Empecemos por el final.
The Artful Escape se agarra a su propia concepción con una convicción digna de elogio. Su propuesta, sencilla en su concepto y mucho más compleja de lo que parece en su desarrollo, consolida su solidez a través del sentido de La Maravilla, un escapismo existencial que al igual que a nuestro protagonista, nos ayuda a descubrir lo que somos, a reinventarnos como un personaje ficticio que se hace realidad a través de la aceptación de los otros. Como dice un personaje en cierto momento “Es muy importante cómo llamamos a las cosas, pues al ponerles nombre las hacemos realidad, le damos forma y las colocamos dentro de un universo. Nuestro universo”.
The Artful Escape bien podría concebirse como un delirio glam empapado en LSD imaginado por cualquier adolescente que hace sus pinitos formando su primera banda, o lo que es lo mismo, la imaginación de un joven Johny Galvatron interpretando lo que debía sentir una estrella de rock. Galvatron, que sí encontró el éxito dentro de una banda para después abandonarlo todo, escribir un libro, replantearse su existencia y terminar formando un estudio de desarrollo de videojuegos llamado Beethoven & Dinosaur, nos lleva de la mano a través de su fantasía adolescente con The Artful Escape, pero también nos muestra sus miedos, su temor a no triunfar o lo pequeño que se siente uno al compararse con los que le precedieron. Para ello utiliza un avatar llamado Francis Vendetti, sobrino del ya fallecido John Vendetti, una leyenda del folk y prácticamente un héroe en su ciudad natal, Calypso, donde un inseguro Francis tendrá que tocar al día siguiente delante de todos los fans de su tío, que por supuesto esperan que sigan su estela.
El concepto de The Artful Escape gira en torno a la escapada, pero no como un sinónimo de huida, sino de vuelta heroica en la que Francis encontrará su camino. La forma en la que se inicia esta escapada recuerda inevitablemente a Douglas Adams, tanto en el fondo como en la forma. La épica de lo absurdo toma rápidamente el control mientras se va construyendo una lógica que aprendemos al mismo tiempo que nuestro protagonista. Beethoven & Dinosaur no buscan que entendamos lo que está pasando, sino que sintamos lo que está pasando. Quizás por eso, o quizás porque no se me ocurre otra manera de encarar lo que se quiere contar tal y como se quiere contar, el título premia prácticamente cada movimiento y cada pulsación de botón con un estímulo que nos ayuda a introducirnos en el estado de ánimo necesario para el viaje que estamos emprendiendo. The Artful Escape muestra el virtuosismo, pero ni lo busca ni se lo pide al jugador, quien sólo tiene que pulsar un botón para MOLAR en el sentido más amplio de la palabra.
Todo comienza en Calypso, una de las ciudades más bellas que se han podido ver en un videojuego. Un sueño folk otoñal que rápidamente deja paso a una sinfonía estética basada en La Maravilla, en el sentir del descubrimiento constante, en la sorpresa por la sorpresa encadenada una tras otra para crear un viaje que no se basa tanto en el movimiento, que también, sino en el descubrimiento de otros mundos, otras formas, otras sensaciones y sonidos que conforman un nuevo Francis Vendetti, uno mucho más marciano que el que conocimos en primera instancia, y que sin embargo está mucho más cerca de ser lo que él quiere ser.
Para mantener este sentido de La Maravilla, The Artful Escape prescinde de cualquier elemento que considera que puede repercutir en el viaje y el estado de ánimo que nos propone. Sus mecánicas de saltos son sencillas y sin apenas dificultad, sus conversaciones contienen diferentes proclamas sobre el arte y la identidad, pero no pretenden dar un discurso, sino que resultan juguetonas, a ratos absurdas, por momentos con intenciones de querer ir más allá, pero nunca se pasan de frenada. Bajo ese leitmotiv se conjuga un complicado verbo que ha de luchar contra todas las referencias de juegos musicales que han pasado por nuestras manos mientras vamos presenciando cómo se rompen ante nuestros ojos. De este modo aparece la mecánica de un “Simón dice” que lejos de intentar demostrar nuestra pericia nos permite ir repitiendo las notas que escuchamos sin que ni siquiera haya terminado la secuencia, desafiando nuestra sensación de triunfo por algo más cercano al placer de tocar sin más, de estar es una situación imposible, de ser una portada de Yes o Asia de Roger Dean, de ser la estrella de rock más grande de la galaxia… De todas las galaxias.
El único “pero” que he encontrado en el viaje que me propone Beethoven & Dinosaur es que esa contención y esa creencia a fuego en su identidad también repercute en los breves momentos de libertad en los que se nos permite improvisar. Son pocos, pero se intuye que The Artful Escape es capaz de convertirse en un juguete musical más que interesante a pesar de lo limitado de sus armonías. Ese momento de autoconsciencia, de no querer que se rompa el hechizo y mostrar el truco que sostenía su ácido envoltorio se siente pacato, nada que resienta el conjunto final, pero sí como una señal de advertencia que nos devuelve desde el viaje lisérgico Hendrixiano a la dura realidad del videojuego.
The Artful Escape me ha atravesado como un relámpago. Me ha hecho sonreír y emocionarme prácticamente en cada minuto de sus cuatro horas y pico de duración. Cosas que normalmente odio, como elegir la ropa de mi personaje, desembocaron en un buen rato seleccionado las gafas perfectas que iban con mi atuendo de cretino malasañero en busca de eme a las tres de la mañana. Estamos ante un espectáculo total, un concierto al que nunca asistiremos y del que somos los únicos que sabemos el nombre. Una ópera rock imposible emitiendo la luz de cien soles de neón sobre esa sombra que siempre ha sido más grande que uno mismo. “Siento que no me estoy esforzando lo suficiente”, se lamenta Francis en un momento dado de su aventura. Creo que que The Artful Escape es exactamente eso, un lugar donde no hay que esforzarse para disfrutar, y eso es siempre un lugar bienvenido dentro del videojuego.