Captar el interés de la gente con tu obra -se ha dicho con frecuencia- es una tarea ardua. Lo deseable sería que bastase con un proceso introspectivo o una experiencia catártica, pero se trata más bien de encajar y analizar las circunstancias materiales. Llamar la atención del público es un dogma del marketing especialmente exigente en el panorama indie: desde los coloricos chillones a las propuestas surrealistas, cualquier cosa es buena con tal de concentrar los ojos de potenciales compradores. Nicklas Nygren -habitualmente conocido como Nifflas- es un indie dev ilustre por el que siento especial admiración, entre otras cosas porque con sus Knytts me inicié en el mundillo independiente de los videojuegos. Sus creaciones, marcadas por un minimalismo light la mar de resultón, han transitado toda la gama de resortes para secuestrar la curiosidad.
Con Ynglet, Nifflas nos trae de vuelta un universo muy particular, plagado de sus lugares comunes, y reincidiendo aún más en la idea de sencillez despreocupada que ya iniciase con el fantástico Uurnog Uurnlimited. Las claves vuelven a ser el minimalismo y la originalidad; un simple vistazo al juego en movimiento pone de manifiesto que el desarrollador sueco ha apostado por un estilo personalísimo muy difícil de etiquetar. Esta combinación de factores, pesar de su sencillez deliberada, tiene la facultad de robar las miradas: la maestría de Nygreen creando ambientaciones soberbias se plasma también aquí, pero en el contexto de una filosofía gráfica infinitamente más abstracta.
Definido por su autor como un plataformas sin plataformas, Ynglet nos pone en la tesitura de encarnar a una especie de microorganismo capaz de moverse en cualquier dirección. Por extraño que parezca, se trata de una aventura de precisión y táctica que reduce la dinámica del género a su mínima expresión: mientras el indescriptible protagonista permanezca en el interior de una plataforma, estará seguro y podremos moverlo con libertad por sus límites, como si estuviéramos dentro de una burbuja; en cuanto atravesemos su perímetro, y dependiendo del impulso que hayamos acumulado, saldrá disparado por el espacio vacío donde solo tendremos el control de su aceleración. Y así, de plataforma en plataforma, exploraremos cada nivel mientras se desata un festival abstracto tan hipnótico de contemplar como de jugar.
Sin enemigos ni acción de ningún tipo, la única herramienta a nuestra disposición es el cargador de impulso, que de algún modo viene a sustituir al salto como forma de interacción básica con su universo. Aunque se puede recurrir a él en cualquier lugar, su función principal es equilibrar la falta de control fuera del espacio seguro de las plataformas; al ponerlo en marcha, el tiempo se ralentiza y podremos elegir una dirección en la que salir lanzados con fuerza. Como una suerte de doble salto flexible, estará restringido a un solo uso en el espacio vacío, recargándose en cada plataforma y objeto especial que activemos. La complejidad de los niveles tiene la virtud de ser acumulativa y no solo reiterativa: cada nuevo escenario añade una variable distinta -plataformas anómalas, objetos únicos, metas jugables…-. Dominar sus particularidades es sencillo, pero se trata de un proceso que se mantiene vivo durante toda la partida.
Como comentaba al principio, Ynglet ahonda en una filosofía de diseño despreocupada que ya se vio en Uurnog y que contrasta con la densidad de Knytt Underground. Gracias a una duración discreta -completarlo a conciencia puede llevar entre tres o cuatro horas, aproximadamente- logra mantener el interés con la constante reinvención de sus premisas, sin caer nunca en la reiteración ni el exceso. En este sentido, su dificultad adaptativa es un acierto enorme; subiéndose al carro de la accesibilidad, no renuncia a la definición estructural tradicional: el nivel de reto viene marcado por un parámetro fuerte -nivel de dificultad con una terna de conceptos clásica- y uno suave -opciones especificas que modulan el comportamiento del control y el movimiento-. Esta unión de filosofías de diseño es fantástica y permite adaptarse perfectamente a cualquier tipo de jugador, demostrando de paso que algunos conceptos clásicos del debate pueden convivir con los más recientes.
Por ponerle una pega, diría que me pilló por sorpresa la falta de contenido adicional. Una de las señas de identidad de los juegos de Nifflas es la enorme cantidad de secretos que esconden en sus pliegues, pero en este caso se limita a ofrecer el contenido esencial. Los niveles adicionales están disponibles en un menú independiente y más allá de un coleccionable muy fácil de obtener, el giro sorpresa de un lugar oculto entre sus recovecos jugables nunca llega a suceder. En rigor no es algo especialmente problemático, pero incluso el desenfado de Uurnog camuflaba un montón de zonas extrañas con sus bloques parlanchines. Obviamente la escala de esta obra es distinta a Knytt Underground, por poner el ejemplo paradigmático, pero eso no le resta un ápice a las virtudes de su diseño.
Por encima de cualquier cosa, Ynglet trata de romper expectativas con lo anómalo de su dirección artística. Tanto música como entramado gráfico se mueven por derroteros rara vez explorados -y desde luego, muy alejados de las directrices de estilo en boga-. Con una narrativa puramente visual y extremadamente concisa, la sencillez de sus objetos y paisajes no es más que una reducción figurativa en un plano de todos los elementos jugables. Criaturas y plataformas están delimitadas con líneas simples sobre un fondo monocolor -blanco o negro-, tocadas aquí y allá por filigranas cromáticas eventuales y efectos de luz; sin embargo, en vez de convertirlo en una experiencia visual compacta, las animaciones fluidas y la física del mundo lo transforman en un pletórico viaje de exuberancia gráfica. Verlo en movimiento es un espectáculo hipnótico que además es extremadamente hábil cifrando las bases jugables.
La música es la otra gran protagonista de su despliegue técnico: las melodías siguen un patrón dinámico que varía en función de lo que ocurre en la partida. Sobre una base tranquila, notas y efectos se sobreponen a medida que la velocidad aumenta e interactuamos con su universo. Las canciones, por tanto, no son pistas de audio robustas que puedan escucharse por separado, sino más bien parte del juego en sí. Esta idea ya se exploró en Uurnog -donde el sonido también jugaba un papel esencial-, aunque por la propia naturaleza fluida de Ynglet el experimento sale muchísimo mejor. La presentación anómala y un tanto surrealista casa con la extraña armonía de sus acordes, otorgándole cierta personalidad única difícil de describir. Por otra parte, no siempre produce efectos interesantes y terminan dándole una pátina de uniformidad auditiva que principalmente se limita a acompañar. Como ya ocurriera en Uurnog, parece más bien una propuesta teórica interesantísima que no termina de cuajar en la práctica.
Medir la ambición es una cuestión peliaguda, y el producto de un esfuerzo titánico no siempre tiene que dar como resultado un videojuego mastodóntico. Historias de equipos que hipotecan su alma para crear obras teóricamente fantásticas hay a patadas, pero también son muchas las que terminan ahogadas por su propia altura de miras. Un juego pequeñito como Ynglet, divertido y único, puede trasmitir una intención creativa sin necesidad de incendiar tu vida. ¿Qué son exactamente las criaturas de este universo figurativo? Quizá microorganismos que buscan un hogar en Copenhague, o quizá simplemente un montón de líneas al azar creadas para el servicio de una estructura interactiva. En realidad lo más valioso del último juego de Nifflas es que demuestra con un estilazo soberbio que minimalismo no se contrapone a espectáculo: la sencillez es una virtud artística, y desarrollada con esmero, también jugable.