Análisis: Art of Rally

Análisis: Art of Rally 7
Análisis: Art of Rally 2
Fecha de lanzamiento
20 septiembre, 2020
ESTUDIO
Funselektor Labs Inc.
EDITOR
Funselektor Labs Inc.
PLATAFORMAS
PC, Mac, Linux, Switch, XBOX, PS4/5

El rugido de los motores al pisar a fondo el acelerador. El acre olor de la mezcla de hidrocarburos, la viscosidad de la grasa en las manos y el resbaladizo beso del aceite, como si al mínimo despiste todo se nos vaya a escapar resbalando entre sus moléculas. La gente que se agolpa detrás de cada curva, que grita poseída por un espíritu mecánico cada vez que un vehículo cruza la línea de meta. Las ruedas por los aires; la música por el suelo. El subwoofer que transmite cada temblor de los bass drops del dubstep. La violencia con la que el caucho quemado de los neumáticos penetra en el bulbo olfatorio. Cajas de cambios. Retrovisores. Aletas y carrocerías. El copiloto que te canta la ruta, o no, a veces estás tú solo. Es el precio que has de pagar por competir contra el tiempo y la velocidad, contra la física. Es la aventura de conducir…

Ese podría haber sido el comienzo de esta crítica de Art of Rally, el nuevo juego de conducción de Funselektor. Podría… si no fuera porque todo es mentira. (Y dicho sea de paso, por todo lo que entrañaría de cliché «rápido-furioso»). Mentira porque apenas sigo el automovilismo y conozco de ese deporte lo mismo que conozco del ritual romano de la Iglesia, que algo conozco, puesto que estoy comulgado; igual que capto algún nombre, alguna regla, algún evento al ver la televisión o leer revistas o libros. Pero como con el curling, vaya. Es más, no siento ningún tipo de interés especial por los coches, y el uso que le doy al mío es tan pragmático que más a menudo de lo que me gustaría sufro descargas de batería.

El caso es que todo este desinterés por el automovilismo y la automoción en la realidad, en el mundo orgánico, sufre una diabólica transformación cuando me traslado al mundo sintético, a la realidad videolúdica. No es que me muera por el género, pero sí tengo mis predilectos, a los que he echado horas y horas: los Burnout, los Crazy Taxi, los Forza Horizon… o ya en motos Dave Mirra BMX o Road Rash 3D. Y dentro de esta peculiar, aunque modesta, ludofilia, los títulos de rallys son los que compro más a menudo, desde la mítica serie de Codemasters, Colin McRae Rally (conocí al piloto por el juego), ahora transformada en Dirt, pasando por Sega Rally, V Rally o incluso algunos de los 8 bits o menos que hoy nos parecen tan primitivos.

Ni idea de por qué me gustan los juegos de rallys cuando jamás he visto un rally por la tele ni he acudido a curiosear donde se estaba celebrando uno. Pero lo hacen. Supongo que será la magia de la ficción, la misma que hizo que una película como Rush de Ron Howard me encandilara desde los primeros diez minutos sin saber ni siquiera quién era Niki Lauda y sin haber caído, como muchos de mis compatriotas, incluso familiares a los que jamás vi atender a la Fórmula 1, en la alonsomanía que se despertó por estos lares en los primeros compases del nuevo milenio. Es curiosa esa magia, ese embrujo, ese duende, que te posee con mayor facilidad cuando la ficción es videolúdica, tan acostumbrada a ofrecer simulaciones de fenómenos que no poseen un modelo real (mismamente, una bola que ruedas por el suelo para atraer todo tipo de cosas y hacer bolas gigantes, tan gigantes como estrellas). Y lo hace sin que crezca tu interés por el fenómeno en cuestión en el mundo de carbono. Por favor, no olvidemos esta transmutación estética, porque si no estaremos perdidos…

El caso es que me hacen tilín los juegos de rallys, aunque cuanto más arcade mejor. Así, era complicado que un juego cuyo título se traduce como «el arte del rally» no llamara mi atención. A qué haría referencia ese «arte» fue lo primero que pensé. ¿Sería a la configuración del coche para cada terreno y condición atmosférica? ¿A estar atento a las instrucciones del copiloto? Poco hay de eso en Art of Rally, que cuenta con una configuración de los menús que ya adelantan un espíritu más arcade, con unas opciones de juego que se presentan sobrias ante el jugador, con el modo carrera como estrella, aparte del modo libre, crear tu propio evento, contrarreloj o los eventos en línea. En la carrera contamos con seis grupos (2, 3, 4, B, S y A) y cada grupo contiene un evento de un año concreto entre los sesenta y los noventa, un evento que puede contener de uno a varios rallys, cada uno con sus etapas, de tal manera que un evento puede llegar a incluir tres rallys de cinco etapas cada uno, quince carreras en total para ser exactos. Cada grupo cuenta con una breve, pero concisa, reseña histórica de lo que supuso para la evolución del rally, y las localizaciones son aleatorias cada vez que juegas: Kenia, Italia, Japón, Noruega, Finlandia…

Pero más allá de aspectos que conciernen a su duración, con coches, diseños y eventos desbloqueables, y una rejugabilidad que por compulsiva llega a ser pecaminosa, Art of Rally brilla como pocos en su propuesta jugable: tan sobria como adictiva, tan divertida como bella. Simultáneamente, caes presa fácil de un embeleso multisensorial con distintos efectos que estimulan tu cognición: es increíble cómo consigue que, a la vez que te preocupas de la próxima curva, del próximo salto, te deleites con el preciosismo en el diseño de cada nivel, de cada textura, de cada detalle físico o conjunción cromática; el uso que han hecho desde Funselektor de la paleta de colores le imprime narrativa a cada carrera, hacen que me pregunte cómo será la vida en esos lugares, a qué se dedicarán sus gentes, cómo serán sus vidas, qué harán en su tiempo libre, cómo se amarán… aunque las personas que los habiten, según vemos, no sean más que una abstracción en forma de cilindro. ¿Qué pasó en ese circuito de Alemania en el que vemos tanques? ¿Estarían allí desde la Segunda Guerra Mundial? Para un juego como Forza Horizon 5, con su bestialidad audiovisual, es relativamente sencillo conseguir que quien juega se haga este tipo de preguntas, y es espectacular, pero Art of Rally consigue lo mismo con una mímesis totalmente distinta, que te induce la curiosidad, sí, pero que es capaz de obnubilarte con su belleza a la vez que te incita a ganar cada carrera. Por cosas así comprendo por qué lleva la palabra «arte» en su título: es de esos juegos que no tienen sentido sin un modo foto; y, por cierto, el de Art of Rally es bastante superior (en base a los resultados obtenibles) al de, digamos, Resident Evil Village, que brilla en otros aspectos, pero no precisamente en el modo foto.

Y es que no es solo la estética, o no en principio. Es el manejo de cada coche, la ausencia de una cámara interior, la respuesta física en cada adversidad meteorológica o cada accidente del terreno, el traqueteo en el mando cuando el coche echa a andar y que, al final, tratándose como se trata de un juego de competición, lo último que te importe sea el resultado. Con la excepcionalidad de que no se trata de un juego de aventuras, Art of Rally se convierte en una sentida reivindicación del viaje más que de los motivos del mismo o del destino.

De eso y de hacer un uso, no sé si premeditado, de la sinestesia como recurso literario; sí, has leído bien, un recurso literario en un juego de rallys. Conviene rescatar el ejemplo literario por antonomasia de la sinestesia, el de la magdalena de Proust, en el que el protagonista de Por el camino de Swann, al tomar un trago de té y un bocado de magdalena, se ve trasladado a su infancia:

Hace ya muchos años que, de mi infancia en Combray, solo existía para mí la tragedia cotidiana de acostarme. Un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Dije que no, primero, pero luego, no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a comprar uno de esos bollos pequeños y rollizos que se llaman magdalenas, y que parecen haber sido moldeados en las valvas con ranuras de una concha de Santiago. Pronto, maquinalmente, agobiado por el día triste y la perspectiva de otro igual, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había dejado reblandecer un trozo de magdalena. Pero, en el instante mismo que el trago de té y migajas de bollo llegaban a mi paladar, me estremecí, dándome cuenta de que pasaba algo extraordinario. Me había invadido un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, más bien, esta esencia no estaba en mí, sino que era yo mismo. Y no me sentía mediocre, limitado, mortal. ¿De dónde podía haberme venido esta poderosa alegría? Me daba cuenta de que estaba unida al gusto del té y del bollo, pero lo sobrepasaba infinitamente, no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Cómo apresarla? (…)

Y, de repente, el recuerdo aparece. Ese gusto es el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana en Combray (porque ese día yo no salía antes de la hora de misa), cuando iba a decirle buenos días a su habitación, mi tía Leonie me daba, después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada, antes de probarla; quizá porque, habiéndolas visto a menudo después, sin comerlas, sobre las mesas de los pasteleros, su imagen había dejado esos días de Combray para unirse a otros más recientes.

A simple vista, Art of Rally iba a ser un videojuego más de conducción para mí. Aunque me hubiera formado ciertas expectativas en base a quién ha desarrollado el juego y a las imágenes que había visto, fui incapaz de prever el efecto sinestésico que tendría en mí. No solo rescaté las sensaciones de la primera vez que jugué a Hang On en la Master System I que mis padres nos regalaron a mí y a mi hermano un Día de Reyes de finales de los ochenta, o la primera vez que jugué a la recreativa de Out Run, también llegaron a mi mente recuerdos de cuando jugaba al Scalextric o, simplemente, cuando jugaba con los coches moviéndolos con mis manos, incluso las carreras de chapas en la arena del parque de mi barrio. Es un poder que Katherine Isbister defendió en How Games Move Us. Emotion by Design: «(…) los juegos pueden desempeñar de verdad un rol poderoso en la creación de empatía y otras experiencias emocionales sanas y positivas». En este sentido, Art of Rally te marca un itinerario para que lo recorras de la mano de la nostalgia más entrañable.

Si con Absolute Drift los canadienses de Funselektor ofrecían un aprendizaje exigente para un juego de conducción —algo que no era novedoso, pero con un resultado fascinante—, de manera colateral —igual que hizo otro juego de conducción que salió también en 2015, Horizon Chase, de los brasileños de Aquiris Game Studio—, contribuyó a la apertura de una nueva veda en el desarrollo de videojuegos, especialmente en los independientes: el de ofrecer nuevas perspectivas en géneros sobreexplotados por los grandes estudios, caso de los de conducción. ¿Podemos imaginar un Art of Football, que haga homenaje al juego del fútbol en sí y no a todo el desagradable y millonario negocio que conlleva? Posible es, e imaginarlo solo produce buenos augurios. Viendo lo que han hecho los canadienses con Art of Rally, la verdad es que creo que serían capaces de desarrollar un videojuego de curling que me fascinara.

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