He intentado pensar una pareja de palabras que le den a totalitario un sentido positivo, pero no sale ni con oxímoron: desayuno totalitario, amor totalitario, entrenamiento totalitario, libro totalitario… y así otros tantos pares que más tarde o más temprano me hacen desestimar la propuesta, bien por empacho, terror, cansancio o aburrimiento. Y sin embargo, soy incapaz de imaginar otro adjetivo para Elden Ring, que no he acabado pero que las cien horas que llevo jugando ya me permiten extraer algunas ideas elementales sobre su diseño. No encuentro otro adjetivo más definitorio que totalitario para su diseño de juego y niveles, aunque tampoco estoy seguro de si le da un sentido positivo, negativo o una mezcla de ambos.
En una entrevista reciente realizada por Simon Parkin para The New Yorker y publicada antes del lanzamiento de Elden Ring, Hidetaka Miyazaki reflexionaba en torno a por qué ha convertido la muerte del avatar, nuestro fracaso como ludoactantes, tanto en una mecánica como en parte de la narrativa de sus obras más representativas: «Yo moría un montón cuando jugaba. Así que, en mi trabajo, quise plantear algunas cuestiones. Si la muerte es algo más que un signo de fracaso, ¿cómo le doy sentido? ¿Cómo hago la muerte disfrutable?». Centrarse solo en el hecho de que al jugar un soulslike de From Software perderemos la cuenta de las veces que en la pantalla aparezca el celebérrimo «Has muerto» no sería totalitario por sí mismo, pero sí lo es la mirada que irrumpe sobre su última ludoficción, que por momentos se percibe por entero novedosa, como si fuera su primer juego.
Al pasarse al mundo abierto, sin embargo, la fórmula soulslike de Elden Ring muestra síntomas de totalitarismo en su diseño, tanto de juego como de niveles. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que del mismo modo que Hannah Arendt vio que en el Tercer Reich y en la URSS de Stalin no se limitaba el poder del Estado y que este entraba en las casas, en el trabajo, en las emociones y en los sentimientos de las personas bajo su manto, Miyazaki ha impuesto la misma ilimitación en el poder del diseño videolúdico para propiciar un control absoluto sobre quien juega y que no intente ninguna tontería, como pensar en jugar otra cosa. Desde luego, la homología es solo nominal; hablando en plata: no estoy llamando nazi a Miyazaki.
Por supuesto, Elden Ring conserva las características de dificultad de sus predecesores, pero no es menos cierto que en las Tierras Intermedias se han introducido accidentes de dificultad absurdos, gratuitos, cuando no directamente crueles. Porque al final, el temor al enfrentamiento con los jefes finales es lo de menos cuando caminas por el mapa amedrentado y cuando hay picos de dificultad detrás de cualquier árbol o escondidos en la cueva más vulgar e irrelevante para el desenvolvimiento de la historia o la consecución de objetivos.
Un ejemplo: a Rennala la liquidé al segundo intento, en menos de quince minutos, pero la tumba del Héroe de los Aledaños me llevó dos horas y media y debí morir como cuarenta veces.
Este diseño de juego y de nivel, como tantos otros de Elden Ring, no muestra ni la más mínima piedad ni compasión por quien juega, cosa que no sorprende, pero que sea en un escenario bastante anodino, sí es más revelador. Revelador de que Elden Ring no quiere que juguemos a otra cosa, no quiere que nos apartemos de las Tierras Intermedias, no quiere que pensemos en otro asunto que no sea superar cada obstáculo que nos pone por delante, aunque sea un dislate sin pena ni gloria. Miyazaki es un genio del diseño de juego y del mapeado, pero ese gracejo descansa sobre algo tan simple como hacer una apología, un enaltecimiento, del ensayo y error y un asimétrico balanceo de la dificultad. Si a ello le sumamos un envolvimiento arcano, donde detrás de cada minúsculo e insignificante detalle es posible que se esconda una verdad mistérica o un apunte historiográfico, observamos una unicidad que no por contar con un fandom crecidito de humos deja de ser maravilloso.
Pero el totalitarismo de Elden Ring no descansa solo sobre ese milimetrado cálculo de la dificultad hasta el ridículo. En la genial literatura epistolar que Guillermo Guzmán y Clara Doña han puesto en marcha sobre las Tierras Intermedias, y en la que me dejaron unirme al contubernio, les escribí una carta en la que decía que en el tiempo que llevaba jugando a Elden Ring me había sentido acompañado por el misterio, el caos, la desolación y la incertidumbre. Las Tierras Intermedias son si cabe más lóbregas, hostiles y cetrinas que cualquier otro mundo de From Software, y cualquier predicción que te atrevas a idear será tirada abajo con una vehemencia que acongoja y acojona. «Esta cueva no me debería dar mayores problemas»: pues dos horas y media. «Ahora llega la jefa de la Academia Raya Lucaria, lo voy a pasar mal», pues quince minutos.
Y esa frustración entre lo que quieres hacer y lo que no consigues hacer, entre el embeleso que te provoca cualquier rincón de las Tierras Intermedias y la irascibilidad que te posee al calcular el tiempo que te llevará completar toda su inmensidad, te deja casi en un estado catatónico: Elden Ring es un candidato idóneo para convertirse en obsesión. Quiere que pienses en él cuando estás trabajando, mientras comes o si estás a punto de correrte. Si tratas de dejar la mente en blanco, quiere que cualquier textura, cualquier horizonte crepuscular, cualquier posibilidad de farmeo o cualquier semihumano lanzando su psicótico chillido se cuelen en tu pensamiento. Por eso nos interroga, nos tortura y nos vapulea con todo su arsenal literario, audiovisual y lúdico, con toda la curiosidad que surge ante lo ignoto de su cosmogonía y su historia. Su mayor deseo es que te posea el temor de que ningún juego vuelva a estimularte tanto como lo ha hecho él, y por eso mismo es capaz incluso de imponerse a tu voluntad.
No es hipérbole.
El pasado 22 de marzo, Víctor Martínez, de AnaitGames, escribió en Twitter que después de ochenta y nueve horas jugando a Elden Ring lo iba a aparcar una semana en favor de Kirby y la Tierra Olvidada. Me colé en la conversación y le dije que yo estaba pensando hacer justo lo mismo. Una semana después los dos reconocíamos nuestra pasmosa incapacidad para cumplir lo dicho en público… y yo le decía que el juego hace gala de «una toxicidad dulce, pero muy totalitaria», a lo que él me respondía lo siguiente: «Me pasa que por un lado creo que se han pasado: llevo más de un mes jugando mucho a esto, pensando, dándole vueltas, explorando; quiero terminar ya y pasar a otra cosa. Pero por otra me gusta la sensación de descubrir cosas todo el rato, es una densidad muy única, me flipa».
Se entiende entonces que con Elden Ring, Miyazaki y From Software han conseguido más que en ninguna otra ocasión que frustración y entusiasmo se unan en antitético matrimonio. Y como decía al principio, no sé si esto es positivo o negativo; de hecho, no creo que me importe. Lo que me preocupa es con toda probabilidad me resten otras cien horas de juego en las que no seré libre, en las que no quieren que piense en otra cosa, en otro juego… Una situación mental en la que cualquier ladrido o sonido amenazante del mundo real me hace llevarme la mano a un escudo de medusa que no existe y a dar un mecánico salto hacia atrás como respuesta defensiva. Un escenario, en definitiva, en el que ciertas palabras de Eric Fromm en El miedo a la libertad llegan a mi pensamiento y le gritan que es imbécil: «Si se frustra la vida , si el individuo se ve aislado, abrumado por las dudas y por sentimientos de soledad e impotencia, entonces surge un impulso de destrucción, un anhelo de sumisión o de poder».
Y en esa pesadilla, intento remediar.