Análisis: Monochroma

Análisis: Monochroma 2

Narrativa muda en una distopía carente de color

Monochroma es la obra prima de Nowhere Studios, desarrolladora indie de origen turco, apoyada satisfactoriamente en Kickstarter en agosto del pasado año 2013. A pesar de haber terminado el juego el viernes, no he querido escribir la reseña hasta hoy porque es de esos juegos que hay que dejar reposar unos cuantos días para poder digerir la profundidad que nos quieren transmitir sus creadores.

La historia nos sitúa en medio de lo que parece una revolución industrial, en una sociedad distópica durante los años 1950, donde un modelo famoso de robots que fabrica la compañía que parece ser dueña de cuanto baña la luz inunda las casas de todo hijo de vecino. Nuestro protagonista, un niño, empieza en un gueto, jugando como cualquier chaval de su edad. Por la mecánica bien marcada, sabremos que nuestros primeros pasos serán avanzar hacia la derecha. Porque aquí la mecánica se cuenta, se enseña, se narra; no hay nada más allá de unos escuetos mensajes en la parte inferior de la pantalla que nos transmiten cuáles son los controles del juego. El resto está perfectamente fusionado con el entorno y en el momento indicado sabremos qué tenemos que hacer para avanzar durante las primeras pantallas.

De pronto vemos una cometa, una cometa roja. Porque Monochroma, como su nombre indica, está rodeado de paisajes en blanco y negro, sí. Pero con algunos toques de rojo, detalles. El rojo de la sangre, el rojo del destino, o el rojo del propio comunismo. Esa cometa no se mueve sola, la ondea un niño, pero no un niño cualquiera, no: tu hermano pequeño. Decides seguir la cometa y a tu hermano. ¡Al pobre se le ha escapado la cometa! Vamos a por ella. Nos subimos a esta casa, avanzamos y… un accidente. Tu hermano ya no puede caminar. A partir de ahora tendrás que cargar con él. Y, nuevamente, se nos van presentando las mecánicas que compondrán las cuatro o cinco horas de durabilidad que tiene el juego. Cargar con nuestro hermano limita la potencia de salto, así que con él a nuestra espalda habrá lugares a los que no podremos acceder. Pero sin él, tampoco podremos avanzar. ¿Quién dejaría a su hermano atrás en medio de un chaparrón como el que está cayendo esa noche? Nadie. Él tampoco. Tú tampoco. Además, no dejaremos a nuestro hermano en cualquier lugar, porque como a la mayoría de los niños pequeños, le da miedo la oscuridad. ¿Entra luz en este granero? ¿Será éste un buen lugar para dejarlo? Sí, desde luego que sí, pero sin irnos muy lejos. Ahora ya podemos llegar adonde antes no podíamos. ¿Un interruptor rojo? ¿Para qué servirá? Se abre una puerta. Ya podemos seguir avanzando con nuestro hermano pequeño. Al cabo de unas cuantas pantallas, entraremos en uno de los graneros y… descubriremos un terrible secreto. Un señor corpulento con una camisa a rayas rojas nos persigue. ¡Tenemos que huir!

Con estas premisas sobre la mesa, el resto de la historia sería destripar Monochroma y no es la intención de un servidor, puesto que todo el peso del juego recae sobre la narrativa. Desde luego, gráficamente el juego nos recordará sobre la marcha a Limbo, título del que bebe sin ningún tipo de duda. Pero no han querido limitarse a las formas planas y al blanco y negro, así que aquí sí veremos contornos y, como he dicho, tonos rojos. Tampoco es oscuro y retorcido como el juego de Playdead, que parecía sacado de una película de Tim Burton. Monochroma es misterioso y agobiante, queremos saber qué pasa, qué son esos robots, qué es lo que hemos descubierto. Y ése será nuestro leitmotiv hasta prácticamente el final del juego.

La música nos acompaña brevemente, pero lo hace con mucha fuerza. Es contundente y remarca la miseria, el misterio, la persecución. Se adapta perfectamente al marco del juego para conformar un todo muy bien engranado. Más allá de la metáfora, Monochroma no deja lugar a dudas. Cuenta una historia sin recurrir a las palabras y logra transmitirnos en todo momento las sensaciones que los autores querían con absoluta perfección.

Pero Monochroma tiene una pieza débil en su rico y delicado engranaje: la jugabilidad. Por dos motivos. El primero, porque se nota que han centrado todos sus esfuerzos en contarnos una historia y han dejado de lado este aspecto que se me hace fundamental en un juego. El segundo viene derivado del primero. A mi parecer, al descuidar la jugabilidad a un segundo plano, veremos que en la gran mayoría de situaciones morimos por una jugabilidad poco pulida y no por falta de habilidad por nuestra parte. Si a esto le sumamos que la dificultad del juego es prácticamente inexistente, nos llegaremos a frustrar en más de una ocasión por un salto aparentemente mal calculado o por un cuelgue de teclas mal transmitido. El juego se compone de cuatro capítulos y nos pondrá en la cuerda floja apenas en un par de pantallas. El resto las podremos pasar prácticamente sin pena ni gloria. Además, como en casi todos los juegos de este género, la rejugabilidad es prácticamente nula y, como mucho, nos propone volver a pasarlo una segunda vez para encontrar las flores rojas que han diseminado a lo largo y ancho de su mundo.

A mí este problema de la jugabilidad me provoca un fuerte rechazo. Porque está bien, Monochroma nos quiere contar una historia, pero durante prácticamente todo el juego estaremos, pues eso, jugando. Y si la jugabilidad falla, el resto es complicado salvarlo y hacer un juicio de valores correcto y justo. Este problema se podría haber salvado dignamente con unas cuantas horas más de dedicación a este apartado. Pero si a eso le sumamos que, a mi parecer, el juego no es precisamente barato (19,99 €), podríamos obtener como resultado un buen mosqueo si el resto de las piezas del juego no nos convencen.

En resumen, y como ya he dicho, Monochroma tiene una historia que contar y la cuenta sin recurrir al diálogo, con una impactante belleza visual y auditiva, y lo hace con total dignidad, pero le falta un poquito más de dedicación al apartado jugable para que se hubiera convertido en un todo que pudiera aspirar a superar a sus predecesores y no para acabar quedándose como uno más del montón.

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