BPM: Bullets Per Minute

Fecha de lanzamiento
15 septiembre, 2020
ESTUDIO
Awe Interactive
EDITOR
Awe Interactive
PLATAFORMAS
Windows

Meses después, lo que más recuerdo de Doom Eternal es lo que había tras sus puertas púrpura. En medio de toda su grandiosa puesta en escena, de sus pasillos espectaculares y de las líneas interminables de lore, los portales Slayer que escondían esas verjas cerradas con llave ofrecían una experiencia del Doom contemporáneo destilada hasta su pura acción. Llevaban a espacios cerrados, limitados, desconectados del flujo imparable entre niveles que estructuraba el progreso por la obra, lugares hechos de plataforma, de verticalidad, de cosas que disparar y armas con las que hacerlo. En esa forma condensada, todo lo que quedaba era correr, saltar, esquivar, matar, recargar, golpear, rajar… Todo ese léxico tan reducido como absolutamente vibrante, hecho totalmente de verbos, que, envueltos en la música de Mick Gordon, me convertían en una fuerza imparable, y hacían de mi cuerpo un campo semántico entregado a la destrucción ajena. No había principio ni final, solo un flujo que existía mientras estaba en movimiento, mientras los riffs se sucedían sin parar, con todos esos demonios que no dejaban de aparecer saltando en vísceras y pedazos. Todas las opciones que Eternal ponía sobre la mesa, toda esa retroalimentación de luces, colores y objetos que recoger convertían mis barras de vida, armadura, poder, habilidades y municiones un espectrograma de un metal progresivo espacializado, actuado, al que me sumaba con mi propio cuerpo como púa, como baqueta, como dedos sobre un teclado. En esos pasajes de Doom Eternal, territorio y jugadora existían mientras se ejecutaban, y yo era un vector rabioso que reaccionaba a los estímulos, las direcciones, los soportes que me salían al paso, en uno de esos pocos videojuegos en los que la dificultad tiene un potencial expresivo, por el simple hecho de cómo modifica los ritmos, las adaptaciones, la manera en que se descubren nuevas técnicas para tocar un paisaje convertido en un enorme pogo. Tras las puertas del infierno, un Doom liberado me daba la libertad de ser tan solo un par de cosas: acompañado y acompañante de la imagen y del sonido.

Puertas, tiros y música son también, debajo de su densamente estilizada piel, el corazón de Bullets Per Minute. Los puentes que unen este «FPS rítmico» con Doom son bastante evidentes desde un primer vistazo: mazmorras, ruinas, monstruos, armas absurdas y enormes, metal con los potenciómetros al diez, un cuerpo, un espacio, una dirección y un destino: hacia adelante y hasta que no quede nadie. Allá el Slayer, un marine hipertrofiado hecho de venas anchas, puños cerrados y escopeta recortada enfrentando el apocalipsis; aquí la Valkiria, una guerrera esbelta hecha de alas emplumadas, pies ligeros y una pequeña pistola enfrentada a una pista de baile; dos juegos que en esencia son el mismo, pero que en gran medida se juegan de manera opuesta. Dos vías de entrada a la cuestión por cómo nos encajamos en un juego a través de nuestra ejecución, de las herramientas que nos dan para infestarlo con nuestra presencia, con una definición personal de estilo. Experiencias que, cruzadas, hacen de la relación entre normas y apropiación algo similar a lo del huevo y la gallina: ¿son unas normas estrictas una oportunidad para incrustarnos en una obra y, jugando con ellas, crecer de manera holística? ¿O son un marco contra el que jugar disruptivamente y, buscando un camino propio, individualizarnos a través del movimiento? Ambas y ninguna; Doom y BPM son dos visiones distintas del mismo baile. Solo cambia quién pone los píes que guían y quién los que le siguen.

Hace unas semanas (¿más de un mes, ya?) Lucas Ramada Prieto y yo cerrábamos la temporada de nuestro podcast explorando la idea de jugar bonito junto a Miguel Ballarín. A la búsqueda de una «belleza en la ejecución», de si había algo de universal y común en una idea profundamente encajada en lo personal y situado de cada jugadora, nos preguntábamos cómo se conjuga esa sensación, cuáles son sus varas de medir, de qué hablamos cuando hablamos de esa «zona» mental (¿emocional?) que nos abraza cuando todas las piezas de una estética videolúdico-performativa encajan al milímetro. De cuántas formas podíamos, en resumen, bailar con los juegos: si era un encaje, un margen de maniobra o una contestación; hacer de la manera más perfecta lo que nos pedían, generar un marco propio de valoración en torno a los objetivos preimpuestos o buscar directamente una burbuja existencial independiente. Desaparecer en la coreografía de Hitman, apropiarse de Skate 3 inyectándole una música propia para bailar con su ciudad, reducirse a un par de movimientos de un Sekiro perfecto por ininterrumpido. Jugar bellamente: «un huevo Kinder relleno de lo que a cada una le dé la gana». Algo que tiene que ver con la definición individual de placer y satisfacción, con las entradas y salidas en un game feel que podríamos entender como la sincronización entre cuerpo físico y virtual. Jugar bonito: eso que queda cuando todo lo demás desaparece y nos quedamos a solas con nuestras propias definiciones de juego.

Proyectado contra todo esto Bullets Per Minute es el juego de disparos reducido a un simple sistema de coordenadas e impresiones. Inscrito en una etapa del género que me gusta llamar después-de-SUPERHOT, es una ventana abierta a una suerte de post-shooter en el que un proceso similar al de cruzar aquellos portales de Doom Eternal lo ha descargado de narrativas, de significados, de fantasías de evasión idelógica, para que solo quede su pura expresión estética: el sonido, la cadencia, la reverberación de cada tiro. Concebido como un título de exploración de mazmorras procedurales típico, en el que un conjunto de habitaciones interconectadas se genera aleatoriamente a partir de patrones predefinidos, lo único que hay aquí es una colección de espacios que contienen enemigos y cofres. Limpiando el lugar de los primeros y acumulando los segundos para ir desarrollando capacidades, habilidades y capacidad de defensa y ataque, entramos a Bullets Per Minute por el primer piso y vamos bajando, jefe tras jefe, hasta el fondo del infierno, donde esperan un dragón y los títulos de crédito. La particularidad, entre tanto lugar común, es el orden de aquellos factores que mencionaba más arriba, espacio, acción y sonido: aquí la música va delante, no como algo que te envuelve, te comenta y te sigue, sino como una base sobre la improvisar apretando gatillos. Disparar, recargar, correr, saltar, esquivar, subir, bajar… La misma lista de siempre, pero ya no al servicio (solo) de la guerra, sino del baile.

Con ello, Bullets Per Minute ocupa un lugar intersticial, una región que no solo tiene fronteras con el disparo, sino también con juegos musicales y de ritmos que se apropian del pentagrama y la tarima para inventar un espacio de juego, y con todos esos títulos que, antes que BPM, se han servido de estas construcciones para llevar fórmulas que parecían agotadas hacia nuevas direcciones. Hay mucho de Crypt of the Necrodancer aquí (más allá de la evidente relación de ser mazmorras con tempo), en esa manera de supeditarlo todo al beat de cada canción, a cómo cae cada uno de tus movimientos, sea cuáles sean, sobre golpes del metrónomo. En Crypt, no obstante, el esquema formal era más estricto y exigente, y te castigaba si te enredabas en algún compás, ligando la vitalidad de tus personajes a esa necesidad de mantenerse dentro de la métrica, presas de un conjuro. BPM tiene un sistema de valoración de lo bien que lo haces, entendido como la manera en que sincronizas tus cadencias con la canción de cada piso, pero en la práctica no es más que un número, un multiplicador de puntos que se van acumulando en una esquina de la pantalla. No hay mayor relevancia o consecuencia para lo que va ocurriendo, o al menos yo no las he notado en cada uno de mis descensos (puede que afecte a las recompensas), pero de alguna manera esa cifra sirve como punto de anclaje, como un eje en torno al que desplegar esas valoraciones personales del significado de jugar bonito a algo como esto. Quizá es sostener un x4 en el tiempo hasta el extremo, como una pirueta interminable que conecta las puertas de entrada y de salida. O quizá sea algo más sencillo y primario: sobrevivir a todo ese camino para poder contarlo.

Al fin y al cabo, aunque todos los elementos de BPM pasen por el filtro de lo rítmico, este no deja de ser un juego en el que hay que matar a todo lo que nos salga el paso mientras intentamos que no nos maten, al tiempo acumulamos precisión, alcance, daño, velocidad, y todos los demás marcadores que nos obligan a exponernos más o menos a cada peligro. Hay una cierta dependencia de la suerte (que también puede acumularse), de encontrar un arma más potente o una buena cantidad de oro con la que comprar ventajas en las tiendas repartidas por cada nivel, todo ello envuelto en la exigencia base de ser un shooter que no es especialmente accesible, que lanza a la jugadora a su mezcla explosiva, veloz e intensa a las bravas, sin pasos intermedios, y que puede borrar todo su progreso en cualquier momento. Hay algo así como un pacto de perseverancia (algo que nunca suma, que solo cierra puertas) mientras todo ese carácter frenético va difuminándose poco a poco, cada vez más apartado hacia esa región del flujo perpetuo de BPM que ocurre en las periferias del cerebro, donde todo lo que no es música y cadencia se evapora, se absorbe, se asimila como un automatismo. Se puede tardar más o menos, pero la progresión va devolviendo cada vez más libertad, más maniobrabilidad, más inmediatez en el momento de entrar en una nueva sala y ver qué y cuántos enemigos hay, cómo se reparten por el espacio, qué tipo de movimientos te impondrán a sus bailes particulares. Y lo que en una primera impresión puede parecer un esquema impuesto demasiado rígido, se va volviendo una herramienta expresiva. Lo que te diferencia como valkiria.

La horquilla existencial que queda en medio, todo ese espectro de juego que va desde la pura supervivencia para llegar al final y el perfeccionismo del moment-to-moment de cada baile, no es más que un terreno a explorar como cada una quiera. Bullets Per Minute puede enfrentarse críticamente como una banda sonora jugable, como playlist de metal instrumental que puede interpretarse con el mando, incluso como una versión más violenta y simple de aquel Sayonara Wild Hearts que nos regaló un disco pop arcade. BPM es más limitado, algo más atrapado en su punto de partida como shooter tradicional al que se le da una vuelta de tuerca a base de experimentar con la composición de sus capas comunicativas, pero que ha conseguido, al menos en mi caso, cambiar algunas de las señas de identidad de un género casi tan viejo como los videojuegos. Cosas tan sencillas como que después de toda una vida recargando con la tecla R, ahora lo haga con el botón derecho del ratón, dejando que mi mano izquierda pudiera centrarse solo en moverse, en ser mis piernas virtuales, y delegar los brazos a la derecha. Dos manos reales, dos partes de un cibercuerpo, y en el centro de la pantalla una cruceta que recoge el beat de cada pista, atándolo todo.

Bullets Per Minute es (o puede verse como), resumidamente, aquellos interludios de Doom Eternal dados la vuelta como un calcetín. A nivel de producción, tamaño y ambición son, obviamente, juegos muy diferentes, pero quizá precisamente por ello se hagan tanto eco entre sí, más allá de cualquier otro componente estético. Ambas obras proponen una experimentación y materialidad propia de la relación movimiento-música, aunque cada una lo haga a su manera para generar y comunicar sus terrenos de juego. Doom Eternal tiene a Mick Gordon produciendo todo un ecosistema sonoro hecho de pasajes singulares, riffs que aparecen y desaparecen según lo que haces, envueltos en una complejidad compositiva y tecnológica casi sin precedentes (porque también existe Devil May Cry V y su Devil Trigger), pero lo importante es cómo se retroalimenta con la acción tradicional de la saga. Hasta cierto punto, su dinámica pone primero el juego y luego la música, como un redondeo al alza, sin llegar a exigirte nunca una manera específica de ejecutar porque en el fondo son dos capas independientes, aunque se comenten la una a la otra. Bullets Per Minute es el anverso de todo esto, la exploración de cómo un sistema rígido puede tremendamente expresivo cuando se domina por completo, cuando las ruedecitas de soporte se caen y corremos a toda velocidad. En Doom Eternal la acción se vuelve canción; en Bullets Per Minute hay que actuar cada melodía. Y lo que producen ambos juegos y todas sus coreografías solo existe mientras lo juegas.

Saliendo de la intersección de estos dos juegos, creo que la mejor manera de encarar BPM es entendiéndolo como gesto. Armar un shooter musical a base de invertir las jerarquías compositivas tradicionales abre camino a otra forma de jugar a los mismos disparos de siempre, y si bien BPM no termina de explotar del todo sus propias ideas, la manera que tiene de hacer coincidir una vuelta a los fundamentos más básicos del género con una estética jugable absolutamente contemporánea me resulta tremendamente refrescante. Entre Eternal y BPM hay un juego posible que se navega como una canción, con un mundo que no solo es soporte y excusa, sino un instrumento musical, un ente que reacciona y con el que compartes escena. Una pareja de baile que a veces dirige y otras deja que seas tú quien decide cuál es el siguiente paso, la próxima pirueta, la manera en que cuerpo y juego se entienden y se afectan. Hay unos pocos segundos de Bullets Per Minute en que esto ocurre: cada vez que derrotas a un jefe y tienes que rematarlo con unos últimos disparos que le arrancan un punteo de guitarra. Hay fuegos artificiales, un estallido de partículas, una celebración. Como si esas balas marcaran un final y un nuevo inicio, un instante en el que creer que el FPS tiene vida más allá de seguir salvando al mundo. Un futuro bailando con valkirias.

BPM: Bullets Per Minute 4
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BPM: BULLETS PER MINUTE
Bullets Per Minute es, resumidamente, aquellos interludios de Doom Eternal dados la vuelta como un calcetín. A nivel de producción, tamaño y ambición son, obviamente, juegos muy diferentes, pero quizá precisamente por ello se hagan tanto eco entre sí, más allá de cualquier otro componente estético. Ambas obras proponen una experimentación y materialidad propia de la relación movimiento-música, aunque cada una lo haga a su manera para generar y comunicar sus terrenos de juego.
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