Análisis: RIOT – Civil Unrest

RIOT: Civil Unrest

RIOT: Civil Unrest

RIOT – Civil UnrestPolítica a distanciaCRÍTICACuenta Marina Garcés en Un mundo común que la Primavera árabe comenzó unilateralmente. Según la autora, el inicio de las revoluciones contemporáneas, esas que ocurren al mismo tiempo en la calle y en las redes sociales, puede trazarse hasta el momento en Mohamed Bouazizi se autoinmoló en un plaza de de Ben Arous. Algo antes de cubrirse de pintura y prenderse fuego, la policía local le había confiscado el puesto en el que vendía frutas y verduras con el que alimentaba prácticamente a toda su numerosa familia. Según se cuenta, aunque los implicados lo niegan, Bouazizi intentó presentar una queja formal después de que le golpearan y escupieran en plena calle, pero tras ser ignorado por las autoridades, recurrió a lo único que le quedaba: «poner el cuerpo».

Garcés argumenta que en la individualidad consumida de Bouazizi había una figura sin futuro desvestida de todo compromiso e identidad, un recipiente vacío de expresión en el que encajó al instante toda la juventud desesperada de un país, de una región, de un mundo que ya no hablaba el lenguaje de los horizontes emancipatorios o de las revoluciones, sino de la pura carne ardiente en la que estallaron las obligaciones. En Bouazizi, el discurso del propósito de la vida adquirió una nueva anatomía. Y de ella, casi inevitablemente, lo que surgió fue un compromiso renovado: la repolitización de la vida.“Su despliegue estético tiene base en un pixel art detalladísimo que devuelve una notable sensación de reconocimiento.”En medio de esta resignificación, la relación entre el arte y la política se vería profundamente afectada, hasta el punto en que la pretendida distancia intrínseca a la actividad de la crítica podría invertirse, estrechándose todo lo posible para pasar a convertirse en implicación. La propia Garcés comenta en un fragmento dedicado a la cuestión que hay un aspecto básico que hay que interrogar al objeto políticamente cultural: su honestidad. Ser honestos, desde lo muy simplificado, es atender a la verdad específica de las víctimas, tomar posición frente a los mecanismos de silencio y olvido para combatir el poder que opera sobre la realidad —la vida— de la que proviene el arte, y a la que tiene que volver tarde o temprano. Por ello, al juego politizado hay que exigirle inscripción y cercanía y reprocharle cualquier alejamiento escudado en su carácter ficcional, porque cuando se juega a esto no basta con proponer y exhibir, sino que hay que caer en uno mismo y, desde la responsabilidad, poner el cuerpo. «No dar opciones, sino posiciones».Teniendo esto en mente, es evidente que el reto al que se enfrenta algo como RIOT: Civil Unrest es extremadamente complicado. Desde su misma premisa en forma de ludificación de movimientos y actos de protesta reales hasta en la manera en que despliega su estética jugable, cualquier decisión que tome en sus representaciones precisa un mínimo de desviación.Es algo inevitable, pues llevar el juego a la Puerta del Sol en pleno 15-M o a la plaza Tahrir en el Día de la Ira exige no solo ese compromiso del que hablaba antes, sino evitar cualquier separación y exponerse. Todo lo demás es irrumpir tirando piedras y esconder las manos.

Así, que RIOT vaya declarándose imparcial en un aviso que precede a cualquier otro movimiento dentro de la obra es difícil de metabolizar. «Hemos hecho todo lo posible por no tomar partido», advierten los autores, «todo lo que ofrecemos son perspectivas». Luego emplazan al jugador al desalojo de un campamento de manifestantes que se han reunido para luchar contra lo que el propio juego describe como «la corrupción que se oculta tras la construcción de un tren de alta velocidad de veintitrés mil millones de euros» y que supondría una deforestación masiva y la expropiación de cientos de casas. Y una vez allí le da la opción de ser el que se alza contra esta tiranía o el que irrumpe dando palos para defenderla.“Es como si RIOT quisiera ser fiel a una realidad que traiciona continuamente.”Dos extremos a los que RIOT llama facciones. A un lado están los rebeldes en rojo y al otro la policía en azul. Unos llevan banderas, carteles y consignas; otros armaduras, lecheras y armas de goma y gas. Con ellos crea una dicotomía discursiva que puede transitarse a elección de cada uno, estructurada a partir de escenarios repartidos por todo el mundo. Hay protestas en Grecia, revueltas en Egipto y manifestaciones en Oakland, entre otros muchos enclaves. Tras cada uno de estos eventos se desbloquea alguna mejora jugable para el siguiente y una pantalla en la que se explica cómo la globalidad del mundo avanza en una u otra dirección. Como ejemplo, tras el primer nivel, si se supera desde el lado rebelde, la declaración comenta que se ha creado un compromiso internacional para asegurar el abastecimiento de agua potable al cien por cien de los habitantes del planeta; del bando contrario, el movimiento es hacia la privatización de este recurso, al que llama oro azul y que, según dice, supondría el mayor beneficio privado de la historia de la humanidad.

Y yo no puedo sino preguntarme quién querría participar de algo así.

Este no es uno de esos casos en los que se explora desde lo ficcional una figura tiránica o malvada para ahondar en sus lógicas, tanto porque el desarrollo discursivo y narrativo que tiene este RIOT es nulo, como porque el esfuerzo brutal que hace el juego por parecer real hace que sea directamente imposible. Su despliegue estético tiene base en un pixel art detalladísimo que devuelve una notable sensación de reconocimiento, con todo tipo de arquitecturas, hitos y señalética de marcas y negocios populares. Sobre esto imposta las miradas simuladas de cámaras de seguridad, grabaciones de móvil o imágenes de telediario, lo que unido a la cronología y localización de los hechos que representa hace que todo el juego se sienta más cercano a la crónica que al relato. Dicho de manera más sencilla, RIOT no narra nada, simplemente comenta que el mundo está muy mal y hay dos grupos que van a pegarse por ello. Con el pequeño detalle de que unos quieren arreglarlo y los otros mantener el statu quo.Desde lo jugable, esta división se manifiesta en la manera en que se comportan y manejan las dos facciones. La policía es regimental y ordenada, se mueve en formaciones y puede usar estimulantes y granadas para luego salir a pegar y efectuar detenciones. Los rebeldes son caóticos y masivos, un fluido con los brazos en alto que, si la cosa se complica, puede tirar de piedras, petardos y molotovs. Hay, entre medias, un pretendido sistema de gestión del estrés y la agresividad, de equilibrio entre lo marcial y lo pasional para que cada escenario se sienta como una bomba a punto de estallar, pero desde lo performativo todo es demasiado desordenado e inaccesible. Unas veces se gana sin hacer nada y otras se pierde irremediablemente.

Esto sería grave si victoria y derrota tuviesen alguna consecuencia más allá de permitir el movimiento entre escenas. RIOT no quiere ponerse en el compromiso del posicionamiento, así que no puede ofrecer nada más que una lucha estéril que no avanza en ninguna dirección. Lo extraño, no obstante, es que su lenguaje parece insinuar un mínimo de intencionalidad, y a unos los llama manifestantes pacíficos y de otros dice que son regímenes corruptos. Todos sus puntos de partida son siempre acontecimientos muy cuestionables, como construcciones de aeropuertos masivos o vertederos ilegales o la intensificación de las garras opresoras de un poder al que se señala, pero jamás se pone en tela de verdadero juicio.

En general, es como si RIOT quisiera ser fiel a una realidad que traiciona continuamente. Existe la posibilidad de herir y matar a miembros del bando contrario, así que no rehúye la crueldad inherente al tema que trata, pero no profundiza en los motivos de cada lado ni en cómo son sus respectivas violencias. En su intento a toda costa de que quede claro que no hay sesgo ideológico, el potencial crítico que expondría la verdad de las víctimas —y aquí debo insistir en que RIOT concibe a las víctimas, pero las mira desde demasiado lejos— no puede cuajar. Porque, retomando el texto de Garcés, no basta con aceptar el compromiso de la representación a estas alturas, sino que ya son tiempos para bajar al mundo e implicarse.“RIOT va declarándose imparcial en un aviso que resulta difícil de metabolizar.”Lo contrario es la perpetuación de esa opresión que está, pero que no se comenta. Cuando el arte se enfila hacia la política, todo lo que sea alejarse deriva en brechas sociales más anchas. Formas de entender la cultura —y, dentro de ella, el videojuego— hay muchísimas, pero si se la concibe como algo vivo que surge de las sociedades reflexionando sobre sí mismas, la ausencia de esa misma reflexión en RIOT lo deja a la deriva de su propia existencia. Sus disturbios son desagradables, por momentos brutales, pero existen en el limbo de los que miran sin tocar, de los que en vez de un nosotros y ellos, construyen un mundo hecho de distintos vosotros.

Es difícil, entonces, saber qué pretende RIOT. Hay primeros planos de furgones de la policía que a mí consiguen meterme el miedo en el cuerpo, y cánticos populares que me hacen rememorar días de lucha y puños cerrados; hay unas calles de Roma en las que puedo gritar contra el Banco Central Europeo o tapar decenas de bocas con un cañón de agua; hay megáfonos y likes contra porras y escudos de plástico endurecido. En ese continuo contraste y llamada a la elección veo un intento de evitar la relación entre lo personal y lo político, como si hubiera miedo a que lo político se volviera personal. RIOT ofrece desde el primer minuto dos visiones diferentes sobre el mundo, pero no se da a sí mismo la oportunidad de que su propia mirada se transforme. No toma partido, y no hay peor losa para una obra tan política como esta: hacer cultura y no decir nada. Jugar y que nada cambie.

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