Análisis: Shelter 2

Análisis: Shelter 2 5

Va a extrañarles, pero no he jugado al primer Shelter. Es uno de esos títulos que se apila en mi biblioteca de Steam y por los que me siento culpable, pero me da la sensación de que sería un título que me haría pasarlo mal de verdad. No por mi especial empatía hacia los tejones (no tengo el gusto de haberlos tratado en la vida real), sino porque el hecho de tener que cuidar a unos cachorrillos a los que puede comerse cualquier bicho desconsiderado es algo para lo que aún no estoy preparado. Y sin embargo, me he atrevido con su continuación.

Por una parte porque nos debemos a nuestros lectores y creo que ya que se nos pasó el primero, era importante ponernos con Shelter 2. Por otra, porque mi cobardía se ve neutralizada al encarnar a un animal que está un poco por encima de los tejones en la cadena alimenticia: el lince. En este juego sus depredadores naturales son escasos (los lobos) y como no hay putas carreteras sospechaba que mis crías estarían un poco más a salvo. No sabía lo que se me venía encima.

Nada más empezar nos enfrentaremos a uno de los tutoriales más originales (y que menos me tratan como imbécil) de los que he jugado últimamente. Nuestra lince, ya embarazada, huye de unos terribles lobos que la atosigan porque la naturaleza es así de insensible. Tras aprender los controles básicos y hallar cobijo, entraremos en uno de los primeros momentos emotivos del juego: ponerle nombre a las crías.

En casa convivimos con tres gatas (no me juzguen), así que en un alarde de ingenuidad y estupidez decidí darles sus nombres (más uno extra, son siempre cuatro cachorros) a los hijitos de mi lince. Tanto estudiar Psicología para darle la llave de mi corazón a un juego que tenía como único interés joderme la vida, la verdad. Esta primera decisión (que no se da en el título original) es una de las muestras iniciales de lo que va esto, de qué quieren sugerirnos Might & Delight cuando nos pongamos a jugar a Shelter 2.

Porque Shelter 2 tiene (y perdonen la cursilería) más de experiencia que de juego. Luego volveremos a eso, pero ya aviso por si están buscando horas, jugabilidad loquísima y adrenalina. Aquí nuestro objetivo es que nuestras crías sobrevivan a esa naturaleza cruel que pueden experimentar el día que se pierdan en el bosque sin la neverita llena de bocatas y cerveza. Unas crías que en un principio serán una bolilla peluda desvalida y maullona, a las que tendremos que llevar los conejos que vayamos cazando en los alrededores del cubil.

La mecánica jugable de la caza es entretenida y sencilla, al principio cuesta un poco de dominar pero acabará siendo pan comido. ¿Y entonces?

Tras llevarles suficientes conejos, y siempre y cuando hayan sobrevivido, las crías crecerán lo suficiente como para acompañarnos en nuestras expediciones y expresar con pequeños alaridos que tienen hambre. Las estaciones irán cambiando y los árboles mudando su piel hasta llegar nuestro principal enemigo: el invierno. Ahí fue cuando las pasé canutas, cuando me di cuenta de que las crías se quedaban rezagadas lloriqueando al borde de la muerte por inanición. Y en mi torpeza, dos de ellas murieron por no conseguir alimentos lo suficientemente rápido para todas.

Se pueden imaginar la tragedia en casa, porque las dos tenían los nombres de nuestras gatas.

Tras ese pequeño momento de crisis y culpabilidad extremas (la partida se autoguarda y no se puede volver a atrás, con buen criterio de los desarrolladores), conseguí sacar adelante a las crías. Y aunque se supone que en el juego también hay que protegerlas de depredadores (como en el primero), aquí en dos partidas no me encontré con nada que los atacase, así que sólo tuve que limitarle a proveerlas de conejos, ciervos y ranas para calmar su estómago.

Entonces se hicieron mayores.

Dos linces preciosos, casi del tamaño de su madre, empezaron a acompañarme por el mundo de juego. Y debo decirles que a mí, probablemente la persona del mundo con menos instinto paternal que jamás ha existido, casi se me cae la lagrimilla cuando las veo cazando a mi lado. Un extraño orgullo materno por esas bolas de pelo que han sobrevivido al invierno y se van haciendo mayores. No quiero revelar más sobre el discurrir del juego, pero son este tipo de momentos los que hacen de Shelter 2 una experiencia muy valiosa, algo digno de ser vivido.

Ahora bien, si hablamos de Shelter 2 como juego en el sentido más tradicional, sale peor parado. Funciona como sandbox y nos da un precioso escenario a explorar, pero las interacciones son escasas: cazar, beber agua, buscar coleccionables (que seguramente están ahí para prolongar la “interactividad” del juego) y poco más, siempre atendiendo a la barra de cansancio-hambre de nuestro lince.

Entiendo que habrá un tipo de jugador que sabiendo esto no sienta el más mínimo interés por esta pequeña experiencia que funciona más como ensayo sobre la empatía y la maternidad que como videojuego. Pero también entiendo que pocos títulos me han hecho llegar a ese extremo: a sentir el orgullo ante las crías aprendiendo, el pesar auténtico ante la pérdida de un monigote virtual (por mucho que tenga el nombre de mi gata) y la desazón de la soledad. Parte de la sensación la genera el propio diseño artístico del juego, con ese mundo que parece recortado y está lleno de maravilla, con esa música tan incidental y bien escogida. Pero la magia está en lo que se juega, el sentimiento está en lo vivido y no en el precioso despligue que han creado sus desarrolladores.

Shelter 2 dura unas dos horas hasta un desenlace que va a partirles el corazón en mil pedazos. Puede rejugarse con alguno de los cachorros supervivientes hasta el infinito, creando un árbol familiar que es una historia en sí misma encadenada al paso de las estaciones y la supervivencia ante una madre naturaleza indiferente. Ahora han de plantearse: ¿tengo la valentía suficiente como para exponerme emocionalmente a él?

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