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Análisis: Okhlos

Okhlos

OkhlosCrítica

Los dioses del Olimpo, cargados de gloria en una fiesta eterna. Gobernando en sus salones acuáticos, cabalgando los corceles de Poseidón; bebiendo del vino y la locura de Dioniso; con los putos rayos de Zeus y el carro de fuego de Helios. Cómo fardan, los cabrones. Y cómo lucen, si le quitamos el pequeño detalle de que parecen destinados a putear a la humanidad en un continuo pero constante devenir de mitos en los que siempre algún mortal acaba jodido. Aunque no es ni mucho menos nuevo esto de ver la cara menos bonita de los Olímpicos (que se lo digan a Kratos, por ejemplo), siempre es refrescante encontrarse con un escenario que te los muestra como lo que son: unos hijos de puta.

Okhlos, de los argentinos Coffee Powered Machine, parte de una idea lo suficientemente loca como para tener potencial. Aquí no somos un héroe vengativo que va a hacer morder el polvo a los dioses. No. Aquí se han pasado de la raya tocándole las narices a las segundas criaturas de la Antigüedad más peligrosas (tras ellos mismos): los filósofos. Una bota gigante aplasta a uno de ellos y los pensadores clásicos deciden que ya está bien de aguantar tonterías olímpicas. Toca alistar a una muchedumbre enfurecida, una masa helénica cargada de odio, con la que dejarle claro a esta gentuza que, por muy dioses que sean, no pueden tocarle indefinidamente las narices a la humanidad.

¿Cómo no va a funcionar bien un simulador de masas enfurecidas, si encima se le añade una bonita estética pixelada y el toque griego que tan bien suele quedar?

Okhlos es una mezcla de arcade de hostias de los de toda la vida y de videojuego de estrategia, con elementos de gestión y un curioso inventario. Las normas son sencillas, aunque luego el juego se vaya complicando: hay varios tipos de unidades y un medidor de furia que aumenta a medida que causamos destrozos, no sólo en enemigos, sino también en el escenario, arramblando con todo lo que encontremos.

A la marabunta la comanda siempre un filósofo, al que manejamos con el teclado y por separado. Su sabiduría guía la justa ira ciudadana.  El resto de la masa lo «controlamos» con el ratón, haciendo que el grupo avance o retroceda a nuestro gusto. Tanto la muchedumbre como el filósofo pueden reclutar a los personajes del escenario con tan sólo acercarse a ellos, siempre dentro de un límite (que podemos aumentar poco a poco). Y con un click izquierdo les decimos que ataquen todos a la vez y uno derecho, que se cubran.

Esto, que puede parecer sencillo, rápidamente gana complejidad. Por un lado por el caos que se va generando en la pantalla a medida que reclutamos a más y más unidades, y por otro, porque debemos tener muy en cuenta a quiénes añadimos a nuestro grupo. Los guerreros suben la capacidad de ataque, los defensores la de defensa, los esclavos pueden llevar objetos (y usarlos) y los ciudadanos del montón sirven como tropa básica. Y siempre deberíamos tener a unos cuantos filósofos, porque si nos matan al nuestro y no quedan la partida acabará.

El resultado es una combinación extraña, que funciona muy bien.

Con nuestro grupo vamos avanzando por distintos niveles basados (muy levemente) en ciudades de la Grecia clásica, encontrando siempre a un dios como enemigo final tras resolver varias pantallas (básicamente, matar a todos los enemigos y cruzar el umbral). Al principio es sencillo: muerte y destrucción hasta rellenar la barra de furia, que dará más muerte y destrucción. Pero va complicándose con distintos secuaces que van desde el clásico cíclope hasta faunos hechiceros, centauros, magos que lanzan bolas de fuego… Pronto pasaremos del cliquear como salvajes y destrozar todo nuestro paso a pensarnos bien a quién reclutamos y a canjear unidades por héroes (hay un montón) que nos den todo tipo de bonificaciones (más velocidad, aumentar el número máximo de unidades, envenenamiento…)

En estos enfrentamientos relucen, tanto por dificultad como por su propia presencia en pantalla, los enemigos finales: dioses que se han buscado una buena somanta de palos, con un diseño y ataques únicos.

Hasta que nos maten.

El ritmo de Okhlos es frenético y nos acabará exigiendo mucho con el devenir de los niveles. Y si nos matan, tocará volver a empezar desde el principio, aunque habiendo ganado una serie de bonificadores que nos aligeren el reinicio.

Y mataremos nosotros. Pero claro, la cosa no va a ser tan sencilla y no acabará ahí. El principal valor de Okhlos es la rejugabilidad: nos anima a continuar, a jugar nuevas partidas para cargarnos los dioses que nos quedan y rellenar la enciclopedia del juego… El problema es que llegados a un punto puede acabar desanimando al jugador más manco (y ahí me incluyo) o hacerse un poco repetitivo.

Contribuyen a aliviar esta sensación la tonelada de secretos, héroes y unidades especiales que iremos desbloqueando, aparte de un sentido del humor simpático que luce más en las descripciones de la enciclopedia que cuando se pone autorreferencial.

La Grecia de Okhlos es simple y bonita, aunque está a veces un poco vacía, sólo con los elementos ideales para que machacarla sea divertido. A su diseño le acompaña una banda sonora muy inspirada a cargo de A Shell in the Pit (Rogue Legacy) y su jugabilidad está lo suficientemente trabajada como para que la broma de la masa enfurecida no pierda la gracia rápidamente.

Para los fans de los arcades endemoniados que quieran unas gotitas de gestión va recomendado. Para el resto, depende de lo que busquen. Quizá Okhlos con el tiempo se haga un poco monótono, pero es muy divertido en sus primeras horas y dará un extra a los completistas.