Análisis: Dear Esther

Análisis: Dear Esther 4

Todos hemos fantaseado alguna vez en realizar una película o escribir un libro. Estás una noche en un bar con cinco cervezas y tus amigos y tu llegáis a la conclusión de que las historia que conforman vuestro núcleo de unión son dignas de ser contadas en una película. Ya sabes, tienen todo aquello que hace interesante un film, son divertidas, escenas picantonas, gente haciéndose daño y huidas de taxis sin pagar. Al fin y al cabo eso es lo que importa en una película ¿no? La historia. Si la historia es buena, a poco bien que sepas contarla tienes el éxito asegurado. Sin embargo ¿que es lo importante de un videojuego?

Históricamente los videojuegos han ido creciendo a través de su mecánica. Desde los primeros títulos donde todo era mecánica, pasando por la época en la que había que introducir un argumento inicial que justificase el sinsentido que se avecinaba hasta la actualidad, donde nos meten escenas no interactivas donde nos explican lo importante que era que toda la gente que hemos dejado despedazada por el camino desapareciese del mapa. Algunos títulos (muy pocos) han sabido narrar su historia a través de la propia mecánica del juego y otros (aún menos) han supeditado parte de su mecánica para poder narrar la historia que ellos querían. ‘Dear Esther‘ inaugura una nueva vertiente basada en sacrificar toda la mecánica para contar lo que quiere, incluso va más allá, puesto que deja en tus manos saber lo que quiere contar.

La trama de Dear Esther nos sitúa en una isla sin ninguna explicación y sin ningún objetivo en la que lo único que podemos hacer es andar. Olvídate de correr, saltar, interactuar (aquí hay un pero) o, ni mucho menos pelear. La propuesta de The Chinese Room reside en las sensaciones, no en las acciones. Mientras recorremos la isla escucharemos de manera cuasi-aleatoria una voz en off que le habla a Esther. Dicha voz nos irá contando distintos sucesos de la isla o el estado de ánimo del locutor. Nunca sabremos (o si) si esa voz somos nosotros, estamos leyendo un diario de otra persona o son mensajes para el jugador pero no para el avatar. Dear Esther no va de entender, va de sentir.

El gran acierto de ‘Dear Esther’ es que alcanza la perfección al aunar los sentimientos del narrador con el paraje por el que caminamos y lo que sentimos como «jugadores». No es la primera vez que el entorno por el que nos movemos hace alusión a nuestro estado de ánimo (o al del avatar), sin embargo estoy seguro de que es la primera vez que se realiza con tal maestría. La isla en la que nos encontramos será un reflejo de nuestra condición y aceptar que el camino que vamos a recorrer por ella no tiene ningún sentido será clave para aceptar que hay cosas que no tienen explicación.

El título hace suya la máxima de «menos es más» e incide en los sonidos minimalistas, distorsionados o las pequeñas piezas orquestales. Aquí el viento tiene tanta importancia como los monólogos o una vela encendida. El esfuerzo realizado en lado artístico es tal que a uno le cuesta imaginarse que detrás de tanta sobrecogedora belleza se encuentre el vetusto Source. Dear Esther es el «juego» más bello, en el sentido más amplio de la palabra, que han visto mis cansados ojos. El exterior de la isla es la perfecta imagen de la descripción literaria que un escritor romántico del siglo XIX tendría sobre un paraje desolado escoces, mientras que el interior se asienta sobre una iluminación más cercana al mundo de los sueños.

Dear Esther es tan pretencioso como humilde y eso descoloca. Su pose inicial es altanera y arrogante y exije del «jugador» una predisposición hacia su propuesta, que desde luego no es habitual. Si superamos ese primer escollo nos encontramos con su parte más amable, aquella en la que deposita la confianza en el usuario para rellenar las piezas que faltan. Al construir nosotros mismos esas piezas, consigue que la inmersión y la empatía del jugador aumenten hasta conseguir que sigas pensando en él varios días después de terminarlo. Dear Esther apuesta alto y gana, aunque para ello tenga que dejar fuera a buena parte de la comunidad jugona. Y es que, digámoslo ya, este título no es para todo el mundo. No se trata de que seas más listo o gafapasta, simplemente se trata en que aceptes entrar en su juego o no. Otras propuestas como ‘Braid’ permitían disfrutar al jugador sin la necesidad de bucear en su transfondo, aunque la experiencia sólo resultase completamente satisfactoria si este decidía hacerlo. Aquí no. Dear Esther es lo suficientemente humilde como para tenderte la mano, pero si no la aceptas no volverá a saludarte.

Estamos ante uno de los títulos que conforman el llamado grupo notgames, que tratan de explorar la narrativa a través del videojuego. Yo no creo que Dear Esther pueda considerarse un videojuego, pero si tengo la firme convicción de que el videojuego puede crecer a través de otro tipo de premisas. La madurez del cine se ha ido alcanzando, entre otras cosas,  a través de la descentralización de la narrativa. Sólo hay que ver recientes películas como Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) cuya narrativa se basa en el silencio y varias set-pieces construidas a través de temas musicales. Dear Esther no es el primero que prescinde de elementos jugables para centrarse en lo que quiere contar (concretamente en el «como»), aunque si es de los primeros en hacerlo de una manera completamente honesta y conseguir un cierto éxito. Además, no existen tantas ocasiones en la historia del ocio interactivo donde se puedan explorar las consecuencias de la pérdida y la necesidad del ser humano de intentar comprender la casualidad. Dear Esther es un videojuego imprescindible, aunque sea un videojuego horrible.

 

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