Análisis: The Stillness of the Wind

The Stilness of the Wind

The Stilness of the Wind

Hace unos días que María Sánchez escribió por última vez desde su Muladar. Se despidió hablando de una mancha en la casa de sus abuelos, que tiene forma de cabeza de animal, que recibe a los que entran por la puerta principal y que tiene miedo de desaparecer porque quieren pintarle por encima. Las últimas palabras de la autora en Cactus van dedicadas a apaciguar ese temor, a tranquilizarla, porque todo lo que existe se registra, todo lo que acompaña se recuerda, y por si acaso no se lo creyera, en esas líneas finales queda una constancia imborrable de que allí hubo una mancha, una casa, un corredor, una puerta tras la que esperan los abuelos. Que ya no viven allí, pero permanecen. Esto, siento, es lo difícil de la ausencia: no se trata solo de recordar lo que hubo, sino la manera en que se fue.

Todo ese rincón que construyó Sánchez durante algo menos de un año habla de cosas que importan. A veces explícitamente, como cuando le escribe unos parrafitos a la importancia de un nombre, a los kilómetros que separan a las encinas de sus pájaros, a los minutillos que lleva googlear un nombre, a la hierba joven que es más fuerte que el suelo que rompe cuando nace, a los tipos de soledades —de estas hay, dice, dos tipos: la que se elige y la que viene de fuera—. Otras, como si no hiciera falta decirlo, como que se entiende, habla de lo mucho importa una genealogía, de quién está siempre de pie cuando los demás se sientan, del tiempo que se abultaba entre sus manos y las de su abuela. Ahora ya no se abulta, porque las aprieta y se unen: están la necesidad, las aceitunas, la cal de casa y ella misma. Está la familia.

Hace más de una semana que acabé The Stillness of the Wind. Hasta ahora no había encontrado el valor para escribirle algo, tanto porque siento que es una obra sobre la que confluyen muchísimas cosas que importan, como porque, desde mi distancia, hay soledades a las que solo puedo intentar acercarme. Yo también tengo las mías, de aquellos dos tipos, pero son otras: soledades de hombre, soledades urbanas, soledades acompañadas. Jugar a esto es, para mí, la oportunidad increíble de sentarme y escucharlas a ellas, esas otras, lejanas, olvidadas y solas. Y que sea el viento, que a veces se mueve, pero de normal está muy quieto, el que me acerque a sus historias.

La de The Stillness of the Wind es otra de esas genealogías que empieza en las manos de una abuela. Por los dedos de la Nana Talma, el personaje central de todo esto, pasan la azada, el cayado y el cubo de agua; los huevos, la cesta con setas y la leche de cabra; las novelitas de ciudades lejanas, las cartas de todos aquellos que se fueron y mis propias manos, que por un instante imagino que se tocan. Talma tiene tierra, casa y trabajo, y, entre los huecos de esas tres cosas, tiene memorias. Su tiempo, sus días, no alcanzan. Su espacio, su mundo, hay que verlo para creerlo, no por increíble, sino por invisible desde este lado. Hay que moverse y caminar hasta ese lugar en el que hay poco ruido y muchas estrellas, donde solo llega el correo y los caminos de postes de luz se terminan. O, quizá, sea donde empiezan, porque al fin y al cabo a la granja de Talma no va nadie. De allí solo se marchan.

Sea como fuere, aquí los días son pura repetición. The Stillness of the Wind es una obra tranquila, de ritmo lento, en el que la atención y cuidado de una granja devuelven el valor de las horas de sol y el peso de las que se pasan con hambre. Talma sobrevive con lo que tiene a mano, pero cada jornada es una elección, y el jugador, a su lado, es el que ulteriormente decide

Se puede trabajar el huerto, salir a por setas, hacer queso, comer una cena, leer un libro o salir a explorar los lugares que les rodean. Y así transcurre la vida, entre herramientas y recuerdos, interrumpidos solamente por ese momento hacia el mediodía en que llega el cartero, anunciado por el sonido de las campanillas, que siempre llega antes, porque no necesita pies, sino que vuela.

El esquema general de la obra es el mismo que su autor principal, Coyan Cardenas, dibujó en Where the Goats Are. Aquel juego pequeñito de itch.io ya tenía todos los elementos que aparecen en The Stilness of the Wind, su estética y ambiente, el mismo pozo, las mismas cabras, la misma gente que se marchó a ciudades y rincones del mundo que solo existen en las cartas. Todo lo que allá es más pequeño, crudo y concentrado se expande aquí y se vuelve complejo, a veces incluso demasiado, estructurando una gestión bastante más ramificada, con un buen puñado más de elementos a controlar y que, por ello, a veces se interpone un poco en medio de una narrativa que, si bien se expande y enriquece, ya estaba.

El efecto de este crecimiento se nota en prácticamente todos los elementos del juego. El espacio del prototipo, inscrito primero en un doble vallado, el de la cerca y la pantalla, supera ambos límites y se expande, y el mundo que resulta de ello es el de una topología hecha de pedazos de tiempo repartidos en torno a la granja y la rutina. Llevar a Talma a pasear y visitarlos hace que esta recuerde a fragmentos de la vida que tuvo junto a esa familia que ahora está repartida en ciudades lejanas. Hay quien ahora es alcalde de la ciudad más cercana, quien cruzó el mar y quien, incluso, se fue a vivir a las colonias de la luna.

La historia que los une a todos también se hincha, le crecen páginas y matices, pero sus puntos clave permanecen. La soledad de Talma es tan absoluta como la de Tikvah, aunque algo más procesada, más abierta y accesible. No obstante, la pérdida de simplicidad hace que todo se enturbie un poco, que la mayor complejidad mecánica se pueda confundir como un reto, aunque solo sea porque el jugador eficiente puede hacer que la hacienda de Stillness se vuelva demasiado próspera, casi despreocupada, y que haya roces cuando poco a poco el final del tiempo gane la partida y se lo lleve todo por delante. La curva del olvido se desarrolla mucho más a cambio de algún bache en el camino.

Del otro lado, al aumentar las posibilidades también se intensifica la capacidad expresiva que tiene el jugador que toma prestadas las manos de Talma. La maceta del limonero de Goats y todo ese esfuerzo vano que simboliza, se expande y transforma en parcelitas de tierra en la que pueden plantarse una buena variedad de semillas. Lo cultivado puede comerse o intercambiarse por otros bienes, pero entre medias también se pueden dedicar algunos palmos de suelo a crecer flores. Esto no tiene una utilidad práctica como tal, o al menos yo no se la vi, pero da la posibilidad de que la tierra no solo sea hambre, sino también jardín. Pasa lo mismo con las cabras: pueden ordeñarse para hacer los quesos, pero también se puede dedicar un ratito a acariciarlas.

Todos estos sistemas que se despliegan con la suma de las jornadas confluyen en ese cartero que mencionaba algo más arriba, el de las campanillas. Cada vez que visita la granja trae consigo una carta, un pedacito de esa narración que se cuece poco a poco más allá de la realidad inmediata, pero también algunas cosillas que intercambiar por lo poco que tenemos. Valora especialmente las setas —un buen motivo para echar un día entero recogiéndolas, aunque muchas están bien lejos—, pero lo que más valor tiene aquí es el queso. También es lo más costoso de fabricar: requiere leche, tiempo y un par de brazos fuertes. Lo primero depende de las cabras y sus ciclos, no puede forzarse; lo segundo, como ya he dicho, no sobra; lo tercero es lo que Talma tiene porque no le queda más remedio.

Las sucesivas visitas del cartero son las que, ulteriormente, estructuran el arco que se construye en el fondo de The Stillness of the Wind. Más allá de las cartas, sus comentarios sobre su vida como gitano, su relación con la ciudad y la manera en la que dirige la mirada a algunos de los eventos rematan la obra. Hablando con él se aprende que la organización es clave, que cuando los pájaros desaparecen no dejan aviso, que entre las estrellas de la noche se esconden ojos de lobo y que aun cuando los finales se acercan siempre hay tiempo para una despedida. El cariño, como la soledad, también lo hay de muchos tipos, y entre Talma y el cartero hay uno inquebrantable, ese que surge entre quienes crecen, luchan y dedican los pocos minutos de antes de que se acabe el mundo.

El correo, no obstante, es evidentemente central a la obra, y es que aquella genealogía cuyo origen puede encontrarse en las manos de Talma, viene a acabarse en las de todos aquellos que escriben. Los papeles hablan de sus vidas en la ciudad, de sus sueños, de cómo todo allá es diferente, no explícitamente mejor, pero se intuye que es lo que sienten, y lo que producen es una sensación compleja. Es difícil de explicar, pero leyéndolas siento que me enfado, porque veo como la familia de Talma la reduce a un mero elemento de referencia, a una diacronía, a ese origen que solo se mantiene porque sirve para medir el progreso. Porque hay teléfono, pero nadie llama, y hay camino, pero nadie visita.

Por eso, cuando las noticias comienzan a ensombrecerse y se entrevé que algo está consumiendo la ciudad, hay hueco para que surja una cierta indiferencia. Esa urbanidad que avanza a base de aprovecharse de una tierra a la que no se digna a mirar, que solo le sirve para marcar la dirección de huida, colapsa por motivos que nunca están claros, pero antes de caer avisa: esto que ocurre está avanzando y pronto llegará a la granja de Talma. No es una sorpresa; hay que ser muy inocente para ver que la conclusión de The Stillness of the Wind es tan dura como inevitable, pero no por esa tormenta que se viene, sino porque pase lo que pase, algún día Talma también dejará de estar, y en ese instante vencerán los lobos, la lluvia y el silencio. Quedará la arena.

Y, de nuevo, desde mi inabarcable distancia, no sé si confundo todo esto con algo de injusticia cuando el entorno de Talma va consumiéndose poco a poco. Primero dejan de venir los pájaros, pero luego se van también las gallinas, se seca el pozo y se pudre el queso. Los últimos días, sin nada que hacer, solo se comparten con unas cabras que se vuelven inquietas, que pasan miedo y hambre, y se mueren hechas pura costilla. En Where the Goats Are podías enterrarlas en pequeñas tumbas que son como la mancha del principio, la de María Sánchez, recuerdo de que ya no están, pero que se fueron bien queridas. En Stillness of the Wind no encontré esa posibilidad, pero quizá estaba demasiado abrumado por todo lo que estaba pasando. Puedo decir que lo intenté, porque las quería: esas últimas cabras y chotitos era todo lo que tenía.

Y durante estos días que he intentado escribir sobre este juego sin saber cómo, he pensado muchas veces que lo triste era ver cómo todo se moría antes de morirme. Pero ahora no estoy seguro: quizá sea mejor así, y todo lo que se murió tuvo algo que lo vio morir, y antes de irse, tuvo la tranquilidad de que algo de sí permanecería.

Salir de la versión móvil