. El mejor ejemplo posible lo tenemos en la V.R.. Nadie duda del componente inmersivo de la Realidad Virtual y por supuesto sólo un necio negaría los avances que se han realizado dentro de la misma, pero la realidad es que sentarte a jugar con unas gafas de V.R. sigue teniendo un fuerte componente ridículo, corres el riesgo de golpear a tu gato, y sobre todo, resulta imposible compartir la experiencia con quienes te rodean. Por supuesto, hay veces en el que la tecnología cambia por completo nuestro ecosistema vital, y si están leyendo este texto desde un smartphone no hace falta que miren más allá, pero esto ocurre en muy pocas ocasiones. Así pues, el primer problema que encuentro con la I.A. son sus expectativas, unas expectativas que se basan, entre otras cosas, en el abuso que se está realizando por sus evangelizadores de la palabra “democratización”.
No sé si recuerdan los inicios de la década pasada en lo que se refiere a videojuegos, pero aquello era una fiesta de la democratización. Unity y Unreal estaban en boca de todos como los motores que, por primera vez, permitían un acceso libre y sencillo al mundo del videojuego. Motores compatibles con todo, accesibles, con infinitas posibilidades y adaptados a todos los niveles de aprendizaje. Un terreno espectacular para LO INDIE™ justo en el mismo momento en el que Braid nos acababa de volar la cabeza y se avecinaban unos cuantos títulos que asentarían la punta de lanza del desarrollo independiente. Uno podría pensar que este binomio de explosión de desarrollo independiente con la popularización de motores “democráticos” sería la fuente principal de grandes éxitos, pero si nos vamos a los títulos más destacados que llegaron durante los años posteriores no encontramos con que Limbo se hizo con Visual Studio, Hotline Miami con Game Maker, Papers, Please con OpenFL, y FEZ con Microsoft Visual C# Express y Trixel, por poner algunos ejemplos.
La democratización de una herramienta no conlleva resultados inmediatos en disciplina sobre la que se despliega ni significa que cualquiera sepa utilizarla. No hay nada más democrático que un lápiz y un papel, pero créanme que nadie se merece el alimento para sus pesadillas que supondría cualquier cosa que yo sea capaz de dibujar. El problema, que se repite a menudo en estas situaciones, es que nos adelantamos a imaginar un futuro práctico para estas herramientas sin cuestionarnos primero cómo pueden servirnos en el presente. En este sentido, la charla que mantuvieron Javier de la Chica y Alejandra G. López acerca del trabajo de la artista digital en la serie La Mesías, se postula como el mejor ejemplo del uso de una herramienta adecuándose a lo que esta es capaz de hacer.
Alejandra, que si mal no recuerdo tiene formación como restauradora de arte, aprovecha aquí todo su background y utiliza las herramientas que tiene a su disposición sin rebelarse contra ellas, aprovechando todo aquello que podríamos considerar “errores” a su favor para crear una secuencia tan perturbadora como imaginativa y novedosa. Una pieza, que si bien puede verse desde su vertiente técnica, adquiere un valor artístico independientemente de las herramientas utilizadas, que al fin y al cabo es de lo que se trata, o de lo que debería tratarse.
La situación actual de lo que estamos viendo con la Inteligencia Artificial aplicada a arte (imagen, vídeo, música..) me recuerda mucho a ese inicio de la democratización de los motores de videojuegos que vivimos a principios de la pasada década. Existen ejemplos de cosas francamente magníficas, como el trabajo de Alejandra G. López, pero la mayoría de acabados que nos encontramos se parecen más al uncanny valley del Black Hole Sun de Sound Garden que a cualquier cosa cercana a la creación artística. Necesitamos más gente pensando en si deben hacerlo y menos pensando que pueden hacerlo. En caso contrario, quienes tratan de posicionarse en el “lado bueno de la historia” se encontrarán defendiendo a empresas multimillonarias porque otra empresa multimillonaria les ha robado sus moñecos. No hay mayor triunfo del capitalismo.